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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

Vinieron de la Tierra (9 page)

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Joe aplastó irritadamente su cigarro y se apartó de la ventana. Luego tomó una carta de su escritorio. Era una respuesta al encargo que había hecho de unos condensadores para el urgente trabajo del transmisor de Cal… Las cosas de Cal siempre eran urgentes, pensó Joe. Había leído la carta ya tres veces, pero la empezó una cuarta vez.

Querido Sr. Wilson:

Nos complace recibir su encargo de fecha 8 de muestras de nuestro condensador XC-109. Sin embargo, observamos que en las listas de nuestro catálogo actual no figura este artículo.
En consecuencia, lo sustituimos por el modelo AB-619, un condensador-transmisor de alto voltaje a base de aceite. Como usted especificaba, está ajustado a 10.000 voltios con un factor de seguridad de un 100 %, y posee una capacidad de 4 mF.
Confiamos en que recibirá su aprobación y que no tardará en llegarnos su encargo de producción de este artículo. No es necesario, por supuesto, que le recordemos que fabricamos una completa gama de componentes electrónicos. Nos sentiremos encantados de proporcionarle muestras de cualquier artículo de nuestro catálogo que pueda interesarle.

Atentamente,
A. G. Archmanter
Servicios Electrónicos — Unidad 16.

Joe Wilson volvió a dejar lentamente la carta y tomó la caja de cuentas que venía con ella. Un completo y resignado disgusto invadió su rostro.

Tomó una especie de cuenta de una ristra de ellas que sacó de la caja. Tenía un diámetro de algo más de medio centímetro y parecía tener una pequeña concha concéntrica en su interior. Entre las dos cubiertas había una especie de líquido rojizo. Otro alambre estaba conectado a la cubierta interior, pero Joe no conseguía ver de ningún modo cómo aquel alambre interior atravesaba la envoltura exterior.

Había algo curioso en aquello, como si surgiera directamente de la interior sin pasar por la exterior. Sabía que era una estupidez, pero le hacía sentirse mareado el concentrarse en el lugar donde atravesaba la envoltura exterior. Aquel lugar parecía agitarse y moverse.

—¡Diez mil voltios!-murmuró—. ¡Cuatro microfaradios!

De nuevo dejó caer la cuenta en la caja, disgustado. Cal se pondría nervioso cuando viera aquello.

Joe oyó abrirse la puerta de la oficina de su secretaria y miró a través del panel de cristal. Cal Meacham estaba dirigiéndose hacia allá. Abrió la puerta de golpe, con una corriente de aire que hizo volar las cartas en el escritorio de Joe.

—¿Has visto ese aterrizaje que hice, Joe? Markus dice que debería ser capaz de obtener mi licencia de vuelo para ese trasto en otra semana.

—Apuesto a que ha añadido: «Si vives hasta entonces».

—Lo único que ocurre es que no reconoces a un buen piloto cuando ves uno… ¿Por qué estás tan tétrico? ¿Y qué ha ocurrido con esos condensadores que encargamos hace tres días? Este trabajo es
urgente
.

Joe le tendió en silencio la carta. Cal examinó rápidamente la hoja y volvió a depositarla sobre el instrumento.

—Estupendo. Los probaremos. Deben de estar a punto de llegar, supongo. Fírmame una autorización y los recogeré camino del laboratorio.

—No vienen aparte. Llegaron en el mismo sobre con la carta.

—¿Qué demonios estás diciendo? ¿Cómo pueden enviar dieciséis micro-faradios de condensadores de diez kilovoltios en un sobre?

Joe tomó una de las cuentas por uno de sus cables… aquel que pasaba por la envoltura exterior sin atravesarla.

—Esto es lo que enviaron. Factor de seguridad de voltaje garantizado en un cien por ciento.

Cal se lo quedó mirando.

—¿A quién estás intentando tomar el pelo?

—No estoy bromeando. Eso es lo que enviaron.

—Bien, ¿qué tipo de broma es esa, entonces? ¡Cuatro microfaradios! ¿Comprobaste bien el envío?

Joe asintió.

—Lo comprobé a fondo. Estas cuentas es todo lo que llegó.

Murmurando, Cal tomó una por el cable y la sostuvo ante la luz. Vio la imprecisa forma de la estructura interna que antes había desconcertado a Joe.

—Sería divertido si fueran realmente lo que dicen que son, ¿no? —dijo—. ¡Uf, esto es una locura!

—Podrías simplemente construir un transmisor de cincuenta kilovoltios en un maletín, siempre que dispusieras de los demás componentes en relación.

Cal tomó el resto de las cuentas y se las metió en el bolsillo de su camisa.

—Envíales inmediatamente otra carta. O mejor, llámales por el teletipo. Diles que este trabajo es muy urgente y que queremos esos condensadores de inmediato.

—De acuerdo. ¿Qué vas a hacer con estos?

—Voy a hacer pasar diez mil voltios por ellos y ver el tiempo que tardan en fundirse por completo. Intenta averiguar quién es el que ha intentado tomarnos el pelo.

Cal Meacham se dirigió al laboratorio de transmisiones. Durante el resto del día estuvo comprobando la antena de su nuevo dispositivo, que no funcionaba tal como debería. Olvidó por completo las cuentas de cristal hasta última hora de la tarde.

Cuando inclinó la cabeza hacia el amasijo del transmisor, uno de los extremos de los finos cables de los pretendidos condensadores se le clavó a través de la tela de la camisa.

Dio un salto sobresaltado, golpeándose la cabeza contra el marco de hierro del aparato. Maldiciendo al recalcitrante transmisor, a los condensadores que le faltaban y al bromista práctico que había enviado aquellas cuentas, sacó los objetos del bolsillo de su camisa y estuvo a punto de arrojarlos al otro lado de la habitación.

Pero el aguijoneo de la curiosidad detuvo su mano a medio camino en el aire. Lentamente, la bajó, y miró de nuevo aquellas cuentas que parecían mirarle como otros tantos ojos en la pahua de su mano.

Llamó a un joven ingeniero que estaba al otro lado del laboratorio.


He
, Max, ven aquí. Pon estas cosas bajo tensión progresiva y comprueba lo que ocurre.

—Seguro. —El joven ingeniero las hizo girar en la palma de su mano—. ¿Qué son?

—Sólo unos chismes que nos han enviado para probar. Los había olvidado hasta ahora.

Siguió comprobando el transmisor. Todo aquello era una estupidez… Las cuentas no parecían en realidad nada más que cuentas de cristal. Pero había algo que le impedía olvidar por completo todo el asunto. Era la forma en que un cable parecía deslizarse en torno a la cuenta cuando uno lo miraba fijamente…

Al cabo de cinco minutos Max estaba de vuelta.

—Puse uno de esos chismes a prueba. Resistió hasta los treinta y tres mil voltios… y sin un microamperio de dispersión. Sean lo que sean, son buenos. ¿Desea que queme los demás?

Cal se volvió lentamente. Se preguntó si Max formaría parte de la broma también.

—Unos pocos cientos de voltios saltarían directamente por fuera del cristal de cable a cable sin atravesarlo. Se supone que esas cosas son condensadores, pero no tan buenas como eso.

—Eso es lo que dicen las mediciones. Lástima que no sean lo suficientemente grandes como para tener una buena capacidad, con una potencia de tensión como esa.

—Vamos —dijo Cal—. Comprobemos la capacidad.

Primero probó otra con la prueba del voltaje. La observó desde el otro lado de la protección de cristal mientras hacía avanzar el voltaje de cinco en cinco kilovoltios. La cuenta resistió hasta los treinta… y se desvaneció a los treinta y cinco.

Con los labios fuertemente apretados, Cal colocó la tercera cuenta en un puente de capacidad estándar. Ajustó las clavijas de contacto hasta que estuvieron bien equilibradas… exactamente a cuatro microfaradios.

Los ojos de Max estaban ligeramente desorbitados.

—Cuatro microfaradios… ¡No puede ser!

—No, es imposible, ¿verdad?

De vuelta a la oficina de compras, encontró a Joe Wilson sentado pensativamente en su escritorio, mirando una hoja amarilla del teletipo.

—Precisamente el hombre al que buscaba —dijo Joe—. Llamé a la Continental Electric dicen que…

—No me importa lo que digan. —Cal depositó las cuentas que quedaban sobre el escritorio, frente a Joe—. Esos pequeños cachivaches son condensadores de cuatro microfaradios que resisten hasta más de treinta mil voltios. Son todo lo que la Continental dice que son, y más aún. ¿Cómo lo consiguieron? La última vez que estuve allí, Simón Foreman estaba a cargo del departamento de condensadores, y él nunca…

—¿Me quieres dejar hablar? —interrumpió Joe—. No vienen de la Continental… o al menos eso es lo que la Continental dice. Dicen que no han recibido encargo nuestro de condensadores en las últimas seis semanas. Les he enviado de nuevo el pedido por teletipo.

—Anúlalo, no lo quiero. ¡Quiero más de estos! —Cal alzó una de las cuentas—. ¿Pero de dónde vinieron, si no es de la Continental?

—Eso es lo que me gustaría saber.

—¿Qué quieres decir con que te gustaría saber? ¿Cuál era el membrete de la carta que vino con ellos? Déjame ver esa carta de nuevo.

—Aquí está. Dice simplemente: «Servicios Electrónicos-Unidad Dieciséis». Pensé que era alguna subsección de la Continental. No pone ninguna dirección.

Cal miró atentamente la hoja de papel. Lo que decía Joe era cierto. No había ninguna dirección.

—¿Estás seguro de que esto vino como respuesta a un pedido que enviaste a la Continental?

Cansadamente, Joe rebuscó en un archivo.

—Aquí está la copia del pedido que envié.

—La Continental siempre ha tenido una organización administrativa terrible —dijo Cal—, pero parece que están intentando superarse a sí mismos. Escríbeles de nuevo. Dales la referencia de esta carta. Encarga doce docenas de esos condensadores. Y pídeles un nuevo catálogo si el nuestro está anticuado. Me gustaría ver qué otras cosas tienen además de estos condensadores.

—De acuerdo —dijo Joe—. Pero te repito que la Continental dice que nunca recibieron nuestro pedido.

—¡Entonces supondré que estos condensadores los envió Santa Claus!

Tres días más tarde Cal estaba todavía trasteando con su transmisor cuando Joe Wilson volvió a llamar.

—¿Cal? ¿Recuerdas el asunto de la Continental? Acabo de recibir los condensadores… ¡y el catálogo! ¡Por los clavos de Cristo, sube y échale una mirada!

—¿Doce docenas de condensadores? Eso es lo único que me interesa por ahora.

—Sí, y facturados a treinta centavos la pieza por tratarse de nosotros.

Cal colgó y subió inmediatamente a la Oficina de Compras. Treinta centavos la pieza, pensó. Si aquel chisme tenía cabida en el negocio de los instrumentos de radio, probablemente podrían conseguir un radiocompás capaz de venderse a cinco dólares.

Encontró a Joe solo, con un catálogo de dos centímetros y medio de grosor abierto en el escritorio frente a él.

—¿Eso es lo que ha venido de la Continental? —dijo Cal.

Joe agitó la cabeza y mostró la portada del catálogo. Decía, simplemente:
Servicios Electrónicos-Unidad 16
. No había ninguna dirección.

—Enviamos las cartas a la Continental, y ha llegado esto —dijo Cal—. ¡Alguien allí tiene que saber de qué va la cosa! ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué hay de interesante en el catálogo?

Joe arqueó las cejas.

—¿Has oído hablar alguna vez de un tubo caterimino? ¿Uno con un complejo endiómico de más cuatro, lo cual garantiza que es el mejor de su clase en el mercado?

—¿Qué clase de galimatías es ese?

—No tengo ni idea, pero lo venden a dieciséis dólares la unidad —Joe empujó el catálogo sobre la mesa—. Es lo más disparatado que he visto en mi vida. Si no me hubieras dicho que esas cuentas eran realmente condensadores hubiera afirmado que alguien se había tomado mucho trabajo en gastarnos una de las bromas más elaboradas. Pero los condensadores eran reales… y aquí hay otros ciento cuarenta y cuatro idénticos ellos.

Mostró una pequeña cartulina con las cuentas cuidadosamente montadas en hileras en pequeños agujeros.

—Alguien los ha hecho. Alguien condenadamente listo, me atrevería a decir… pero no creo que haya sido la Continental.

Cal estaba pasando lentamente las hojas del catálogo. Además de la embarullada descripción de piezas completamente desconocidas de equipo electrónico, había algo más mordisqueando su mente. Entonces lo captó. Restregó una de las páginas del catálogo entre el índice y el pulgar.

—Joe, esto no es papel.

—Lo sé. Intenta romperlo.

Cal lo intentó. Sus dedos simplemente resbalaron.

—¡Es tan fuerte como una plancha de hierro!

—Eso es lo que he descubierto. Quienesquiera que sean esos Servicios Electrónicos, tienen un equipo de brillantes ingenieros.

—¡Brillantes ingenieros! Todo esto refleja una cultura electrónica completamente extraña a la nuestra. Si viniera de Marte no sería más extraña.

Cal siguió pasando las páginas, se detuvo para leer la descripción de un
volterador incorporando un distribuidor electrónico basado en principios completamente nuevos
. La foto de la cosa parecía un cruce entre un impulsor de aire caliente en miniatura y un incinerador doméstico, y costaba seiscientos dólares.

Y luego llegó a la parte final del catálogo, que parecía tener una unidad que no poseía a primera mitad. Descubrió la exactitud de eso cuando encontró una hoja divisoria en la parte central del catálogo, donde se leía:

Por primera vez, Servicios Electrónicos — Unidad 16 ofrece una línea completa de componentes para interocitores. En las siguientes páginas encontrarán una descripción completa de sus componentes que refleja los más modernos avances en ingeniería conocidos por los ingenieros en interocitores.

—¿Has oído alguna vez hablar de un interocitor?-dijo Cal.

—Suena como algo que pudiera utilizar un cirujano para extraer cálculos biliares.

—Quizá deberíamos encargar un conjunto de componentes y montar uno —dijo Cal calculadoramente.

—Eso sería como un ingeniero mecánico intentando construir un receptor de comunicaciones de largo alcance a través de la sección de ofertas del
Hágaselo usted mismo
.

—Quizá fuera posible —dijo Cal pensativamente. Se interrumpió de pronto y miró las páginas que tenía delante—. Pero ¿te das cuenta de lo que significa esto, de la extensión de conocimientos y de cultura electrónica que hay tras todo eso? Existe realmente aquí, en algún lugar.

—Quizás se trate de una pequeña empresa formada por un pequeño grupo de ingenieros que no creen en la colaboración ni en el intercambio de información a través de los canales establecidos. ¿Pero están trabajando en el seno de la Continental? Y si es sí, ¿por qué se empeñan en decirnos que no han recibido nuestro pedido y cosas así?

BOOK: Vinieron de la Tierra
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