Cada vez más confusa, abandoné el refugio del altar y me dirigí hacia la mesa donde tomé alguno de los CD que habían dejado apilados junto al aparato. Leí el título del que estaba encima:
Villancicos, sagrados y profanos.
No necesité ver los demás. Ninguna monja de la abadía de Grange ni tampoco un grupo de cantantes de folk invitado habían estado cantando villancicos, ni ahora ni en mis anteriores visitas. La música venía de las grabaciones. Me sentí ridícula. Comprendí que la hermana Campion se había asegurado de que yo estuviera por los alrededores de la iglesia en un momento concreto del domingo pasado, para tener la música preparada y dar la impresión de una comunidad activa cumpliendo con sus tareas diarias, cuando ahora todo apuntaba a que había muy pocas monjas viviendo en la abadía de Grange. ¿Pero por qué tomarse tantas molestias? Definitivamente tenían que estar escondiendo algo. Por otra parte, la noche que Finian y yo vinimos juntos, no estaban ocultando nada, sino simplemente oyendo música mientras trabajaban. Demasiada para una ceremonia de fertilidad del solsticio de invierno.
La puerta de la cripta estaba abierta. Tenía una decoración de acebo y motivos de abejas.
Me acerqué hasta ella. «Suelo no sagrado».
Los escalones llevaban hacia abajo.
Cogí uno de los martillos de las herramientas que había por el suelo y lo guardé en el bolsillo de mi parka. Entonces comencé a descender.
La cripta parecía tener a primera vista la típica estructura románica: varias arquerías construidas con grandes bloques de piedra y arcos de medio punto dividiendo el espacio bajo la nave, y varias cámaras abovedadas. Había dos pasadizos alumbrados, uno a mi derecha y otro justo de frente, en dirección al extremo oeste. Las piedras de esa zona parecían aumentar de tamaño, y el suelo bajaba en pendiente.
Si la nave de encima estaba construida sobre una base de piedra inclinada en la dirección contraria, entonces la primera parte de la iglesia, el ala este, debió de ser edificada a partir de este segundo nivel, logrando un efecto similar al de dos escaleras mecánicas en un gran almacén, orientadas en direcciones opuestas, pero llevando las dos hacia abajo.
El lugar olía a humedad, mezclado con otro olor bastante más desagradable. Tomé el pasadizo de enfrente y caminé a lo largo de las grandes piedras, llegando hasta la última cámara de la izquierda, que se encontraba cerrada por una reja de hierro como una jaula del zoo. La puerta de la cancela estaba entornada.
El interior apenas tenía luz, aunque algo de lo que pude vislumbrar contra el muro más lejano me hizo entrar. Al acercarme enfoqué la linterna hacia allí, reduciendo la intensidad del foco para ver a través del cristal que cubría todo el fondo de la cámara.
A lo largo del muro se extendía una vitrina de madera oscura de aproximadamente cuatro metros de largo por dos de alto. Detrás de los polvorientos paneles de cristal había filas de tarros de muestras de distintos tamaños y, entre éstos, objetos fijados sobre peanas de madera. Acercándome más pude distinguir que eran pequeños esqueletos humanos, algunos no más grandes que pájaros y todos con ostensibles deformidades: sin mandíbula, con la cabeza enorme, uno de ellos con el cráneo abierto o en fragmentos como si hubiera estallado. Era parecido al que vi en la oficina de la hermana Campion. Algunos esqueletos estaban fundidos con otros por el pecho o por la cabeza. La mayoría de ellos colocados en posturas encogidas o de pie, los delicados huesos sujetos por varillas o alambre.
En los tarros de formol se hallaban los decolorados restos de niños con las mismas malformaciones, una masa irreconocible de lo que parecía carne, otros con sus ya de por sí distorsionados rasgos moldeados en extrañas formas, al haber sido metidos en los recipientes de cristal. Otros tarros contenían sólo órganos: un cerebro sin ningún pliegue, unas vísceras de un verde pálido que parecían estar dadas la vuelta, una cara completamente dividida por una larga fisura que iba de la boca a la frente. Detrás de ella, un feto completo con una cabeza melliza saliendo de su boca abierta.
Estos cristales, y no las vidrieras, eran los que guardaban el verdadero secreto de la abadía: una versión en carne y hueso de los relieves del pórtico oeste.
La parte baja de la vitrina tenía dos cajones. Abrí uno de ellos y encontré unas enmohecidas etiquetas sin usar; supuse que se utilizaban para clasificar los objetos exhibidos en las estanterías, aunque observé que ninguno de ellos tenía identificación. En el otro cajón había algunas etiquetas parecidas escritas a mano, pero la tinta se había desvanecido o cubierto de manchas que la volvían ilegible. Rebusqué entre ellas hasta que encontré una que podía entenderse.
D tto Gi vann Pergo esi
stituto An tomia
Uni Bologn
Había también un número, que supuse sería una fecha: 1634. Otra etiqueta rezaba:
ndrew MacPherson
Edinb gh Medic
Parecían etiquetas con direcciones personales. Ahora entendía que no se hubieran descubierto en Monashee más restos humanos. Todo apuntaba a que las apicultoras habían «cosechado», probablemente durante muchos siglos, bebés humanos en lugar de miel, comerciando con los conservados cadáveres y recompuestos esqueletos de niños deformes. Y, presumiblemente, habían encontrado un mercado dispuesto a adquirir sus productos en los colegios de médicos de toda Europa, a la vez que en las vitrinas de coleccionistas privados. Los objetos expuestos en la cripta debieron de utilizarse para enseñar estas malformaciones o bien, como en el caso de los dos destinados a Bolonia y Edimburgo, fueron dejados a su cargo por alguna razón. Probablemente debió de haber más vitrinas y aparadores bajo los otros arcos de la cripta, que habrían sido desmantelados y sus contenidos destruidos o desechados, irónicamente, borrando evidencias de patologías anómalas del feto y deformidades congénitas que hubieran sido de gran interés para los biólogos del siglo XXI.
Aparte de los cajones, a simple vista la base de la vitrina parecía no tener más compartimentos, era solamente una tabla de madera sin tiradores ni cerraduras. Pasé la linterna por ella y entonces descubrí, en los lados de ésta, unos ganchos metálicos ocultos en cada uno de los extremos, que parecían estar sosteniendo la tabla. Los desenganché y toda la pieza cedió unos centímetros. Algo seguía sujetándola desde dentro.
En medio había una pequeña cadena metálica agarrada con otro gancho atornillado en el revés de la tabla. Me arrodillé, solté la cadena, y entonces la tabla se liberó. Todavía había otro panel detrás, éste hecho de cristal, y en el borde del marco que lo rodeaba una placa de latón grabada con letras rojas y negras. Parecía una versión ampliada del «Rueguen una oración por el alma de…», ese tipo de placas que se encuentran en muchos bancos de las iglesias irlandesas. Estaba empezando a leerla cuando escuché un sonido.
Apagué la linterna y me escondí detrás de una piedra. Entonces volví a oírlo: era la tos de una mujer. Alguien había bajado las escaleras de la cripta. Temiendo que viniera a cerrar la puerta, me escapé y corrí por el pasadizo hasta la arquería, que estaba completamente a oscuras. La mezcla del olor de la tierra con la humedad era más fuerte allí.
Una sombra se proyectó en las piedras cuando la mujer pasó en dirección paralela a la que yo había cogido, pero unos cuantos pasillos más lejos. Y entonces pude ver a la hermana Roche, a unos diez metros de donde yo estaba. Iba vestida con una gruesa chaqueta de lana y unos vaqueros negros, y transportaba lo que parecía un
bodhrán
o tambor. ¿Era ella la que estaba fuera de la residencia cuando llegué?
Como si sintiera algo extraño, Roche se detuvo, retrocedió algunos pasos y vino en mi dirección.
—¡Levántate! —ladró.
Se me paró el corazón.
Roche se acercó aún más. Reculé alrededor del pilar del fondo casi dentro del pasadizo.
Se quedó plantada delante del arco al otro lado de la nave; su silueta estaba recortada por la luz que venía de detrás y separada de mí por tan sólo unos metros de oscuridad.
—Tú, Henry, animal perezoso —increpó—. Hay mucho que hacer. No es el momento de dormir —durante unos segundos me sentí transportada a la habitación de la anciana hermana Gabriela. ¿Estaban todas locas?
Algo con vida surgió entre Roche y yo, tapándome la vista. Me sumergí aún más tras la piedra, mientras la criatura refunfuñaba por haber sido molestada.
—Tráelo aquí antes de que los otros vengan —dijo Roche dando unas palmadas.
Henry dio un gran sorbetón, como si estuviera tragando su propia saliva.
La perorata de Roche se perdió por el pasillo. Corrí hacia las escaleras de la cripta, con el martillo en la mano por si fuera necesario.
Me detuve en el rellano, y pegué la oreja a la puerta que daba a la residencia. Estaba segura de haber oído nuevas voces. Y era cierto, venían en mi dirección. Intenté abrir la puerta del claustro, pero estaba cerrada. Con el corazón dando saltos, subí los dos tramos de escaleras hasta la puerta de la torre. Estaba abierta. Me metí por ella justo en el momento en que la hermana Campion aparecía en el rellano hablando con alguien detrás de ella.
Empujé la puerta hasta que se cerró y me apoyé contra ella para impedir que entraran por ahí. Pero la voz desapareció: habían entrado en la iglesia.
De nuevo me encontraba en la más absoluta oscuridad. Mientras mis ojos trataban de acostumbrarse, vi un punto de luz sobre mí. Estaba contemplando una estrella, que asomaba por una ventana en lo alto del muro. La niebla parecía haber levantado. Encendí la linterna y me encontré en un estrecho pasadizo que partía del muro del transepto y llegaba a la torre. Lo recorrí hasta que me encontré con una escalera de caracol, que imaginé ascendería hasta el tejado. Empecé a subir los escalones cavilando sobre si la puerta del tejado estaría abierta o si éste estaría en buenas condiciones… paré a recuperar el aliento, diciéndome a mí misma que había cosas más importantes por las que preocuparme.
La puerta al final de las escaleras colgaba de las bisagras, y salí con cuidado hasta el tejado de pizarra bajo un cielo en el que la estrella, concretamente Venus, brillaba sobre un manto azul profundo. Sin embargo, por debajo de la torre las nubes impedían la vista; sólo los edificios anexos a donde me encontraba estaban libres de la niebla.
Entonces dos cosas sucedieron al mismo tiempo. Tras la cima del sudeste, bajo Venus, el cielo se aclaró, y una brisa se levantó barriendo la fina capa de niebla.
Creí oír un ruido y miré alrededor, pero era sólo el crujido de las hojas secas arremolinándose en una esquina donde habían estado atrapadas desde el otoño. Observé algo extraño en la puerta de las escaleras. No se había salido de sus goznes porque estuviera podrida. Había sido astillada en lo que parecía una pelea reciente.
En ese momento comprendí que Gallagher estaba muerto.
Me desmoroné sobre la pizarra, apoyándome contra los dientes de una de las almenas. En poco tiempo el cielo se volvió pálido tras la cima y el azul virginal se aclaró para convertirse en un gris con retazos rosas.
Me levanté de nuevo y comprobé que la niebla había disminuido alrededor de la abadía. Una nube azul grisácea continuaba suspendida sobre una de las orillas del río; y vi Newgrange flotando como un platillo volante por encima de ella.
Detrás de mí el cielo empezó a brillar. Nubes errantes como trozos de algodón se ribetearon de rosa eléctrico. El sol estaba a punto de salir por encima de la cumbre e iluminar todo el valle. A lo lejos, Newgrange empezaba a adquirir un cálido matiz con el cambio de luz. Los árboles que coronaban la colina se erigían firmes mientras la órbita del sol rosado surgía tras ellos.
Cuando el sol iluminó la cima, miré a través de Newgrange y vi un extraordinario espectáculo: un rayo de luz salió de la cámara, dividiendo la neblina cual dedo de Dios en la Biblia y haciendo brillar y arder lentamente todo el recorrido desde el túmulo hasta el Boyne. La luz solar que llegaba desde el horizonte, tras de mí, se fragmentó por las siluetas de los árboles y los agudos contornos del cerro en miles de rayos de todos los tamaños; y sus lanzas pasaron sobre mi cabeza, desvaneciéndose a través de la fina bruma que había entre la abadía y el río.
En la distancia podía oír un ruido como el de un trueno de efectos especiales, un redoble metálico que se prolongaba en el espacio. Entonces la luz de la entrada de Newgrange empezó a titilar, irradiando brillos dorados como una lluvia de flechas que interceptaba los rayos que rebotaban sobre la superficie del agua. Los reflejos del río se sumaban al impresionante enrejado de luz tendido desde el Boyne. Y a través de las cuadrículas la bruma se diluía en retorcidas espirales que ascendían como almas en su camino al cielo.
Y de repente unas sombras empezaron a emerger del sepulcro. Al principio eran sólo unas difusas espirales en el aire, creadas por la luz de la entrada; luego se materializaron en forma de monjes encapuchados; y poco después, a cielo abierto, delante del túmulo y caminando en círculo, pude distinguir los encapuchados velos de la orden de las hospitalarias.
Me sentí como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo. ¿Era así como había sucedido mil años antes? ¿De algún modo la orden había heredado los antiguos ritos de los constructores de tumbas, y los estaban celebrando de nuevo como habían hecho durante siglos, no sólo el día del solsticio sino en otra ocasión más significativa y blasfema? «Está abierto el día de Navidad, ¿verdad?», me había preguntado Sam Sakamoto. Y ahora sus palabras cobraban una siniestra resonancia.
De cualquier forma, era una impactante representación teatral. Entonces se me ocurrió que, si las monjas salían a escena como los actores en una función, ¿cómo habían podido llegar al teatro las primeras? Difícilmente podría haber sido por la entrada principal.
Se quedaron de pie, de cara al sol, con los brazos levantados en señal de bienvenida. Con el resplandor rodeándolas, era difícil saber cuántas había. El estruendo metálico parecía estar alcanzando el clímax. Tenía la misma resonancia que un címbalo o un gong. De pronto empezó a remitir, pero mi oído apreció otro ruido más regular, como el de un motor de un barco lejano percibido bajo el agua: tambores. Las monjas empezaron a moverse al compás. Y había otro sonido más, también uniforme. Jadeos. Que me llegaban por la espalda. Miré alrededor.