El Culebra, con los ojos abiertos como platos, ya no contempla las estrellas. Ahora brilla el sol del mediodía que le quema el iris con sus haces de luz como lanzas atravesándole un pecho constelado de llagas.
El Culebra quiso darse al placer después de llamarme y ahora descansa, como los viejos gitanos, en el porche de su chabola, tostándose al Lorenzo de las doce de la mañana, huyendo de la enfermedad, del frío, del dolor. Dejándose engañar con un poco de falso calorcito reflejo del verano recién acabado.
Sólo que el Culebra está muerto y los viejos gitanos no. Resecos y arrugados, los muy cabrones siguen vivos, sus manos de pergamino aún venden droga o cuentan el dinero que sacan adulterándola mientras él, ya más tieso que la mojama, se deja consumir cual pasa, muerto matado por los sueños eternos que les compró. El tonto del Culebra, que quiso meterse un chute para dormir tranquilo y duerme ahora para siempre mientras los patriarcas, ante sus palacios de plástico y uralita, siguen a la caza de un sol que se les refleja en el contrachapado.
—Vamos, míralo, a qué esperas —me ordena Santi, cabreado todavía, apenas sin paciencia, injusto y mordaz conmigo, precisamente conmigo que soy quien menos culpa tiene de lo ocurrido en el despacho de Carahuevo—. No te va a comer —me provoca.
Y lo mira.
Lo miro yo también porque sé que tarde o temprano tendré que hacerlo, porque no me queda otro remedio, porque después de todo ya no encuentro ganas ni para negarme y porque, al fin y al cabo, por mucho pudor, por más recelo que me den, los muertos están muertos, no les importa ser mirados, ya no tienen miedo ni rubor y, si no fuera por los recuerdos de su voz que te muerden en el pecho, te daría hasta paz su rostro, como un hilo de aguja que casi no siente, como un débil cristal herido por el fuego, como un lago en el que ahora es dulce sumergirse.
Lo miro y sé que parecerá ridículo, una simpleza como cualquier otra, pero el Culebra, tirado en el suelo con la jeringuilla colgada del brazo y en la cara esa sonrisa boba, parece una muñeca rota, una muñeca abandonada en los desvanes, sus ojos como canicas o vidrios de colores, y no se me ocurre ninguna otra metáfora, ninguna imagen más apropiada, nada que añadir más allá del estúpido cliché.
—¿Por qué no le miras a los ojos? —insiste Santi agresivo.
—¿Y para qué he de mirarlos, si puede saberse?, ¿qué pistas voy a encontrar en ellos, qué solución?, ¿el nombre de su camello, su reflejo en las pupilas? —se revuelve rabiosa.
A ver, qué saco en limpio colándome dentro de esos ojos opacos, turbios, ausentes como los de un pez, que no sea un estremecimiento o el placer del macho que está a mi lado al verme amilanada como una colegiala ante un exhibicionista o el alivio cruel de saberme viva pese a todo mientras su cuerpo comienza a pudrirse.
Y como para disimular, como para hacer que hace algo, se pone a dar vueltas, con las manos en los bolsillos y la cara gacha, fingiéndose muy atenta y reconcentrada aunque no sé qué esperan que encuentre que ellos no puedan descubrir. Habrán pensado con sus dos neuronas que una mirada femenina es más observadora, que me fijaré más en el detalle. Menudo topicazo. Como no me dejen entrar en la chabola no sé qué cojones de detalles voy a poder apreciar. Y, dado que el muerto está fuera, no parece muy procedente.
Por el camino de grava se acercan pasos firmes y oye voces seguras de mando que alejan a los gitanillos ociosos, sin escolarizar, que juegan junto al cadáver a adivinar cuántas moscas se posarán sobre sus pestañas inmóviles, órdenes que ahuyentan a los pocos yonquis a quienes la adicción no les ha robado todavía un mínimo interés por la sociedad, el suficiente como para tentarlos a curiosear con morbo los desechos de uno de los suyos caído en acto de servicio.
Clara, que no les había hecho demasiado caso, ausente como estaba en el vagón de los muertos sin pase VIP para el cielo, levanta ahora la mirada en este mundo, que debe de ser el real, y advierte la extraña presencia a lo lejos, separada de las cotorras de primera fila que se arremolinan como buitres, de una esperpéntica pareja formada por un desastrado mimo fantasma de sábana raída y cara blanca a medio desmaquillar y la exuberante mujer que se deja abrazar por él. Al mimo le corren lágrimas por las mejillas que dejan huellas color carne en su rostro pálido y mortal. Como si lloviese humanidad y las gotas resbalasen en una imagen dibujada sobre un cristal, su pena desemboca y destila en los hombros de su acompañante y parece que los bañe de leche, pero sólo es maquillaje. Clara puede distinguir cómo la silueta de su sombra se contrae entre sollozos y encuentra un momento para pensar en los motivos por los que una mujer elegante, seguramente joven, evidentemente distinguida, probablemente bella, puede dejarse consolar por un personaje como ese bufón que se percibe acabado, destrozado por el caballo, su figura esquelética marcada por el estigma que se aprecia incluso a distancia, las manos huesudas sin vida, el pelo estropajoso recogido en una coleta marchita, las marcas en los brazos imaginadas bajo la sábana casi desvanecida, las pupilas furiosamente dilatadas en unos ojos anegados por el agua salada lloviznando sobre la tersura de la mujer, con sus zapatos de tacón caros, de salón, como de otra época, realzando a la perfección las piernas, la ajustada falda del traje que subraya una cadera poderosa en una figura portentosa, el bolso de marca a la espera, en el suelo polvoriento, y una absurda gabardina junto a él tirada como en un descuido propiciado por la sorpresa, la pena, la aflicción. Repara en su pelo castaño, recogido en la nuca y acariciado por las mugrientas manos de su compañero y no puede dejar de admirar la rarísima simbiosis que forman en su dolor y preguntarse por qué precisamente lloran a ese muerto, si es que lo hacen por él y no es un cúmulo de casualidades que vengan a sufrir por otros motivos justo aquí, tan cerca de un hombre que acaba de expirar. Y además, sigue preguntándose, si están aquí por él y no celebrando una extraña catarsis colectiva, qué podría unir a dos parias como el Culebra y el mimo yonqui con una hembra como ésa, qué tipo de caballeros andantes de tal dama serían, qué clase de amistad mantendrían, elucubra, cuando un grito la obliga a aparcar sus pensamientos.
—¿Qué haces ahí mirando a la nada? Ven a ayudarnos con el cordón policial, que no te pagan por vegetar en un descampado.
Y se topa con Nacho, nada de pesar ni de pésames, insensible, tranquilo, ajeno, descaradamente vital, intentando cercar con un rollo de cinta plástica blanca y azul donde crípticamente pone D.G.P. el perímetro de la zona en la que yace el finado. Cuando sus miradas se cruzan, los ojos de Clara tan serios, en los de él siempre un brillo burlón, sus alegrías y lamentos se comunican, y ella sabe que ya se ha enterado de lo que pasó en comisaría y no hace falta que se digan nada para que entienda lo jodida que está.
—Menuda movida lo de tu «interrogatorio».
—A todos nos tiene que tocar comer mierda alguna vez.
—Puede, pero Carahuevo no está acostumbrado.
—¿Qué dices? La que ha comido mierda soy yo.
—¿Tú? —Nacho levanta las cejas en un gesto de sorpresa falso, exagerado—. Vamos, no me jodas, siempre tienes que hacerte la víctima. A ver si me aclaro porque o soy imbécil o los cotilleos me llegan con interferencias: ¿estás en la calle?, ¿te han abierto expediente?, ¿o acaso perdiste los papeles ante tus subordinados y te ha dejado en ridículo ante ellos un abogado?
—Pues no. Pero…
—Entonces no me vengas con mariconadas de duquesita —le corta—. Tú no has comido mierda hoy.
Y no hay nada que contestar. Asunto zanjado. Tras años de coche y vigilancias, de noches y guardias, de confidencias y café de termo juntos, ya tiene más que asumido que es él quien dice la última palabra, la definitiva conclusión que no se discute porque no tiene vuelta de hoja o porque da pereza darse de cabezazos contra un muro de un metro de grosor que no va a ceder nunca, porque ese muro es Nacho y Nacho es una mole de voluntad inamovible.
Por detrás, con intención de ayudarle y más con torpeza que con pericia, Javier el Bebé aparece y según llega ya se está enredando con las vueltas y nudos del dichoso perímetro policial a modo de alambrada.
Forman una extraña pareja. Nacho, mi Nacho, el Nacho en el que yo confío, el que no me dejaría tirada jamás, mi compañero al que echo de menos, el hombre gancho al que me agarraba antes de que decidieran separarnos sólo porque al jefe se le ha ocurrido la gloriosa idea de que, con su experiencia de la calle, con sus mañas de pillo que se las sabe todas, debe iluminar a un novato y enseñarle a ser como él, a fingirse un paleto despistado, un gigante fuera de sitio, un armario ropero con ojos traviesos y genio aparentemente dormido, un oso en letargo rápido y listo que adora entrar en acción.
Dudo que Javier el Bebé alcance algún día a ser como él. No es mal tío, pero tampoco es santo de mi devoción. Se trata, básicamente, de una cuestión de solidaridad de género: como hombre no me fío un pelo de él. Esa candidez, esa inexperiencia, su infantil sensibilidad tierna y apocada no sirve más que para camuflar un egoísmo de niño bonito, sueño equivocado, ángel sin salida, mentira de lluvia en el bosque. Claro que se lo puede permitir. Rubio, espigado, fibroso, con su carita menuda, las maneras del crío más guapo de la clase y la apostura de guapo de terraza conquistador de princesas de colegio privado, el Bebé es un lucidor de marcas dulce e inocente como un Lucifer a la caza de corazones crudos y tiernos que se vuelve frío y calculador en cuanto divisa a la hembra. En comisaría es un recién llegado y está inseguro, por eso parece tímido, indefenso y azorado, pero es de los que embisten cuando cogen confianza. Por eso hoy, que aún se le puede amilanar, aprovecho. Como decíamos cuando jugábamos al escondite en el patio del colegio: por mí y por todas mis compañeras. Y se dirige a él con tono agresivo.
—¿Tú a qué has venido?, ¿no habías hecho ya tu turno?, ¿eres masoca o qué?
El Bebé se empeña en desenredar la cinta y hace como que no oye, hasta que levanta la mirada y ahí están Clara, Nacho y Santi, que también siente curiosidad y se ha acercado en dos zancadas, a la espera. Es ineludible, hay que dar una explicación.
—Nada, que ayer le solté a mi madre: ahora que tengo un trabajo fijo, he dado la entrada para un apartamento y me piro, que no te aguanto más, que eres una pesada, una paranoica y una menopáusica.
—¿Y qué tiene eso que ver con hacer un turno doble? —pregunta Nacho.
—Que me dejó sin cenar, ya ves tú, para las empanadillas asquerosas que hace en la freidora. Se puso chula y empezó a decir que ya me podía largar por la puerta, que soy tan sinvergüenza como mi padre (que la dejó, claro) y que cuanto antes se libre también de mí, pues mejor. Luego le entró la vena sentimental y empezó con el rollo patético de que si le he partido el corazón, que si soy un desagradecido… A ver quién entiende a las mujeres. Y las madres, peor.
—Me parece muy bien, pero ¿qué tiene que ver con que te chupes dos turnos seguidos? —insiste Nacho con lógica aplastante.
E inesperadamente, como si fuera de veras un bebé en plena pataleta, tira el rollo al suelo, le da una patada a una piedra, y estalla.
—¡Pues que luego me entero de que no me dan el piso hasta dentro de tres meses, joder, y a ver dónde me meto ahora! Me he apalancado en el de una vieja amiga que tengo, pero lo comparte con dos tías más, y como están de exámenes me han dicho que vale que me quede, pero que nada de pulular por la casa, que las molesto y no se concentran. Niñatas universitarias… El caso es que con mi madre no vuelvo, antes me corto un huevo, así que tengo que hacer tiempo para parar en casa de mi amiga lo menos posible. Entonces me he dicho: coño, Javi, para eso curras, les haces unos turnos a los compañeros y cuando tengas tu apartamentito guay para traerte pibitas o ver un partido sin madres tocapelotas, ya te devolverán el favor.
Y los mira con los ojos azules y saltones buscando comprensión, o apoyo, o ese incierto empuje que ni su madre ni sus «viejas amigas» le conceden, ese tipo de asentimiento tácito y firme que los otros machos le dan a uno cuando creen que está haciendo las cosas bien, como dios manda.
—Por mí vale —dice Nacho, el primero en hablar—. Cuando quieras cambiar un día conmigo, me tienes a tu disposición.
—Bueno —interviene Santi, que desenreda con parsimonia la cinta que Javier ha tirado, como una madre que termina el puzzle que su hijo ha dejado por imposible, para que después la llame tonta—, haz los turnos que te dé la gana, pero ojo con pasarte y no rendirme luego, que esto no es una frutería. Aquí hay que estar al loro. ¿Clarito? —y mira al Bebé con ojos entrecerrados, como si fuera Clint Eastwood ante un duelo con el malo.
—Sí, señor —responde marcial el chico.
—No me jodas, carajo, qué señor ni qué niño muerto. Soy Santi, ¿vale?
—Sí, Santi —y el tono suena igualmente marcial.
Éste mueve la cabeza y refunfuña por lo bajo que está rodeado de chavalillos sin experiencia ni entendederas ni dos dedos de frente y a ver qué va a hacer como le sigan mandando incompetentes. Hostias.
—Y ahora a moverse —ordena fastidiado y en alto, muy alto para que todos le oigan y sepan que ya está bien de tanta cháchara—, que a este paso ese de ahí va a empezar a olernos en la cara.
Y lo miran, el Culebra tendido en el suelo, macarra de ceñido pantalón estrangulado por su propio anhelo, pandillero tatuado y suburbial con los brazos decorados en garabatos de azul y una jeringuilla colgando como un abalorio, como un tatuaje más, hijo de la marginación y el chute, primo hermano de la noche cerrada y la necesidad, admirador de púgiles vencidos y perdidos, motorista de caballos desvencijados, guapito de cara con los dientes corrompidos y las venas corruptas, morador de barrios donde el carmín sustituye a la sangre. Qué queda de ti, le dice Clara en silencio, quién heredará tus botas de viejo boxeador, quién tu chupa, cuál de tus camaradas el colgante del cuello y la santa medalla de oro de tu santa madre, la que te iba a proteger siempre.
Y por qué llamaste.
¿Estás ahí?
Qué querías decirme. Qué querías de mí.
Como en un sueño absurdo, de repente se da cuenta de que todos a su alrededor se mueven menos ella y él, que no se puede mover, claro, qué tonterías pienso, y cada uno se ha puesto a hacer algo, como se supone que debe hacerse en el lugar donde aconteció un hecho tan terrible como tu muerte, Culebra, mientras yo sigo aquí parada fijándome embobada en tus manos hinchadas pero limpias, las uñas de chulo brillantes y sin roña, el lustre de tus botas, tan cuidadas, que dejaba como nuevas tu tío el limpiabotas cuando ibas a visitarlo a su curro, a la entrada de aquel cine de la Gran Vía reconvertido en gran almacén, y la puerta de tu chabola entreabierta al fondo, tan tentadora, tras de ti…