Y quedarán las sombras (20 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: Y quedarán las sombras
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En efecto; eso mismo habría hecho Bahn. Incluso las murallas menores de la ciudad les proporcionaban al menos cierta ventaja contra el ejército imperial que estaba de camino. Sin embargo, se trataba de una estrategia que obedecía a una consideración estrecha de miras, y Bahn la desechó al tiempo que la concebía. Sólo estaba teniendo en cuenta la seguridad de su familia. «Por eso yo sería un desastre como líder», concluyó.

—Las murallas menores no son el Escudo, Bahn —aseveró el general como si le hubiera leído el pensamiento.

Bahn asintió y se rascó la nuca.

—Entretanto, arrasarán y quemarán Khos. Si nos quedamos esperándolos de brazos cruzados no dejarán nada que deba ser protegido salvo esta ciudad.

—Pero, señor, ¿cómo haremos para derrotar a un ejército tan numeroso en el campo de batalla? —espetó Bahn.

—No es necesario derrotarlos, Bahn. Lo único que debemos hacer es conseguir un poco más de tiempo.

Bahn se masajeó los ojos cansados. Se sentía como si estuviera hablando en otro idioma con su superior.

—Pero, general —insistió cuando Creed empezó a deambular de un lado al otro enfrente de él—, aunque movilizáramos a todos los khosianos de la reserva e hiciéramos acopio de todos nuestros recursos, sólo podríamos presentarnos en el campo de batalla con seis o siete mil escudos… Nuestras reservas de pólvora se han destinado a la marina y a la defensa de las murallas… Disponemos de escasos cañones de campaña… Ni siquiera tenemos las suficientes armas de fuego para plantarles cara, por no hablar ya de los hombres de que disponemos.

El general se detuvo frente a los ventanales con las manos a la espalda. Su cabello bañado por los rayos del sol resplandecía con un lustre cercano al color azul.

Bahn no podía discernir si estaba contemplando su cuadro o las murallas silenciosas del Escudo.

—Nos han asestado un golpe terrible. Eso se lo garantizo. Me cuesta creer que la matriarca posea una inventiva tan rica. Y se trata de una acción demasiado arriesgada para que haya sido concebida por Sparus. Tal vez el viejo Mokabi haya regresado de su retiro. Detecto su estilo.

Creed inclinó la cabeza hacia la ventana. En el mismo instante en que había pronunciado el nombre del archigeneral retirado —el hombre que había conducido el IV Ejército Imperial hasta las murallas de Bar-Khos—, se oyó una explosión atronadora procedente de las murallas.

Un segundo estallido siguió al primero, y luego un tercero, y las ventanas del despacho empezaron a vibrar alcanzadas por la onda expansiva.

Los cañones mannianos habían reanudado su bombardeo contra el Escudo.

Capítulo 13

La cabeza de playa

La mujer sostenía una taza de chee a su lado cuando Ash se despertó, avanzada la mañana del siguiente día. El roshun se incorporó a duras penas; sentía una fuerte opresión y un dolor lacerante en el pecho. Rompió a toser repetidamente y con fuerza con el puño pegado a la boca, y del rostro se le desprendieron los granitos de arena que se le habían adherido a la mejilla. Los ojos se le llenaron de lágrimas del dolor que le provocaban las convulsiones.

Comprobó que la tormenta había amainado durante la noche, si bien todavía soplaba un fuerte viento procedente del mar que le había secado la ropa y la piel, al menos en las partes sobre las que no había estado tendido. También notó el calor que le llegaba desde la pequeña hoguera que ardía a su lado.

Cuando la tos le concedió una tregua y pudo dar un sorbo vacilante a la humeante taza de chee, sintió que recuperaba el ánimo.

—Muchas gracias por ayudarnos —dijo la mujer sentada en la arena junto a él—. Apareció en el momento preciso. —Tendió una mano hacia el roshun—. Me llamo Cheer.

Ash le estrechó la mano. La mujer se la apretó con una contundencia masculina. El aire que mediaba entre ellos se convirtió por un momento en una cortina de humo y Ash examinó detenidamente las facciones de la mujer bajo su espesa mata de pelo negro. De toda la gente que conocía le recordó, nada menos, que a la madre de su esposa, Anisa, poseedora de ese extraño atractivo que parecía aumentar con la edad y la estatura.

Entonces se dispersó el humo y Ash reparó en una vieja cicatriz curva que le escindía el labio superior como si fuera un mechón de pelo que ascendía por su cara y le atravesaba el ojo izquierdo.

—Yo soy Ash —repuso, en cierta manera todavía alterado por el aspecto de la mujer.

Ella frunció los labios para esbozar una sonrisa.

—Encantada —dijo en un tono que sonó sincero.

A su espalda, las muchachas que había protegido la noche anterior estaban desvalijando unos baúles llenos de ropa, y daba la impresión de que estaban conjuntando las prendas que iban a ponerse ese día.

La señora Cheer se subió la falda sobre los tobillos y con un suspiro estiró los pies, descalzos salvo por la medias, hacia el fuego.

—Vaya desastre de desembarco —dijo sacudiendo la cabeza en dirección a la bahía.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ash por encima del borde de la taza.

—En Khos. En un lugar llamado la bahía de la Perla.

Por lo tanto Ash no se había equivocado. Sin duda, el ejército se dirigiría a Bar-Khos para tratar de apoderarse de la ciudad desde la retaguardia. Recordó que la madre del chico vivía cerca de allí.

Se guardó sus pensamientos para sí mientras se tomaba el chee. La maravillosa sensación de calor en el estómago le hizo darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una comida ni de una bebida caliente. La señora Cheer observaba con un gesto de perplejidad el color oscuro de su piel.

—¿Qué es usted? ¿Mercenario? Parece un poco mayor para el trabajo, ¿no cree?

Ash respondió lo primero que le vino a la cabeza.

—Soy guardaespaldas.

—¡Ah! ¿Y dónde está su jefe?

Ash hizo un gesto con la cabeza en dirección al mar.

La mujer pestañeó repetidamente mientras asimilaba su respuesta.

—Entonces sólo puedo decir que es usted un golpe de buena suerte de lo más oportuno. Tampoco nuestro jefe sabía nadar, aunque no le pareció importante mencionarlo hasta que estuvimos con el agua hasta el cuello. Mis chicas necesitan protección, como ya ha podido comprobar.

Ambos se volvieron hacia las chicas de las que hablaba la señora Cheer. Ash vislumbró sus figuras vistiéndose detrás de las llamas; entrevió fragmentos de sus tersos muslos y pantorrillas; el balanceo de sus pesados pechos; sus labios mientras se los pintaban; y un par de ojos maquillados con kohl que se cruzaron con los suyos.

Ash desvió la mirada y se aclaró la garganta.

Comprendió que se trataba de prostitutas que acompañaban al ejército durante la campaña y se sintió un estúpido. Tomó un sorbo de chee y consideró la oferta.

Sabía que le llevaría algún tiempo aprender a desenvolverse en aquel entorno y descubrir la manera de llegar hasta la matriarca; en el mejor de los casos, varios días. Y entretanto tendría que convivir con el ejército.

Ash sabía reconocer un regalo del destino cuando le pasaba por delante.

—¿Cuál es la paga? —preguntó únicamente para mantener las apariencias.

—¡Oh! El dinero no es problema. Puedo pagarle un sueldo de campaña de diez maravillas al día, además de la comida cuando regresemos.

—Quince —replicó, de nuevo actuando como se esperaría de alguien como él.

—Trato hecho —aseveró la mujer, haciendo un brusco gesto de conformidad con la cabeza—.Y gracias otra vez. De verdad. Intervenir en nuestra ayuda teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba fue una acción valerosa por su parte.

—En realidad lo que me interesaba era su hoguera —confesó el roshun.

La señora Cheer sonrió como si se lo tomara a broma.

Ash dejó las botas empapadas junto al fuego y, mientras esperaba a que las muchachas acabaran de prepararse, fue a darse un baño para lavarse y despabilarse por completo.

La playa parecía mucho más desolada a la luz del día. Los restos del naufragio se acumulaban entre cabos deshilachados y algas; también los cadáveres, y los cangrejos más madrugadores trepaban por los cuerpos pálidos. Los pájaros chillaban en el cielo y peleaban por las sobras en la arena. Ash caminó por la playa para desentumecer los músculos de las piernas y se fijó en que la costa torcía hacia dentro, hacia la bahía propiamente dicha, en cuyas aguas agitadas había echado el ancla la flota, apenas menguada en su número a pesar de la violencia de la tempestad.

Ash divisó lanchas y demás embarcaciones transportando hombres y suministros a tierra firme; de las bordas incluso sobresalían las figuras de los cañones.

El roshun se quedó paralizado al constatar la magnitud de la fuerza invasora. El ejército imperial había establecido una cabeza de playa en las arenas blancas y el sistema de dunas que se extendía más allá. El humo ascendía por el cielo procedente de millares de hogueras de campamento, y la superficie estaba atestada de hombres hasta las primeras praderas, que se extendían en pendiente entre las colinas pardas. Sobre la cresta de una colina desde donde se dominaba la orilla opuesta de la bahía yacían los restos carbonizados de un pueblo, que contrastaban de un modo funesto con el fuerte que ardía al otro lado de la cabeza de playa.

Ash buscó algún indicio de Sasheen, y casi de inmediato divisó un estandarte militar con un cuervo negro sobre un fondo blanco ondeando en medio de muchos otros. Sin embargo, fueron infructuosos sus intentos de localizar a la matriarca entre tanta gente.

«Todo a su debido tiempo», se dijo.

Deambuló hasta llegar al agua entre los supervivientes que recuperaban lo que podían del naufragio; se desnudó y se metió en el mar. Las olas rompían contra sus muslos y los envolvían con su espuma. Mientras se frotaba el cuerpo fue descubriendo los moratones de los brazos y las marcas negras que le había dejado con sus dedos el marinero que se había aferrado a él durante el hundimiento del barco.

Al fin se zambulló en el mar y nadó un rato para relajar la tensión de sus músculos. Sin embargo, no podía evitar mirar una y otra vez hacia la cabeza de playa y el estandarte de Sasheen, tratando de encontrar alguna señal de la matriarca.

La matriarca cabalgaba con los ojos entrecerrados y convertidos en dos minúsculas rendijas mientras a su alrededor el viento silbaba y fustigaba la arena seca de las dunas. Su escolta marchaba por delante, abriendo el paso entre la masa soldados y civiles, mientras que por detrás la seguían sus asesores de campaña, ascendiendo por las pendientes de los montículos y descendiendo hasta el fondo de las dunas en una larga hilera de túnicas blanquísimas que se extendía como una procesión hasta la caótica playa.

«Ahora no —se dijo irritado el archigeneral Sparus—. No tengo tiempo para esto.»

Sparus veía a la matriarca acercándose hasta su posición en la cima de una duna, donde permanecía sentado en una silla de campaña reunido con sus oficiales más afines. El resto de los hombres, sentados en cuclillas formando un círculo irregular a su alrededor, iban vestidos como él, con la armadura imperial lisa de cuero curtido y con las marcas del grado tatuadas visiblemente en las sienes. Un toldo de lona se sacudía violentamente a algo menos de un metro sobre la cabeza del archigeneral, mientras que en el suelo había desplegado un mapa de la isla de Khos que recibía los arañazos de la arena arrastrada por el viento.

—Una última cosa —dijo dirigiéndose a sus hombres, apresurándose para terminar antes de que llegara la matriarca—. Conocemos a nuestro enemigo. Sabemos que Creed es un guerrero nato, célebre por su agresividad, por lanzarse directo a la yugular de su rival. Y sabemos que sólo el consejo khosiano de Michinè ha conseguido refrenar a lo largo de los años esa cualidad temeraria del general. Sin embargo, las circunstancias han cambiado. Nuestra presencia en su territorio confiere plenos poderes a Creed en beneficio de su título de Señor Protector. Por lo tanto, podemos inferir que se lanzará contra nosotros con todas las fuerzas que pueda reunir. De hecho, esperamos que ocurra así. En ese caso podríamos alzarnos con la victoria de la campaña antes incluso de llegar a Bar-Khos.

Sus oficiales hicieron un gesto de conformidad con la cabeza. No era la primera vez que oían aquello, pero eran conscientes de la importancia de repetirlo y hacer hincapié en ello.

Sparus se puso en pie para recibir a Sasheen mientras sus oficiales se levantaban y se encorvaban como un grupo de ancianos vencidos por la edad bajo el toldo tremolante que los cobijaba.

El archigeneral no tuvo más remedio que admitir que la armadura blanca le sentaba bien; la lucía como una veterana. Y mientras la observaba a la espera de que llegara a su posición, Sparus tuvo que recordarse que aquella era la primera campaña en la que la matriarca participaba personalmente, y la primera vez también que encabezaba el ejército. Sin duda, la influencia de su madre había dado sus frutos, pues la anciana Kira había insistido en que Sasheen fuera aleccionada en las artes de la guerra. Gracias a Kush que la vieja arpía no los había acompañado. De lo contrario, Kira habría sometido a su hija con esos modales socarrones de los que hacía gala justo en un momento en el que necesitaban a su matriarca en toda su plenitud de fuerzas. Aun peor, las campañas eran un asunto privado entre los oficiales y los líderes de un ejército, y la gente que rodeaba a Sasheen podría haber descubierto la verdad sobre su Sasheen: que su madre albergaba más deseos aún de convertirse en matriarca que ella misma.

El veterano general notó que su fastidio inicial se atenuaba a medida que rumiaba sobre ese asunto y sobre esa mujer por la que sentía un cariño especial; una mujer que vivía una vida para la que la habían estado modelando desde su más tierna infancia y que a veces, sin embargo, no parecía hecha para ella.

Sasheen le obsequió con una amplia sonrisa mientras avanzaba pesadamente hasta su posición.

—¿Cómo está, Sparus? —preguntó jadeando en un tono que rezumaba entusiasmo y que resultó audible a pesar del viento.

El archigeneral notó que, por una vez, la matriarca parecía sobria. En sus ojos no había ni rastro de los efectos del alcohol ni de los narcóticos, a pesar de que le brillaban con un fulgor cristalino. Daba la impresión de que Sasheen estaba disfrutando de aquella incursión en territorio enemigo pese a llevar el brazo izquierdo en cabestrillo.

—Por favor —repuso Sparus, adelantándose con una mano auxiliadora tendida—. Sentaos. ¿Qué os ha ocurrido?

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