Cuando salimos, George dijo:
—En serio, esos pantalones te quedan muy bien. Menos mal que ya no hay leyes contra la vagancia.
Para ser marzo, hacía bastante calor, por lo que no eché en falta la chaqueta durante el viaje al laboratorio de Stanford. El primero en verme fue Jason. Pensé que debía de haber pasado toda la noche allí. Me dijo que estudiaría mi propuesta de introducir un gusano después del torneo, pero hasta entonces no había nada que discutir. Como Alex y Harvey habían regresado a la ciudad la noche anterior, George y yo nos fuimos sin ellos. No hubo problema alguno porque George se bastaba y sobraba para armar jaleo; de hecho, deseé dejarlo inconsciente de un puñetazo.
En realidad, George no era más insoportable de lo habitual. Estaba pensando que tenía que hablar otra vez con Al Meade y preveía la misma respuesta del día anterior, lo que me ponía de muy mal humor.
Cuando llegamos, Alex ya estaba sentado frente al tablero. Esta vez nos encontrábamos en una sala grande, con varios tableros y una batería de teléfonos. Al parecer, la sala donde estuvimos el día anterior estaba reservada para las partidas del Dragón, y, en el programa del torneo, vi que tenía que enfrentarse con Mephisto. Supuse que allí encontraría a Al Meade. Estuve a punto de decirle a George adonde iba cuando vi a Al abriéndose camino entre el gentío. Como siempre, se mostraba exageradamente profesional, vestida con un traje negro sobre una blusa rosa pálido. Vino directamente hacia mí.
—Tenemos que hablar -dijo.
Había preparado a medias una respuesta sarcástica, pero observé que parecía sincera y nerviosa. Me mordí la lengua y me limité a asentir con la cabeza.
—¿Adonde vamos?
A modo de respuesta, se dio la vuelta y salió a un pasillo. Después de doblar un par de recodos, llegamos a un lugar relativamente reservado. La miré con expectación. Por lo menos, creo que tenía esa expresión. Desde luego, era como me sentía.
—
Quiero que sepas que la gente que me ha contratado piensa que has introducido un virus en su programa -dijo.
—
Eso no me sorprende -contesté, asintiendo-. ¿Qué es lo que piensas tú?
Me miró directamente a los ojos y dijo:
—Les he dicho que tú no eres capaz de algo así.
Aquello sí que me sorprendió.
—¿Por qué les has dicho eso?
—Porque es verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es obvio para cualquier persona que te conozca. Eres… no sé, una especie de monaguillo, o algo así…
—¿Un monaguillo?
Ella asintió con la cabeza, mientras esbozaba una sonrisa maliciosa que me jodio de verdad.
—No te gusto mucho, ¿verdad?
Al pareció realmente sorprendida por mi pregunta.
—¿Por qué piensas así?
—Cuando se trata a alguien como si fuera un leproso, suele considerarse como una señal de rechazo… a menos que pienses de verdad que tengo la lepra.
—No, me parece que tienes buena salud -dijo ella, riendo-. Y supongo que me gustas. Bueno, quiero decir que no te conozco muy bien…
—¿Sólo lo suficiente para saber que soy inocente de una posible fechoría?
—Sí, algo así.
—Entonces, cena conmigo
—¿Qué?
—Para conocerme. Cena conmigo.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
Asintió despacio con la cabeza.
—De acuerdo. Con dos condiciones.
—¡Condiciones! Muy bien, dímelas.
—La primera: no se habla de negocios
—Ni en sueños. ¿Y la segunda?
—¿Te pondrás, por favor, otra ropa?
Creo que conseguí no sonrojarme.
—La compañía aérea…
¿Ha perdido tu equipaje? Ya lo supuse.
Empezamos a caminar despacio de regreso a la sala del torneo.
—¿Así que piensas que soy como un monaguillo? -dije.
Ella sonrió… y cuando vi los hoyuelos de sus mejillas, me di cuenta de que nunca la había visto sonreir.
—Tal vez debería haber dicho un caballo blanco.
Esta vez sonreí yo.
—Eso te convierte en la dama negra.
Volvió a sonreír, en vez de gruñir o de darme un golpe en el brazo. Estuve a punto de añadir algo sobre un posible apareamiento, pero decidí que ya había estropeado bastante mi imagen de monaguillo por el momento.
Tras decirme dónde se hospedaba (también en el Marriott), Al regresó a la sala de la partida entre Mephisto y Zivojinovic para ver cómo respondía su paciente. Yo fui paseando tranquilamente hacia el área principal. Había una mujer de origen asiático sentada ante el tablero frente a Alex. Al parecer, Koshi había abierto con peón a cuatro rey, y Goodknight, tras echar una ojeada al manual de aperturas del Dragón, había contestado con la Defensa Siciliana.
Me acerqué a George, que levantó la mirada hacia mí y dijo:
—¿Qué pasa? Tienes un aspecto raro.
—Se ha producido un milagro -contesté-. Creo que tenías razón respecto a algo.
—¡Que paren las máquinas! Antes te vi salir con la Dama de Hielo. ¿Qué ha sucedido?
—Es la dama negra, no de hielo -le corregí-. Esta noche cenamos juntos.
George dio su aprobación asintiendo con la cabeza.
—¿Dónde?
—¿Alguna sugerencia?
—En el Hyatt Embarcadero hay un restaurante giratorio en el piso superior. Tiene excelentes vistas, y las mujeres piensan que es un sitio muy romántico. También es muy caro, pero -me dio una palmada en el hombro- con lo que te vamos a pagar, podrás permitírtelo.
Encontré un teléfono público y llamé al restaurante para reservar mesa. Luego regresé a la sala. Koshi había optado por el enroque largo y estaba avanzando los peones del flanco de rey. Goodknight parecía estar preparando un contraataque por el de dama. Escruté la expresión de Alex en busca de algún indicio que me indicara cuál de los dos bandos estaba ganando, pero su rostro de ajedrecista experto era tan inescrutable como el de los mejores jugadores de póquer.
Me paseé un rato por la zona. Reconocí a algunos programadores de otros equipos participantes, tomé parte en varias conversaciones e intenté llevar la charla al tema de las infecciones de virus. Nadie picó, lo que podía ser simplemente una táctica para mantener un secreto. Decidí regresar a la habitación del hotel; le expliqué mis planes a George y me marché. Dejé un mensaje a Al diciéndole cuándo la recogería para cenar. Luego fui a ver si me habían devuelto la maleta; todavía no. Subí a mi habitación, pedí un bocadillo al servicio de comidas del hotel y me senté frente a mi ordenador portátil. Elegí un virus con el que estaba particularmente familiarizado y generé una lista del código. Dado que lo había escrito yo mismo como ejercicio, no tuve que invertir el proceso de diseño, es decir, no tuve que imaginar cómo funcionaba un programa antiguo antes de modificarlo.
No es infrecuente que los programadores tengan que invertir el proceso de diseño de sus propios programas; es lo que suele pasar cuando el programa en cuestión resulta largo y complejo, y contiene miles, y a veces millones, de líneas de código. En cambio, mi virus sólo se componía de unos centenares de líneas.
La verdad es que era un animalejo bastante inofensivo. Añadí una línea que actuara como marcador del virus, y la inserté en una docena de lugares distintos. Si este virus era devorado, podría encontrar sus restos. También inserté un activador de un proceso de autodestrucción: en respuesta al mandato
seppuku,
suprimiría todas las copias de sí mismo que hubiese en el programa anfitrión. Tras realizar un par de ajustes más, lo convertí en un virus totalmente inocuo. Al menos, eso esperaba.
En los años ochenta, el personal de una revista de informática había introducido un virus en un programa comercial. Se suponía que el virus tenía que mostrar el mensaje «Paz» en una fecha determinada para luego borrarse. ¿Qué podía ser más inofensivo? Sin embargo, el virus causó algunos problemas inesperados, como colgar todo el sistema cuando se utilizaban ciertas aplicaciones. Aquella experiencia sirvió de lección acerca del peligro de los virus a mucha gente del mundillo informático. Por desgracia, la enseñanza podía interpretarse de dos maneras muy diferentes. Una es la siguiente: «Los virus son peligrosos e imprevisibles. Tenemos que ir con mucho cuidado». El otro enfoque, en cambio, considera: «Los virus son peligrosos e imprevisibles, así que ¡vamos a crear unos cuántos! ¡Será la repera!».
Cuando acabé de jugar a pirata creador de virus, me fui de compras. Adquirí varias camisas, calcetines, ropa interior, dos pantalones, una corbata y una chaqueta deportiva.
Al regresar, vi que había recibido dos mensajes. Uno era de Al, y me decía que estaría a la hora acordada. El otro era de George: «Mikey, le hemos dado una patada en el culo a Koshi… ¡Ja! No ha quedado de él lo suficiente ni para preparar un plato de
sushi.
¡Ah!, y el Dragón se ha zampado a Mephisto para desayunar. Diviértete esta noche y llámame luego… Mañana por la mañana es una buena hora. Chao».
Tenía tiempo para ducharme rápidamente y afeitarme antes de recoger a mi pareja para una cena temprana. Me habría gustado salir más tarde, pero sólo quedaba una mesa libre a las seis, y porque se había cancelado una reserva anterior. Tras reflexionar, comprendí que una hora temprana nos proporcionaría la ocasión de contemplar un espléndido anochecer, si el tiempo no lo impedía.
Me puse la ropa nueva: chaqueta y pantalones de lino blanco, camisa de seda también blanca y corbata azul con un diseño abstracto en color plateado. Siempre me he sentido un poco cohibido cuando llevo algo nuevo; por así decir, me incomoda pensar en el aspecto de mi ropa. Reprimí la tentación de rodar por el suelo y me fui a buscar a mi pareja. Reconozco que, cuando ella abrió la puerta tras mi llamada no estaba preparado para lo que vi. Al llevaba un vestido negro con un hombro al descubierto, cortado lo bastante bajo por la parte superior y lo bastante alto pr la parte inferior para favorecer aún más sus notables encantos. Era la primera vez que no parecía estar en camino hacia una reunión de negocios.
Sonrió en respuesta a mi descarada mirada de admiración, y me observó de arriba abajo. Supongo que aprobé con nota, porque se apartó y me hizo una seña para que entrase.
—Estaré lista dentro de dos minutos. Ponte cómodo y tómate algo -dijo a la vez que señalaba el minibar.
—Sólo bebo los domingos por la mañana -repuse-. Y aun así únicamente un sorbo de vino de misa.
Al soltó una carcajada, franca, sana y desinhibida. Era asombroso: una mujer guapa e inteligente, que además se reía con mis chistes. Estoy seguro de que George habría considerado ambos atributos mutuamente excluyentes. Aquellos dos minutos fueron más bien diez; ella los pasó en el baño, dedicándose a lo que hacen las mujeres cuando hacen esperar a sus parejas. Por fin salió, tan impresionante como antes, y preguntó:
—¿Qué tal estoy?
—Fascinante, Majestad.
Me enseñó de nuevo los hoyuelos de sus mejillas.
—Ya veo que la compañía aérea ha encontrado tu maleta.
—No. Mi maleta sigue acumulando millas para un abono de viajero frecuente.
Resultó una cena memorable. La comida fue buena, la vista espectacular y la compañía exquisita. Pedimos un fabuloso
chardonnay
de Napa Valley para acompañar los platos. Descubrí con placer que Al conocía y sabía valorar el vino.
Durante la cena intercambiamos fragmentos de nuestras biografías, aunque cumplimos la condición principal que nos habíamos impuesto, evitando hablar de asuntos que ni remotamente estuvieran relacionados con el trabajo. Al se había criado en un barrio residencial de Filadelfia; era hija única y sus padres, profesionales liberales. Se preguntaba cómo era vivir con hermanos y hermanas. Yo crecí con tres de cada sexo.
Ya en los postres, dije:
—¿Sabes? Hay una cosa que me intriga. Antes del día de hoy, pensaba que no te gustaba. ¿Estaba equivocado?
—No -admitió-. No te soportaba.
—¿Por qué?
—Siempre eras tan asquerosamente solícito que creía que me tomabas por una incompetente.
Iba a protestar, pero ella levantó una mano para hacerme guardar silencio.
—Lo sé, ahora entiendo que eres así. La verdad es que, en el fondo, siempre lo he sabido, pero es algo que me saca de quicio. Cuando dices «Venga, Al, vamos a colaborar en este asunto», me suena como si me dijeras «Nena, déjame que te enseñe cómo se hacen las cosas». -Arrugó el entrecejo y añadió-: Espero que esto no te haga pensar que soy insegura.
—No, en absoluto -respondí; y añadí, en parte para mí mismo-: sin embargo, George se sentirá decepcionado.
—¿George?
—Mi amigo cree que estabas cabreada porque yo no te había tirado los tejos.
—Tu amigo es un cerdo.
—Es una posibilidad a tener en cuenta -confirmé.
El camarero había traído la cuenta, pero la dejé a un lado por el momento. No quería que aquella velada acabase todavía.
—¿Sabes una cosa? No tengo que volver a Nueva York hasta el martes, y ya he acabado mi trabajo aquí, al menos por el momento. Estaba pensando en pasar unos días en Napa Valley.
—Eso tiene que ser divertido. ¿Te vas solo?
—Espero que no -dije sonriendo.
Ella titubeó.
—Tengo que estar en Houston el lunes por la tarde.
—Entonces nos quedan el sábado y el domingo. Podríamos visitar algunas bodegas y disfrutar del paisaje. Dicen que es precioso.
—¿Has estado allí antes?
—No, aunque ha ocupado durante años uno de los primeros lugares de mi lista de sitios pendientes de visitar cuando tuviese un poco de tiempo libre. ¡Dios santo! ¿Realmente hace tanto que no me tomo unos días libres?
—Conozco esa sensación.
—Entonces, ¿vendrás conmigo?
—No lo sé, irme dos días con un extraño…
—¡Oh, vamos! Tal vez no hayamos sido grandes amigos, pero no somos unos desconocidos.
—No es eso lo que quería decir al utilizar
extraño
-repuso ella con su sonrisa maliciosa.
Por fin, aceptó. Aquello implicaba que teníamos que atar algunos cabos sueltos a fin de marchar temprano a la mañana siguiente, lo que provocó el aplazamiento de ciertos asuntos urgentes relativos al lugar donde pernoctar aquella noche. Cenamos con calma pero, dado que habíamos empezado tan pronto, estábamos de vuelta en el hotel antes de las diez y media. Disfrutamos de un prolongado beso de buenas noches delante de la puerta de su habitación. Las piernas me llevaron a mi
suite
a pesar de las notorias protestas de otras partes de mi anatomía. Al entrar, llamé por teléfono a George.