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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (40 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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—Así que seguimos aquí —dijo Bahn.

—Sí —respondió el soldado con su voz áspera—. Me temo que sí.

Capítulo 27

Contacto

No era propio de él estar pensando con tanta fluidez en el curso de la acción. Ash era totalmente incapaz de encontrar la quietud mental en aquel campo helado.

El acólito que había estado a punto de desafiarlo había desaparecido en la confusión de la desbandada de soldados. Lo único que Ash sentía mientras se acercaba a la posición de Sasheen era una cólera fría.

De ella brotaban recuerdos que salían a la superficie como cadáveres, hinchados y horripilantes.

Recordó a Nico al otro lado de las rejas de la cárcel de BarKhos donde se habían conocido. El chico estaba asustado y con los ojos rojos de haber llorado con su madre, Reese, una mujer decidida a salvar a su hijo ese día. Él le había hecho un juramento; la promesa de cuidar del chico incluso aunque eso significara arriesgar su propia vida.

Vio a Nico en la pira del coliseo de Q’os exhalando su último suspiro, dejando caer la cabeza mientras unas llamas feroces trepaban por su cuerpo.

Nunca había sentido una cólera como aquélla. Se abrió paso por entre las tropas en desbandada apartándolas de su camino a empellones y, sin detenerse, se deslizó hasta el cordón de acólitos que rodeaba a la matriarca y a su escolta montada.

Los guardaespaldas a lomos de los zels de batalla aguantaban firmes el embate de la marea de soldados y los desviaban para que pasaran por los flancos de sus monturas, que despedían vaho por las ijadas. Ash se detuvo cuando un guardaespaldas viró su zel para bloquearle el paso.

El roshun hundió la espada en el costado del escolta atravesándole la cota de malla sin apartar los ojos de Sasheen, que se encontraba a tres pasos de él. Extrajo la hoja del guardaespaldas justo cuando éste enarbolaba la suya. Una bengala se alzó entonces por el cielo encima del manniano e iluminó una nube.

Medio cegado, Ash se agachó cuando el guardaespaldas descargó la espada inclinándose sobre la silla para alcanzarlo.

El roshun entornó los ojos todavía deslumbrado y volvió a atacar al escolta con su acero. Notó cómo la punta de su espada atravesaba el corazón de su rival.

Rodeó el zel mientras el jinete caía desplomado al suelo. Rodeada por el resto de su escolta, Sasheen intentaba girar su zel para abandonar la posición.

Se abrió un espacio detrás de la montura de la matriarca y Ash dio un salto hacia delante con la espada empuñada.

Los khosianos cantaban mientras empujaban. El estandarte de la matriarca había empezado a ser acribillado por las flechas. El archigeneral Sparus, no muy lejos de Sasheen, estaba exhortando a sus oficiales para que mantuvieran la línea, en un intento por restablecer la solidaridad en un ejército que se tambaleaba sobre el peligroso filo del individualismo y la desbandada total.

Ché miró hacia la posición de la matriarca, peligrosamente cerca del avance khosiano y de las explosiones de los proyectiles de los morteros, que parecían estar caminando hacia ella. Sasheen estaba tratando de retroceder pese a las instrucciones de Sparus de mantenerse firmes.

De modo que así estaban las cosas.

Ché estaba en parte sobrecogido por la posibilidad que se le presentaba. Tenía la pistola en la mano. Matar a la Santa Matriarca; derrocar su imperio con un solo tiro en la cabeza… Se le secó la boca nada más pensarlo. Su rostro parecía una máscara por la rigidez de sus facciones.

«No es distinto de toda la gente que has matado para satisfacer sus caprichos», trató de convencerse.

Se humedeció los labios y miró en derredor buscando a Swan y a Guan, pero fue incapaz de encontrar a los hermanos diplomáticos en medio del caos. Estaba seguro de que tenían órdenes de matarlo cuando terminara la campaña. La nota que le habían dejado dentro de su volumen de la
Escritura
estaba cargada de verdad. Sabía demasiado.

«Entonces no te quedes. Márchate ahora y mantén la esperanza de que reconsideren su decisión de quererte entre los muertos. ¿Qué te espera aquí si no más dolor y angustia?»

Sabía que la respuesta era su madre. Sin embargo, ya la había perdido. Y ella a él; cuando muchos años atrás lo habían enviado a Cheem para convertirlo en un roshun. La orden de Mann no le había dejado nada, nada salvo la complejidad hueca de una vida que nunca había deseado, que no había elegido.

Ché elegía ahora levantar la pistola, empuñada con firmeza por su mano.

La sujetó también con la otra mano para que no se moviera e intentó apuntar a la matriarca mientras esperaba que se abriera un hueco entre la escolta montada que la rodeaba. Una bengala surcó el cielo, y una muchedumbre de hombres iluminados por la luz temblorosa de la bengala se abrió paso empujándolo y haciéndole perder el blanco.

Ché trató de mantenerse firme. Vislumbró fugazmente a Sasheen tirando de las riendas de su zel para girarlo, pero enseguida desapareció oculta por los rígidos escudos de sus guardaespaldas. En cuestión de segundos se habría marchado.

«Maldición», dijo para sus adentros.

No conseguía tenerla a tiro.

De repente, uno de los guardaespaldas giró bruscamente con su zel y levantó alta la espada con la intención de descargarla sobre alguien que estaba con los pies en el suelo. Y en el mismo movimiento para asestar el golpe, el guardaespaldas se dobló en dos sobre su silla.

De nuevo Sasheen apareció ante los ojos de Ché.

La pistola del diplomático soltó un destello y la bala salió disparada.

Ash vio que Sasheen se tambaleaba hacia atrás sobre la silla cuando se acercaba a ella. El zel blanco de la matriarca soltó un chillido, se levantó sobre las patas traseras y dio un par de pasos hacia atrás directamente hacia él. Los jinetes empujaban y gritaban a su alrededor.

Vio a un jinete con armadura tirado junto a su zel blanco.

Era Sasheen, despatarrada en el lodo con su vida escapándosele por el cuello. Su escolta estaba congregándose alrededor de su cuerpo, con los escudos levantados para protegerla y moviéndose sin ton ni son como unos niños asustados.

Ash soltó un grito como si le hubieran robado un premio que le correspondía, mientras se levantaba como buenamente podía, con la espada colgándole de la mano como un objeto olvidado.

La matriarca estaba muerta, o agonizando; y Ash se consoló pensando que eso era lo importante.

Apenas se percató de que los jinetes de la escolta montada se movían en círculo a su alrededor. Mientras mantenía la mirada fija en el bulto inmóvil de la Santa Matriarca de Mann, vio por el rabillo del ojo que un guardaespaldas alzaba su espada.

Ash era la quietud.

La espada cortó el aire desde el cielo.

Capítulo 28

Una retirada por las armas

Ché guardó la pistola en el cinturón y se abrió paso a empellones por entre la infantería apelotonada en dirección a Sasheen. Atisbó su cuerpo inmóvil tirado en el barro. Alguien le había retirado la máscara, y una herida en el cuelo le sangraba abundantemente.

No muy lejos de la escena, un acólito yacía despatarrado en el suelo. Tenía la túnica abierta, dejando al descubierto unas medias de piel. Ché le arrancó la máscara, soltó un grito ahogado y retrocedió atónito.

«¡Ash!», exclamó para sus adentros cuando reparó en la piel oscura del viejo extranjero de tierras remotas. ¿Qué se le había perdido allí a un roshun?

Ché se tambaleó. La sangre manaba de un bulto amoratado en la cabeza del anciano. Por lo tanto, seguía vivo.

El diplomático paseó la mirada en derredor, por las máscaras y los rostros severos de los extraños. Se arrodilló y dio unos cachetes en la cara a Ash, cuyos párpados temblaron y finalmente se abrieron, aunque inmediatamente volvieron a cerrarse. Ché lo levantó y se lo echó al hombro. No pesaba nada; parecía todo piel y huesos. Cogió las riendas de un zel suelto y colocó el cuerpo del anciano encima de la silla. El animal intentó salir corriendo cuando Ché se agachó para recoger la espada de Ash tirada en el suelo, pero el diplomático tiró de las riendas para volver a acercarlo y se encaramó a él detrás de Ash.

Espoleó la montura hasta ponerla al trote.

La batalla estuvo en el aire durante un rato.

Tal vez si el ejército imperial no hubiera aprendido nada después de cincuenta años de guerra… o si los quinientos acólitos de Sparus no se hubieran posicionado bloqueando el avance de la chartassa o no hubieran aguantado firmes… o si algún hombre más de las filas mannianas hubiera gritado aterrorizado por la posibilidad de perder la vida… entonces la I Fuerza Expedicionaria podría haberse resquebrajado.

Pero no lo hizo. Por el contrario, recuperó la formación con las fuerzas renovadas y contraatacó. Y de la manera en la que se hacen ese tipo de cosas: la vergüenza colectiva por haber rozado la derrota insufló un nuevo ímpetu a los esfuerzos del ejército, y los mannianos cayeron sobre los flancos khosianos como una avalancha.

El ejército khosiano retrocedió.

—Ha caído, señor. Lo he visto con mis propios ojos.

El capitán de la Guardia Roja hablaba ligeramente encorvado. Tenía una mano ensangrentada apretada contra la barriga.

—De acuerdo —repuso el general Creed—. Ahora vaya a buscar a un médico.

El oficial apretó los dientes —tal vez en un intento de sonreír— y levantó su charta antes de regresar a las líneas del flanco derecho, que estaban desintegrándose de un modo muy similar a como estaba haciéndolo el resto de la formación.

Bahn no prestó atención a la noticia sobre la posible muerte de la matriarca, ni tampoco a la aniquilación del ejército que estaba teniendo lugar a su alrededor. Se sentía algo mareado mientras intentaba contener sus náuseas. La sangre seguía manando de su oído, del que se había quedado sordo.

—¡Eso hacen cuatro testigos, Bahn! —bramó el general Creed a su lado.

Los gritos del general lo sacaron de su ensimismamiento.

Bahn se lo quedó mirando con cara de bobo.

El general tenía las manos entrelazadas en la espalda mientras observaba la carnicería que estaba produciéndose en todos los flancos.

—Han recuperado la formación bastante bien, ¿no le parece?

—Como los khosianos, señor —respondió al fin Bahn, aturdido.

Creed escudriñó a su lugarteniente. El general tenía ojeras del agotamiento.

—Ya hemos conseguido cuanto podíamos conseguir aquí. Creo que ha llegado el momento de marcharse, ¿no le parece?

—¿General?

—¿Preferiría que nos quedáramos un poco más?

Bahn intentó hacer un gesto de negación con la cabeza, pero eso sólo consiguió empeorar las náuseas que lo asaltaban.

—No. Ni un minuto más —respondió Bahn.

Creed se volvió hacia un miembro de su escolta.

—Envíe un mensajero a buscar al general Reveres.

—Reveres ha muerto, señor —contestó el miembro de la escolta.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—No estoy seguro, señor.

—¡Entonces a Nidemes!

Pasaron algunos minutos hasta que el general Nidemes emergió cojeando de la oscuridad y se acercó a ellos. Había perdido el yelmo y su pelo plateado apelmazado contra su cabeza parecía un nido de pájaros.

—Nidemes. Nos marchamos. Daremos media vuelta y nos dirigiremos al lago lo más rápido posible.

Con una evidente expresión de alivio en el rostro, el general se alejó rápidamente para transmitir la orden.

—¿Al lago? —preguntó Bahn.

El aliento del general Creed formó una nube que trepó por el aire.

—Estoy convencido de que para cuando lleguemos habrá entendido el motivo.

—Se dirigen hacia el lago —anunció el sargento Jay.

Halahan también lo veía. Lo que quedaba del ejército había dado media vuelta y estrechado los flancos y ahora enfilaba hacia el lago, al norte del campo de batalla.

—Justo a tiempo —masculló el coronel para sí.

Se volvió hacia los restos de su reducido contingente. Habían abandonado los morteros imperiales. Tres piezas habían acabado fundiéndose, demasiado calientes para seguir disparando; otra había explotado, aunque sólo la carga —milagrosamente—, y no el explosivo en sí. Las cuadrillas daban tragos de unas pequeñas cantimploras llenas de licor; los hombres tenían aspecto de haber sobrevivido a una partida a vida o muerte del duelo del ciego.

Los tiradores que defendían el perímetro también se habían quedado sin municiones. Estaban exhaustos y contemplaban con nerviosismo cómo se reagrupaban las tropas imperiales en la cresta y a los pies de la loma. Todos sabían que un asalto más significaría su final.

El coronel Halahan inspiró hondo.

—¡Que alguien lance una bengala informativa! ¡Nos largamos!

Los hombres se espabilaron, y unas breves oleadas de energía reanimaron sus cuerpos agotados.

—¡Y destruyamos los morteros que quedan! ¿De acuerdo?

Halahan paseó la mirada por la sangrienta carnicería de la cresta. Tendrían que dejar los cadáveres donde estaban. Encendió una cerilla para prender la pipa. Mientras soltaba una bocanada de humo recogió sus preciadas pistolas, que había ido arrojando al suelo. Cuando estuvo junto al sargento, la bengala informativa se elevó por el aire y estalló con un fulgor amarillo antes de regresar al suelo.

Más allá de la luz de la bengala, los cañones de las aeronaves escupían llamaradas.

—Recemos porque nuestros skuds sigan ahí arriba —dijo el sargento Jay, y ambos escudriñaron esperanzados y en silencio el cielo negro.

Ché detuvo el zel enfrente de la tienda de los mellizos, saltó de la montura y dejó a Ash tendido sobre la silla de montar. Luego se deslizó al interior de la tienda sin esperar a ver si alguien podía verlo.

Las mochilas de Guan y de Swan estaban en el suelo junto a sus catres. Ché hurgó en ellas hasta que encontró el frasquito de jugo de árbol salvaje y regresó fuera rápidamente con él en la mano.

A continuación condujo el zel hasta su tienda y entró para coger su mochila. Metió los libros y los aplastó al lado del fardo con ropa de civil que había llevado consigo. Dejó su copia de
El libro de las mentiras
bocabajo sobre el catre.

—¿Cómo van las cosas por allí?

Una silueta ocupaba toda la entrada de la tienda. Un sacerdote.

Ché se levantó lentamente con los puños apretados alrededor de las correas de la mochila.

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