Dónde estarán París y Nacho, por qué no me han devuelto mi llamada de hace ya tanto. El sermón de Cara de Gato está llegando a su fin, ha tenido su momento de gloria y no le queda nada más por soltar. Como buen desequilibrado de telefilme de sobremesa me ha desvelado a brochazos su obra maestra, pero se le acaban los argumentos, lleva demasiado rato hablando, tiene que pasar a la acción, alcanzar lo que toda su vida ha ansiado, asesinar a Vito y, de paso, matarme a mí, una pájara en caída colateral aunque para eso gaste otro disparo.
Debo reaccionar antes que él. He de conseguir que se despiste. Creo que sé cómo hacerlo.
—Me has decepcionado, Valentín —le escupo, y procuro que no se note que estoy cagada de miedo—. Vaya birria de plan, vaya tres chapuceros.
—Pero ¿qué dices? Acabo de darte una clase magistral. Tendrías que tomar apuntes. Os he hecho bailar a todos como a tontos.
—¿De verdad? Pues creo que se te olvida algo importante: el hijo de Olvido.
—¿Qué pasa con el niño?
—Que es de Julio César Olegar. Menudos inútiles de mierda estáis hechos, Esteban y tú queríais heredarlo todo y al final va a ser el chaval quien se quede vuestros imperios sin mover un dedo.
—No te creo, mientes, es una trola que te has inventado.
La mano que sostiene el arma empieza a temblar, se le nublan los ojos y sé que es la furia, la rabia de sentirse engañado, de saber quizá que nada de esto ha servido más que para soñar con el poder, para pasárselo bien a ratos jugando a los asesinos y para dejar tras de sí un buen rastro de cadáveres. Suda, se seca la frente con la manga de la camisa y aprieta con fuerza la culata porque se niega a aceptar la realidad, porque no quiere dar crédito a lo que está oyendo, y yo comprendo que es mi turno, debo aprovechar su vacilación y disparar primero, pero este asqueroso armario no deja de crujir a cada movimiento y Cara de Gato oye el tenue ruido que hago mientras posiciono con fuerza los pies. Reacciona con rapidez, tiene buenos reflejos, los de una rata entrenada para salvar continuamente su pellejo. Apenas una décima de segundo antes de mi disparo, un disparo que no podía fallar porque lo tengo sólo a un par de metros, empuja de una patada la puerta contra mí y el golpe me obliga a desviar el tiro, que acaba con la bala incrustada en pleno techo. El porrazo me deja un poco aturdida y, cuando logro incorporarme, ha huido de la habitación.
Le persigo por el pasillo con el arma en alto pero hay demasiada gente en mi camino, niños con globos, celadores con camillas, enfermos en pijama sacando a pasear sus goteros. Disparo al aire para asustarle. Mal hecho, Clara, en qué estabas pensando, siembro el caos y sólo consigo que todos se sobresalten, desorientados como gallinas a la carrera, como ciervos cegados en una carretera por los faros de un camión, y entorpezcan mi persecución. Cara de Gato alcanza la calle y yo, casi sin aliento, le sigo como puedo saltando de dos en dos los escalones, llegando al jardín, sorteando viandantes en la acera, cruzando en rojo los semáforos de la plaza mientras la gente grita a nuestro paso y se aparta asustada. Él esquiva los frenazos de los coches con agilidad suicida y, como las fieras acorraladas, mira a su alrededor buscando dónde esconderse, dónde ponerse a cubierto en la amplia avenida, a cielo abierto. Inspirado por su instinto, imagino, se dirige a una verja de hierro que, en una de las esquinas de la plaza, da acceso al parque de El Retiro. Son cincuenta y cuatro peldaños de piedra. Lo sé porque voy tras él jadeando y los encaro con más de un tropiezo, con todo el esfuerzo de mi corazón latiendo a cien y mis nervios bien tensados que, para olvidarse, para desahogarme y pensar en otra cosa tal vez, me obligan a repetir el número de cada uno como un soniquete tranquilizador. Asumo de pronto lo acojonada, lo desahuciada que estoy si para calmarme sólo puedo recurrir al eco de esa absurda cuenta en mi cerebro.
Cincuenta y uno, cincuenta y dos, cincuenta y tres y ya estoy arriba, lo veo correr haciendo eses para no ser alcanzado. Pienso en dispararle por la espalda, es un blanco fácil, pero a su alrededor hay jóvenes en bicicleta, y madres con carritos de bebés, y partidillos de fútbol improvisados en la pradera entre padres e hijos que no tienen culpa de nada. Cuántos inocentes se ha cargado como para que añada a la suma uno más, por qué secundarle en esta espiral de sangre, por qué no pararla ya. Su radar, o los ojos que tiene en el cogote, como los insectos, le avisan de nuevo de mi presencia y, súbitamente, desaparece de mi visión acometiendo un giro inesperado. Se interna entre la densa arboleda, en la parte más salvaje del parque, en la más propensa a atemorizar. Sé que es peligroso penetrar tras él en la espesura, con la ventaja que me lleva tendría tiempo de posicionarse y esperar hasta verme llegar, pero no pienso con claridad, no soy capaz de analizar el riesgo, para qué cuidar mis pasos si hace rato que no los cuento. Me niego a dejar que se salga con la suya, quiero apresarle a toda costa, vengar a tantos inocentes. Quiero verlo muerto.
Sin despedirme ni encomendarme a nadie, sin avisar por el móvil a los compañeros, sin analizarlo siquiera, abandono el empedrado del camino y a los paseantes y cae sobre mí la sombra de las copas de los árboles, se abre un mundo nuevo oscuro, callado, denso de hojas y tierra, de peligro y cieno.
Entonces es cuando suena el disparo que pasa junto a mi costado rozándome, o eso creo. Qué más da, sigo adelante como cuando era pequeña y otro niño te acertaba con su tirachinas y tú seguías jugando sin pararte a pensar y luego, cuando te desnudabas en casa para ponerte el pijama, encontrabas el moratón y no recordabas cómo te lo habías hecho. Eso es lo que yo hago, no paro y, resguardándome tras el tronco espigado de un abedul, grito su nombre y le llamo cobarde. Los refuerzos están llegando, le miento, no tienes nada que hacer, te acabaremos cogiendo, te pudrirás en la cárcel, te darán por atrás en las duchas todos los presos. Oigo pasos a mi derecha, sé que es él pero no consigo verlo. Tengo que provocarlo, hacer que quiera matarme de verdad, que deje de esconderse y venga a por mí.
—Eres un mamarracho —continúo insultándole—. El niño rico y el poli te han utilizado desde el principio y sólo tú vas a cargar con los muertos. Has eliminado a los que les molestaban, has limpiado sus trapos sucios y ahora ¿dónde están tus amigos? A salvo mientras tú sigues aquí. Ellos sí que son listos, te la han jugado y vas a pagar por todos. No eres más que un pobre diablo.
Silencio.
Esto no funciona. Debo darle donde le duela de verdad, hacerle daño en lo más hondo, en la médula de sus huesos.
Recuerdo la novela en casa de León, la estantería en la mansión de Vito cargada de obras sobre asesinos famosos, los pósteres en el despacho de Esteban Olegar revelando sus ambiciones y sus miedos. Ya sé dónde atacarle.
—Te decían que tenías talento, que eras como Ripley, un asesino sin moral, alguien con la habilidad de aniquilar sin ser descubierto, pero es mentira. Sólo te utilizaban, no eres un psicópata, no eres más que un pringado que ha acabado creyéndoselo, un chapucero que ha dejado mil huellas, tantas que hemos sido capaces de seguir tu rastro hasta aquí sin problema. Desengáñate, no tienes talento, nunca lo has tenido, todos lo sabemos menos tú. ¡No tienes talento!
—¡¡¡
NO ME DIGAS QUE NO TENGO TALENTO
!!!
Cara de Gato se descubre por fin, le puede la furia o el deseo de lavar su nombre, de proclamarse, de reivindicarse como el mejor en lo suyo. A fin de cuentas los locos peligrosos, al menos en el cine, no pueden resistirse a dar la cara para honrar a su arte y ese acto de soberbia es lo que siempre les hace caer.
Puedo verlo perfectamente, sus ojos verdes relucen sobre el verde más oscuro de la espesura a no más de siete metros de mí, le tiembla el labio, me reta o es que no sabe ni lo que hace, se ha puesto a tiro por impulso, enloquecido, seguro de su suerte o, quizá, ni se ha parado a pensarlo o le importa ya todo un carajo. Cree que me rajaré, que no tendré el valor de descubrirme para asegurar mi disparo, pero es ahora o nunca, un blanco no muy difícil, no puedo fallarlo.
Tomo aire, preparo el arma y me muestro ante él de un salto, en cuanto mis pies se asientan en el suelo disparo tres veces y sin esperar a comprobar si he acertado vuelvo a protegerme. No sé si le he dado, me pareció que se tambaleaba por un momento pero igual era yo y mi temblor descontrolado. No oigo nada, casi no veo cegada por los fogonazos que yo misma he provocado. Todo es silencio de pronto, como si el tiempo se hubiera parado menos el latido de mi corazón que se encabrita y quiere escapar por entre mis labios. Los cierro fuerte para evitarlo, para no boquear como un pez desesperado, para acallar mis resuellos desaforados. Creo que respiro, no lo sé, sólo que tengo que asomarme, mirar, saber qué ha pasado.
Asomo la cabeza con cuidado, temerosa de su audacia suicida, del incierto resultado de mis disparos. No veo nada. Él, como yo, ha regresado tras su árbol.
Espero. Al cabo de varios minutos eternos empiezo a distinguir en mis oídos los sonidos del tráfico y las sirenas, y pájaros que cantan, y una incierta paz me invade. Entonces es cuando noto el dolor y quiero llorar, pero me contengo.
Me ha dado, piensa, y quisiera palparse con la mano la zona caliente que más que doler le quema y que siente sangrar, por la que se le escapa la vida lentamente o no, tampoco te pongas dramática, que pareces tonta y esto no va a ser nada, ya lo verás, pero no se decide a tocarlo porque tendría que soltar la pistola que empuña con fuerza en la otra mano y no me da la gana. A saber dónde estará este cabrón, ahora mismo no lo veo, y cómo lo voy a ver si tengo la vista borrosa, será el sudor, o las lágrimas, o la adrenalina que me chorrea por las orejas y me enturbia, y se acuerda de la película donde oyó la frase y le da por reírse pero no puede porque cada vez que mueve el diafragma para inspirar le duele. También es mala suerte, creo que ha ido a acertar precisamente en un costado, cerca del pecho, justo en el que tengo que hacerme la biopsia. A lo mejor ahora ya ni bulto ni lenteja ni bisturí ni hace falta operar, a lo mejor no queda nada por cortar, reflexiona, vaya ironía, e intentando fijar la vista en el último lugar donde vio la sombra de Cara de Gato retrocede unos pasos muy lentamente sin quitar el ojo de allí porque su prudencia le exige un árbol más grande tras el que protegerse, hasta que sus hombros dan con un castaño recio de tronco grueso y siente que podrá parar unos segundos, lo necesita, con la espalda cubierta, apoyada contra algo que pueda sostenerla. Y sin querer, porque ya no puede caminar, como la cucaracha, quiere reírse de nuevo aunque duela, aunque le tiemblen un poco las piernas, pero serán los nervios, no que me falten las fuerzas, eso no, si quisiera podría correr, se convence, perseguirle si se moviera, sólo que francamente este árbol me parece cómodo y creo que me vendrá bien descansar, se deja resbalar un poquito al principio, sólo doblar nada más las rodillas porque las noto algo rígidas, sólo dejarme caer con suavidad no por nada sino porque no paran de bailar, para terminar sentada en cuclillas sobre la tierra y no voy a soltar la pistola, eso por nada del mundo, si se mueve una rama, si oigo un ruido o una pisada, lo que sea, lo acribillo sin pensarlo y me da igual si el público a lo lejos sigue chillando. Lo que tienen que hacer es llamar a una ambulancia, que parecen alelados, que no estoy yo como para teclear en mi móvil ni para ver por dónde sangro, y a ver por qué no puedo mover el brazo, qué está pasando, qué me va a suceder, y lo único que me queda es permanecer despierta, no cerrar los ojos a pesar del repentino sueño y esto del pecho o bajo el brazo que se calienta y parece que me va a estallar, pero no me dormiré, aguantaré a ver qué pasa.
Ese malnacido no se mueve y a mí la modorra me vence, es como si hubiera pasado aquí la tarde entera, como si fuera aún estudiante y estuviese con las amigas antes de un examen que vine a preparar, qué buen plan, sentadas al sol en la pradera y acabáramos todas adormiladas y no sé por qué me acuerdo de esto, qué tontería, y ni idea de qué hora será, además tampoco puedo verme el reloj, la culpa es mía por cambiármelo de muñeca, cosas de zurdas tontas, no habrán pasado más de ocho o diez minutos quizá mientras oigo o sueño o distingo al fondo a alguien que pregunta a unos niños en bicicleta dónde fue la última vez que nos vieron.
Pues claro que me metí bien al fondo, mira que pareces tonto, anda que no has tardado en llegar, que ya me podía estar muriendo, imagina que le responderá, y se ríe por dentro otra vez, maldito humor negro gallego, aunque no se atreve ni a moverse y quisiera gritarle que sí, estoy aquí, Carlos París, bajo el castaño, frente al asesino emboscado tras un abeto, pero sabe que no es bueno alzar la voz ahora, que de un desalmado como Malde no te puedes fiar ni un pelo, que bien está fastidiarla una vez y que te alcancen pero no te jugarías también su pellejo, que a fin de cuentas y de todo, del pasado común y de los malos momentos, es mi compañero, y por eso callas mientras lo oyes acercarse como nos enseñaron en la academia, primero te ocultas con el arma dispuesta y luego vas pasando de un árbol a otro, igual que en los videojuegos, y te acordabas porque pensabas que lo tuyo era la ciudad, que para qué querías aprender a esconderte tras ellos como no fueran los de este parque, casi los únicos que has tenido cerca en años y ya ves, se confirma que tienes premoniciones, porque aquí estás, con el culo en el suelo y éste que está tardando una eternidad en llegar aquí como es debido, sin prisas, en tensión, de tronco en tronco, usándolos para protegerse, sólo que para eso tendría que adelgazar la tripa un poco, se le ocurre, y en medio del silencio brutal, ya sin nadie gritando al otro lado de la verja, más allá de la vegetación, junto a la fuente de los patos mecánicos que proyectan volar, ajenos a todo aunque a alguien se le esté escurriendo la vida a bocanadas, le da por decir gansadas:
—Se te ve la barriga —se burla Clara muy bajito, no porque desee ser sigilosa sino porque es imposible que le salga un tono más alto de voz.
—¿Dónde está? —es lo único que susurra él.
—Tras ese abeto, junto a la papelera. Creo que le he dado.
París se agacha con prudencia y recoge del césped, resbaladizo y húmedo, una rama. Con cuidado la lanza en la dirección que le he indicado, pero cuando cae nada se mueve más que las hojas secas.
—Va a haber que echarle huevos —le sugiero con sorna.