Y quedarán las sombras (13 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: Y quedarán las sombras
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Al mediodía se oyó un grito de batalla ensordecedor procedente de la plaza y, minutos después, fue seguido por los vítores que se vociferaban a lo largo de toda la Serpentina. Ash divisó por encima del mar de cabezas la procesión que recorría la avenida. Manos pintadas de rojo flameaban prendidas de lo alto de mástiles delicadamente tallados, y debajo de ellas desfilaban, balanceándose al mismo ritmo, los sacerdotes con sus túnicas blancas y sus caretas reflectantes de plata bruñida.

Ash dio la espalda a la calle y se encorvó sobre el fardo con sus pertenencias. El perro lo miró extrañado y observó el movimiento de sus manos mientras Ash desenvolvía la ballesta y montaba el brazo del arma. El roshun echó un par de vistazos por encima del hombro para comprobar que nadie lo miraba. Tensó las dos cuerdas y cargó un proyectil y luego el otro. El olor a grasa le invadía las fosas nasales.

Tuvo una sensación efímera de
wani
, de estar reviviendo un episodio anterior.

Cuando se enderezó con la ballesta armada oculta bajo la capa, la vanguardia de la procesión ya estaba pasando por delante de él. Examinó los balcones que se asomaban a la calle atiborrados de familias que disfrutaban del espectáculo. Más arriba, los acólitos habían tomado posiciones en varias azoteas y ahora vigilaban el desfile a través de las miras de sus rifles.

El rugido de la multitud se propagaba como una ola en dirección al roshun al ritmo del alto palanquín que se deslizaba lentamente por la avenida, prácticamente oculto por las nubes de pétalos rojos y blancos que la gente arrojaba desde las aceras y los balcones. Ash vislumbró la figura de Sasheen.

Los soldados se empleaban a fondo para contener a la muchedumbre, que se apelotonaba para ver de cerca a la Santa Matriarca o, mejor aún, para que ella posara sus ojos en ellos.

Sasheen estaba radiante. Iba subida a un enorme y rutilante palanquín en forma de delfín con incrustaciones de piedras preciosas, con unas riendas descomunales que partían de la boca del cetáceo y llegaban hasta una barandilla en la que la matriarca apoyaba una mano para mantener el equilibrio. Dos docenas de esclavos portaban el palanquín sobre sus espaldas, y Sasheen se balanceaba ligeramente al ritmo del vaivén del movimiento. La matriarca iba enfundada en una armadura blanca de curvas femeninas y llevaba puesta una careta en la que se habían esculpido sus facciones. Además empuñaba una lanza dorada corta y gruesa.

El clamor de la multitud se disparaba allí hacia donde la matriarca volvía su rostro enmascarado. La gente se dejaba caer de rodillas vencida por el fervor, y Ash asistió incluso al desmayo de varios peregrinos.

La ballesta vibraba en su mano temblorosa cuando la levantó y apuntó a la cabeza de la matriarca.

Toda la espera, la vigilancia interminable en la azotea, le parecía ahora un simple parpadeo. Por fin se le ofrecía la oportunidad, la ocasión de que todo el tormento del chico desapareciera de una vez de su interior. Ash intentó mantener firme la ballesta, terriblemente consciente de que estaba a punto de emprender una acción que ya no tendría vuelta atrás. A partir de entonces dejaría de ser un roshun. A pesar de que ya había renunciado de palabra a esa condición, lo que iba a hacer significaría el verdadero punto final.

«Pues que así sea. De todos modos estoy muriéndome.»

Envolvió el gatillo con el dedo y siguió el paso de Sasheen justo por delante de él.

Pero algo falló. Un rayo de sol se reflejó fugazmente en el espacio que rodeaba a la matriarca y Ash vaciló. Pestañeó. Y vio que Sasheen estaba encerrada en una urna de un cristal extraordinariamente delgado. Ash supo al punto de qué se trataba. Era el exótico vidrio endurecido de Zanzahar, traído directamente de las Islas del Cielo. Sólo los explosivos podían atravesarlo.

Bajó la ballesta exasperado y rápidamente volvió a esconderla bajo la capa. Se puso de puntillas y reparó con sorpresa en que se le había acelerado el corazón. Observó aturdido cómo la matriarca pasaba de largo, indemne, mientras él apretaba la mano alrededor de la ballesta con impotencia y frustración.

El perro tendido a su lado lanzó un gemido, y eso puso en marcha al roshun. Desarmó apresuradamente la ballesta y la guardó junto con la mira y la espada en el atillo hecho con la capa. Echó un vistazo a la Santa Matriarca, que proseguía su avance por la Serpentina, sabedor de que no debía perderla de vista, de que debía seguirla hasta que se le presentara una nueva oportunidad. Levantó con más esfuerzo del que habría querido el fardo y emprendió la persecución.

El roshun se abrió camino entre la multitud, seguido por la mirada atenta del perro que dejaba atrás.

Ash advirtió el aroma a salitre mientras seguía la procesión a su paso por la tortuosa avenida de la Serpentina, y se dio cuenta de que estaban acercándose al Primer Puerto. A lo largo de las aceras la muchedumbre era tan abigarrada que Ash tenía dificultades para mantener el ritmo, pese a su lentitud, del avance del palanquín de la matriarca. Era como una pesadilla infantil, como intentar atravesar un campo de bambúes rígidos en medio de una tormenta descomunal.

Perdió de vista a la matriarca y, con un gruñido, se abalanzó sobre un grupo de hombres para alcanzar un tramo de calle más despejado. Desde allí optó por una ruta alternativa con destino al puerto.

Cuando salió a los muelles se detuvo y estudió al detalle la flota fondeada. Parecía menos numerosa que la última vez que la había visto, el día que se había despedido de Baracha y de los demás cuando éstos emprendieron el regreso a casa. La mayoría de los buques de guerra que entonces estaban anclados allí habían desaparecido, y únicamente permanecían un par de escuadras. El resto eran pesadas naves de transporte, rodeadas por decenas de botes de remos que hacían traslados de última hora de suministros y de personal desde los muelles. En medio de todos ellos, empequeñeciéndolos, aparecía el casco imponente del buque insignia del imperio.

Ash se quedó mirando impotente cómo los esclavos porteadores conducían el palanquín de Sasheen por una pasarela y lo embarcaban en una gabarra enorme que estaba esperándolos. El resto del séquito de la matriarca siguió a Sasheen. Inmediatamente se subió la pasarela a bordo y aparecieron unas largas aspas que alejaron la gabarra del embarcadero. Luego la fuerza de los remos impulsó la embarcación en dirección al buque insignia.

La gente adelantaba a Ash empujándolo, aunque él apenas si notaba el contacto. No se movió ni apartó los ojos de la gabarra que enfilaba hacia las aguas profundas del puerto. A lo largo del muelle, las multitudes se despedían de su Santa Matriarca y le agradecían a gritos la victoria con la que sin duda regresaría. Ash miró a su alrededor con ansiedad buscando una manera de seguirla, un bote de remos vacío que pudiera procurarse, tal vez, o un sitio libre en alguna de las embarcaciones que realizaban las continuas travesías entre la flota y el muelle.

Sabía que era una temeridad insensata nacida de su desesperación.

«Tranquilo —se dijo—. Cálmate.»

Una vez más, Ash se abrió paso entre la aglomeración de gente cargado con su fardo de armas y encontró un sitió más tranquilo junto a la pared de ladrillo de un almacén. Paseó la mirada por el mar con la esperanza de recibir un soplo de inspiración.

La multitud fue dispersándose poco a poco hasta que sólo quedaron las personas atareadas en la carga de las naves. El sol se había alzado alto en el cielo, y la brisa que jugueteaba con el agua soplaba cálida. Los barcos que formaban parte de la flota iban completando las tareas de carga y partían hacia mar abierto de uno en uno o en parejas, empleando sus propias aspas o arrastrados por los remolcadores de remos.

También el buque insignia se puso en marcha, arrastrado hacia la bocana del puerto por su propia flotilla de remolcadores. Ash se obligó a permanecer sentado.

Estuvo un rato estudiando buena parte de las naves que seguían ancladas y le llamó la atención la ausencia de movimiento en la mayoría de las cubiertas. Después se fijó en el caos que todavía reinaba en el muelle. Los nervios estaban a flor de piel; varios capitanes junto con sus tripulaciones discutían con los intendentes para conseguir los suministros que todavía necesitaban.

A ese paso, pensó Ash, muchas de esas naves zarparían cuando ya hubiera anochecido. Se recostó contra la pared y se bajó una pizca más la capucha. Cruzó los brazos y cerró los ojos.

La tarde otoñal continuó avanzando lentamente hacia el crepúsculo.

Existía una historia sobre el Gran Necio —el sabio del Dao de Honshu que había despreciado todos los dogmas y que, paradójicamente, se había convertido en una religión después de su muerte— que se contaba a todos los aprendices de roshun durante su entrenamiento.

Se decía que mientras caminaban por las montañas siguiendo las fuentes del río Perfume, la discípula más reciente del Gran Necio, la mujer marcada Miri, le preguntó:

—¿Cómo se consigue mantener la quietud, gran maestro?

Como respuesta, el Gran Necio arrojó un palo al torrente turbulento y pidió a sus discípulos que observaran cómo flotaba arrastrado por la corriente.

—Pero yo no soy un palo —le replicó Miri con frustración—. ¿Cómo puedo dejarme llevar por el torrente de un modo tan natural?

El Gran Necio le dio un toquecito suave en la frente.

—Permitiendo a tu mente detenerse.

La parábola había impresionado a Ash la primera vez que la había oído, cuando era un aprendiz de roshun, pues por aquel entonces necesitaba encontrar a un salvador tanto como el comer. Condenado al exilio junto con sus camaradas, habiendo perdido a su familia y sin esperanzas de regresar jamás a su hogar, necesitaba desesperadamente algo que le permitiera dominar la congoja que se había instalado en su corazón y las ganas de huir que animaban sus pensamientos y le incitaban a poner fin a una vida que ya no merecía ser vivida. En esas circunstancias había abrazado el concepto roshun de quietud, y eso lo había salvado.

Había otra historia que el propio Gran Necio utilizaba para instruir a sus discípulos y que Ash también conoció en aquella época.

Por lo que podía recordar, había un loco que deambulaba de un lado al otro dentro de una jaula, trazando círculos alrededor de un tigre, igual que los trazaba el animal alrededor de él, gruñendo hambriento. El loco esquivaba los ataques ciegos del animal, o permanecía quieto y en silencio observando desde un rincón las vueltas que daba el tigre, sin despegarse de los barrotes. El animal nunca interrumpía su deambular, pues su avidez era poderosísima.

Un día, el loco comprendió que no podía seguir de esa manera y se detuvo en seco. Dio la espalda al tigre y se sentó a esperar la muerte.

Se durmió, o creyó dormirse, pues cuando volvió a abrir los ojos todo era diferente.

La puerta de la jaula oscilaba abierta. Tras aquella larga espera, se le había concedido la libertad.

El loco salió de la jaula. Vio que en aquel lugar de luz cegadora todo era continuo y que los barrotes de la jaula donde había vivido confinado todo aquel tiempo sólo le permitían ver la realidad dividida en estrechas franjas verticales. Miró al tigre deambulando dentro de la jaula. Se dio cuenta de que le había puesto un nombre, de que para él tenía una identidad y de que compartían una historia. Comprendió también lo inmaduro y travieso, lo fuerte y noble que era el tigre en realidad.

En ese momento el hombre decidió regresar a la jaula con su temible compañero. El animal no había perdido las ganas de devorarlo y al hombre seguía preocupándole su supervivencia.

Sin embargo, el tigre no hizo daño al hombre, pues en ese redil él era su amo.

El hombre había recuperado la cordura.

En este sentido precisamente Ash dudaba de sí mismo. Ya no sabía si estaba fluyendo hábilmente con el Dao en pos de un propósito claro e imparcial o si, por el contrario, tal vez la pena le había hecho perder el Camino.

¿Cómo saberlo? ¿Cómo discernir el buen camino del malo ahora que todo le parece igual de oscuro y confuso?

«Sólo tienes que respirar y continuar», le habrían dicho los monjes Chan del Dao. Por tanto, Ash inspiró el aire frío nocturno hasta llenarse los pulmones y espiró lentamente, dejando salir toda la presión y la confusión que se acumulaban en su interior; rompiendo su quietud, se levantó de un brinco, como si estuviera envuelto en llamas, y salió disparado por el suelo pavimentado del muelle en dirección a la pasarela de madera de un embarcadero, con el corazón aporreándole el pecho todo el camino hasta que llegó al borde. Una vez allí cogió aire y, de un salto, se zambulló de cabeza en el mar.

Capítulo 8

La brecha

La procesión de hombres nube desfilaba por la calle de adoquines. El viento sacudía sus túnicas negras, mientras avanzaban entonando en voz alta las palabras solemnes del rito de la muerte. De vez en cuando se oía el tintineo de una moneda que aterrizaba en sus platillos de limosnas. El incienso dejaba una estela de humo gris y acre que envolvía sus cabezas afeitadas. Un aeslo de madera tableteaba como dos hileras de dientes en las manos del monje más anciano, que marchaba en la cola de la procesión marcando el ritmo lento y constante que sacudía los sentidos cada vez que sonaba.

Bahn no les dio nada cuando pasaron por su lado. No porque rechazara la idea de ofrecerles una limosna; simplemente no podía despabilarse lo suficiente para realizar esa sencilla acción. Se sentía como sepultado en lo más recóndito de su propio cuerpo, observando el mundo exterior a través de una maraña de pensamientos susurrados, vencido por un agotamiento que ya se había convertido en algo familiar para él.

Lo único que deseaba en ese momento era saltarse sus obligaciones esa tarde y coger una calesa tirada por un hombre para volver a su casa, en el norte de la ciudad, arrastrarse hasta la cama, esconder la cabeza debajo de las mantas y abstraerse del mundo hasta la mañana siguiente.

Llevaba una semana anulado por aquella somnolencia. Siempre había tenido problemas para conciliar el sueño por la noche, pues su cabeza era un hervidero de reflexiones y preocupaciones. Ahora, sin embargo, daba igual el tiempo que dedicara a dormir —ya fueran tres horas dando vueltas en la cama o diez de sueño profundo—, siempre se despertaba falto de vitalidad y agotado.

Lo único que podía hacer era observar en un silencio sepulcral el paso de los monjes, acompañados por el susurro de sus capas agitadas por el viento, entre las filas de espectadores que les mostraban su respeto. Detrás marchaban los dolientes lívidos, entre los que se encontraba un muchacho que llevaba entre sus brazos, como acunándolo, un tarro lleno de cenizas. Le acompañaba su esposa, aún más joven que él, que apenas podía caminar sola.

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