Y punto (37 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

BOOK: Y punto
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Pues a la mierda, Esmeralda, haces muy bien, que le den por saco a tus hijos, los hombres son unos egoístas de campeonato. Se lo pasan de vicio comiendo en la calle con los dedos pero te obligan a ti a tener la cubertería de plata reluciente por si quieren pasarse un domingo muertos de hambre a gorronear tus manjares. Son todos iguales. Vete. Márchate y déjalos con un palmo de narices, que tienes derecho a vivir tu vida, que no eres la guardiana de su herencia, que aún te quedan deseos y ganas de algo que ni pueden darte ni impedir que consigas. Pero… ¿cuándo?, ¿y adónde?, ¿y qué quieres que haga yo?

Nada. Resulta que no quería absolutamente nada. O todo, depende de cómo se mire. Esmeralda Ortega-Trevijano, señora de Montero, descendiente de una rancia estirpe de damas andaluzas de las de puesta de largo y peineta en los toros y palco en el teatro pero sin plan alguno definido, ni siquiera fecha de partida ni lugar adonde ir, sólo quería de mí, lo que hay que ver, compartir el riesgo de la hazaña venidera, el peligro del terrible secreto, la emoción presentida del delito de su huida, el previsible disgusto, la ansiada liberación que estará por llegar.

Esmeralda se relamía con anticipo del susto que iba a dar a sus hijos igual que el ladrón que, sobre el duro catre, recuerda la pasta que dejó escondida a buen recaudo esperando para cuando salga y cantando sus proezas al fondo de una celda de paredes desconchadas, igual que el violador que augura su pecado mientras persigue mentalmente por la calle a una muchacha, igual que el timador que en un bar observa a los clientes y especula por su cara cuál de ellos será el primo. Y ante mí, con su collar de perlas y su sonrisa de nácar y sus pelos como un casco perfecto de oro y plata, achica los ojos, pone cara de conspiradora y junta su cabeza a la mía como una niña que cuenta un botín de cromos para sugerirme que mira, bonita, no hace falta que les digas nada, sólo que lo sepas, que estés avisada. Así, cuando yo decida por fin adónde ir, cuando me vaya, al menos alguien de la familia sospechará lo que pasa. Porque igual ellos se preocupan, se ponen nerviosos, igual piensan que me he fugado con un viudo del bingo o de la tertulia del club social… En fin, el caso es que tú lo sepas y así, antes de que cunda el pánico, puedas decirles lo que hay.

Anda, Esmeralda, vaya morro que le echas, ¿por qué no les dejas una cartita como todo el mundo? Si ya lo estoy viendo, al final voy a tener yo, con la que llevo encima, una crisis matrimonial del copón sólo porque a esta señora le ha dado por hacerse la Thelma o la Louise. Lo primero que me va a decir su hijo, que lo conozco como si yo también lo hubiera parido, es por qué si lo sabía no la he frenado o, en su defecto, no se lo he contado antes a él, y qué le voy a responder, Ramonciño, que sí y, además, me parecía muy bien, claro, mi madre y tú planeando su fuga, vaya par. Estoy seguro además de que has sido quien le ha metido la idea en la cabeza, como si lo viera. Pero mira, para inducir a alguien a vivir mágicas aventuras mejor convence a tu padre y a mi señora madre la dejas donde está, con su ganchillo y su amor por la Thermomix y las partidas de solitario los domingos por la tarde. Si es que siempre tienes que liarla.

Así que escúchame, Esmeralda, ¿por qué no desapareces sin más, sin testigos?, ¿qué necesidad hay de meterme a mí por el medio en esta historia? No, no es que tenga miedo, es que tu hijo me va a cortar el cuello, ya, ya sé que yo podría explicárselo a los dos mucho mejor que cualquier carta, pero es que te repito que me juego el cuello, si te comprendo, claro que te comprendo, no me cojas así de las manos como si esto fuera una cuestión de vida o muerte, que las dos sabemos que no lo es, venga, no te me pongas melodramática, me estás haciendo un chantaje emocional que ríete de los interrogatorios que hacemos en comisaría, Esmeralda, de verdad… Vale, bueno, lo que tú quieras, yo se lo digo, pero no me llores, va, si ya sé que tienes todo el derecho, claro que puedes confiar en mí, por supuesto que les diré lo que tú quieras, te doy mi palabra.

Total, que me ha liado. A estas damas de clase alta no tengo maldita la idea de dónde las enseñaron a hacer adeptos de ese modo, debió de salir de la Sección Femenina, imagino, el estás conmigo o contra mí, pero el caso es que estoy aquí, como si me acabaran de dar el timo, plantada en medio de la plaza de Neptuno y sólo se me ocurre meterme en el primer sitio que encuentre abierto a tomar algo que me despeje, a reflexionar y pensar qué le digo yo a Ramón, qué me invento, porque en cuanto llegue a casa lo primero que va a hacer es preguntarme qué quería su santa madre. Pero no, no vale cualquier cafetería, esto es una situación de crisis y exige por lo menos una napolitana de chocolate decente, y a la mierda las cartucheras, que mi suegra se lía la manta a la cabeza y se pira como el Dioni, qué fuerte. Y encamina sus pasos en busca de aquella pastelería tan prestigiosa donde siempre compramos el roscón de Reyes, esa que tiene mesas al fondo y es tan agradable.

Antes de entrar repara en la presencia ante la puerta de un mimo subido a un cajón pintado con purpurina dorada. Se ha disfrazado de policía municipal y tiene sobre su cabeza, encima de su gorra y en precario equilibrio, un gatito de poco más de dos meses, precioso, con rayas blancas, naranjas y amarillas y unos ojos verdes como dos esquirlas de cristal verde botella. Su vestimenta la completan una pistolita de juguete, unas esposas de plástico y una porra de cuero negro. El gatito tiembla, porque aún es pequeño y sopla el aire o porque está cagado de miedo con tanto coche y gente como pasa por la calle.

Clara rebusca en su bolso y el mimo, aunque en teoría no puede moverse, con una mano en alto como guardia que para el tráfico y silbato en la boca con el que soplar cada vez que le tiran una moneda, alza las cejas e hincha los carrillos en previsión de la pasta que le van a dar para cenar. Pero las monedas no llegan a materializarse ni a chocar contra las demás ni el garito va a tener que sobresaltarse por el ruido agudo, chirriante, del maldito pito, y los mofletes se desinflan y el ceño se frunce en una mueca de incomprensión porque lo que ha sacado del bolso y le planta ante las mismas narices es una placa bien hermosa de policía, de las de verdad, de las que te dan tras chuparte años de Academia.

El mimo, laxo de pronto, vencido por la rutina, pierde la postura y la compostura y, con los hombros hundidos, baja del cajón. Entonces Clara alza las manos y rescata de su gorra de plato sucia y casposa al pobre bicho. Lo acoge en sus brazos, lo acuna, le da algo de calor con el roce de su chaqueta y por fin, cuando el pobre ha acabado de lamerle un dedo, pregunta:

—¿Cómo se llama?


Panocha
.

—No, tontolaba, cómo te llamas tú.

—Fito —responde temeroso—. Pero no he hecho nada, ¿eh? Estoy limpio.

—Eso decís todos. Pero mira, pasa una cosa, lo primero es que estás aquí en plena vía pública realizando una actividad ilegal —explica dándole palmaditas en el hombro con un tono que podría parecer cariñoso pero que tanto Fito como ella saben que es más bien amenazador o, cuanto menos, admonitorio—. Además, vas ataviado con un uniforme oficial, y existe una ordenanza muy clara sobre el uso por un particular de un uniforme de las fuerzas de seguridad del Estado, y resulta que yo podría detenerte si quisiera y llevarte a comisaría a pasar un par de noches a la sombra hasta que nos acordásemos de ti para preguntarte de dónde lo sacaste, porque no se te habrá ocurrido robárselo a un tablilla, ¿verdad? —y como ve que el mimo traga saliva nervioso, continúa—. Por último, y esto me jode especialmente, está el asunto del bicho que llevabas en la cabeza, y no me refiero a los piojos, sino a tu amigo
Panocha
.

—¿Qué pasa con
Panocha
? Es mío.

—¿Seguro? ¿Tú sabes que para exhibir animales también hace falta un permiso del ayuntamiento? Y fíjate que me juego algo a que no lo tienes, ni su tarjeta de vacunación, ni el chip, ni… Vamos, que te falta de todo. Y eso se sanciona muy severamente.

—No me diga esas cosas, señora agente, si yo soy un mimo honrado que no se mete con nadie, si me quedo quietecico en una esquina y ni me muevo.

—Mira, Fito, podemos hacer un trato. Yo necesito información sobre, digamos, la profesión en que te mueves. Si me ayudas, podría olvidarme de este desagradable asunto del uniforme y las vacunas a cambio de dos favorcillos de nada. ¿Qué me dices?

—Qué le voy a decir, señora agente, que ya sabía yo que algo quería desde que la vi sacar la placa, así que venga, pregúnteme, que no me queda otra.

—Estoy buscando a un mimo en concreto y no sé cómo dar con él ni cómo se llama, sólo que se viste de fantasma.

—Ay, qué difícil me lo pone, ese mimo no es un profesional, hoy en día no se tiene respeto por el oficio y existe mucho intrusismo, cualquiera se pone una sábana, se queda parado en una esquina y cree que hace el fantasma, pero esto conlleva un arte, un sentido de la estética, un concepto de la simbiosis y una coordinación de los movimientos…

—Me estás dejando de piedra con tu dominio de la retórica, Fito.

—Es que ustedes creen que nacimos con el disfraz puesto, pero lo cierto es que yo tengo mis estudios, y si no fuera por las vacas locas…

—¿Las vacas locas?

—Pues sí, señora agente, porque yo tenía un centenar de reses de lo más lustrosas y era feliz hasta que llegó la enfermedad espongiforme esa y mi negocio se fue al garete, así que no me quedó otra que poner en práctica lo aprendido con mi grupo de teatro del pueblo y hasta hoy. Pero por subirme a un cajón no voy a perder el vocabulario.

—Pues admiro tu compostura, de veras, Fito, y tu triste historia me parte el alma, pero ¿sabes o no dónde anda el mimo que busco?

—Si hiciera un poco de memoria y me dijera dónde para, algún detalle…

—Juraría que era yonqui.

—Vaya noticia, casi todos los mimos no profesionales, excepto los jóvenes que estudian Arte Dramático y sólo buscan foguearse, o son toxicómanos o están de psiquiátrico. ¿Usted se ha fijado alguna vez en el mamarracho que se pone delante del centro comercial de la calle Preciados? ¿Uno que se viste de Charlot? Pues dice que se pone en lo alto para controlar si algún viandante lleva metralleta. Ya ve cómo está el patio. Así que como no me dé alguna pista más…

—Daba pena verlo, esquelético, mal pintado, con una sábana sucia hecha jirones y el pelo largo y grasiento.

—Imposible, así hay muchísimos. ¿Con quién andaba?

—Con un camello de poca monta, el Culebra, ¿te suena?

—¡Acabáramos!, usted está buscando al Nano. Pues lo va a tener difícil.

—¿El Nano?, ¿qué nombre es ése? ¿Y por qué lo tengo difícil?

—Por partes. Lo primero es que yo nunca he tenido confianza para preguntarle por qué le llaman así aunque, si quiere mi opinión, me figuro que lo de Nano viene de enano, y es que es bastante bajito, un mierdecilla, que no abulta ná. Lo de tenerlo chungo se lo explico muy clarito: ha desaparecido.

—A ver, explícame eso.

—Pues que se ha esfumado, señora agente, qué quiere que le diga. Un día vino y nos dijo que subastaba su esquina, que es de las mejores, y que corriéramos la bola, que tenía prisa y la iba a dejar de un día para otro. Total, que esa misma noche nos juntamos en el parque todos los que quisimos pujar y al final se sacó una pasta, no se crea. Y con ese dinero debió de pirarse, porque desde aquélla no se le ha vuelto a ver por aquí, así que los que pensábamos que empezaba a delirar por la droga llegamos a la conclusión de que igual hasta era cierta la historieta que contaba.

—¿Y qué contaba?

—Que estaba muy acojonado, que un par de amigos suyos se habían metido en líos con un pez muy gordo y ahora estaban criando malvas. Por eso tenía que quitarse de en medio una temporadita larga, para no terminar como ellos. Y yo le decía: no seas fantasma, hombre, tú qué vas a pintar en una cosa así, si no eres más que un yonqui matao, y respondía: ¡nada!, no pinto nada ni sé nada, sólo lo que mis colegas me contaron, pero si alguno cantó antes de que lo mataran, si alguien de la organización me vio con ellos… entonces no pararán hasta verme en una fosa. No quieren testigos, porque con uno solo bastaría para cargarse todo su plan. Daban ganas de decirle que no se creyera más películas de gángsteres ni más trolas, pero él estaba muy convencido, repetía sin parar que tenía que pirarse, impedir que le cogieran vivo, pero claro, quién se lo iba a tomar en serio si todos los yonquis que llevan demasiado chutándose terminan perdiendo la chola y comienzan a alucinar y a decir que alguien los persigue. Aunque luego, cuando desapareció, nos matinamos que, o se había tomado muy en serio su chaladura, o algo le pasaba. Yo estuve pendiente de los periódicos, a ver si decían algo en la sección de sucesos, por si aparecía muerto en un descampado, como su amigo el Culebra, pero ni una noticia de él, y como estos tipos son carne de cañón, para qué darle más vueltas, tampoco era especialmente simpático, más bien pesao, mosca cojonera, ya me entiende, y yo creo que muchos se alegrarán de que ya no pare por aquí. Su esquina se la curraba desde hace años, así que tenía derechos adquiridos, pero la verdad es que no beneficiaba nada a los «trabajadores» del sector. Era demasiado cutre, no tenía categoría, únicamente se ponía una sábana por encima, se pintaba mal la cara y poco más. El Nano sólo aspiraba a sobrevivir, y así no se llega a ninguna parte.

—O sea, que no sabes de nadie que le haya vuelto a ver —y como niega con la cabeza, continúa preguntando—. ¿Y no tenía móvil, otro amigo, algún modo de localizarlo?

—¿Cómo va a tener móvil un desgraciado como ése? No tardaría ni cinco minutos en cambiarlo por una papelina.

—¿Y desde cuándo desapareció?

—Yo qué sé, hace mucho ya, el martes, el miércoles…

—Estamos a domingo, ¿no ha pasado ni una semana y ya es historia?

—A ver, qué quiere que le diga, la vida es así.

—Vale, Fito, déjalo —y ya va a darse la vuelta, asqueada, deseando perderlo de vista, cuando el mimo, imprudente, la detiene y le pregunta:

—¿Y la segunda cosa que quería?

*

—¡Un gato pulgoso! ¿Me quieres decir para qué queremos nosotros otro gato más? ¿Es que no nos llega con
Matisse
? Y por cierto, a ver cómo haces para que salga del armario, porque ha sido llegar por la puerta con ese bicho y allá que se ha ido para el fondo y no sale, ni con jamón de york ni con paté consigo tentarla, aunque no me extraña, con ese gatito todo sucio pululando por la casa, como para que salga y le pegue algo…

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