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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (50 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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De repente vio agitarse algo golpeado por una ráfaga de viento.

Era su capa, que ondeaba en la ventana del piso superior de una casa, justo donde la había colgado para ponerla a secar.

Saltaron la pared de paja del jardín trasero y Ché aterrizó rodando sobre una alfombra de astillas. Curl lo ayudó a levantarse y ambos cruzaron el jardín y rodearon la casa para llegar a la puerta principal.

—Es aquí —dijo Ché, con el cuello palpitándole.

Entraron y cerraron la puerta. Ché echó el pestillo. La casa estaba tal como la había dejado. El diplomático subió a trancos la escalera y entró en su habitación, sacó la mochila de debajo de la cama, hurgó en ella buscando el frasquito de jugo de árbol salvaje y se echó una gotita del brebaje en la lengua. La chica se había quedado observándolo desde el hueco de la puerta.

Ché se arrimó a la ventana y echó un vistazo fuera sin asomar la cabeza.

Nadie a la vista.

Recogió discretamente la capa. Parecía seca.

Metió a Curl en la habitación y también cerró esa puerta. Luego se sentó en la cama con la pistola y trató de cargarla con sus manos torpes. Introdujo el cartucho con un golpe seco y se quedó así, esperando, con la pistola en las manos. Desde la habitación contigua llegaban unos ronquidos estruendosos.

El ritmo de la glándula pulsátil parecía disminuir. Al principio desconfió, pero entonces, transcurrido lo que le pareció una eternidad, se convenció de que estaba ocurriendo realmente.

Por fin suspiró aliviado.

—Se han ido —dijo, y se dejó caer de espaldas sobre la cama con un gruñido. Todavía le daba vueltas la cabeza.

—¿Estás seguro?

Ché asintió.

—¿Vas a decirme quiénes eran ésos?

—Unos viejos amigos. Les debo dinero.

—¿Qué eres? ¿Un ladrón?

Ché se levantó desmañadamente y volvió a la ventana, pero todavía no veía nada. Cuando se dio la vuelta para acercarse a la chica, ésta estaba intentando abrir la puerta para marcharse.

Cruzó la habitación con tres zancadas. Curl soltó un gritito ahogado cuando él la agarró de la muñeca.

Ché estaba a punto de decir: «Espera.» Pero antes de darse cuenta sus cuerpos estaban apretados contra la puerta y cada uno recibía en el rostro el aliento cálido del otro.

Y luego estaban besándose y arrancándose la ropa mutuamente, y todo lo que no fuera pasión y necesidad quedó desterrado de sus mentes.

Capítulo 34

La emboscada

Un hombre de los Chaquetas Grises se desplomó en la oscuridad, muerto antes de dar con sus huesos en el suelo, justo cuando Halahan lo rebasaba corriendo. El coronel se abrió paso escarbando en los escombros de un almacén derrumbado y se detuvo junto al sargento Jay, que estaba en cuclillas detrás de un carro volcado. Los arqueros apostados a ambos lados de ellos disparaban sin tregua desde la barricada que se extendía a lo ancho de la calle. Halahan echó un vistazo por encima del carro y vio los destellos fulgurantes de los cañones y los surcos que abrían los proyectiles en su vuelo nocturno.

Las sombras de unas figuras que corrían agachadas revoloteaban entre los escombros de la torre de entrada. Detrás de ellos se vislumbraba, a través de los escudos de asedio instalados sobre el puente reparado a marchas forzadas, otro tropel de figuras que se congregaban para formar la segunda oleada del asalto.

—¿Dónde está? ¿Ha enviado a otro mensajero? —gritó Halahan al oído de Jay.

El sargento del estado mayor asintió y se asomó por un agujero que había en la madera, por donde observó con el gesto compungido las hordas de soldados imperiales que estaban cruzando el puente.

Una explosión hizo tambalearse al sargento. Estaban arrojando granadas como preámbulo al asalto.

Halahan paseó la mirada por los edificios adyacentes. Los soldados armados con rifles y arcos ya estaban dándolo todo. En el cielo nocturno que se extendía sobre el lago los cañones rugían con los disparos que intercambiaban las aeronaves de ambos bandos.

Las posiciones de tiro en los edificios ruinosos a ambos lados de la torre de entrada habían acabado cayendo, y ahora llegaban informes sobre unidades enemigas intentando flanquear la segunda línea defensiva. Halahan sospechaba que habían intervenido comandos que habrían llegado sigilosamente a nado desde sus posiciones en el puente o incluso desde la otra orilla. Al parecer, a juzgar por el estallido de disparos procedente de allí, estaban atacando la costa sur de la isla.

Halahan frunció la frente cuando vio que los soldados de la Guardia Roja y los Especiales retrocedían hacia su posición desde una calle lateral que habían estado defendiendo. Un arquero que Halahan tenía al lado se levantó y disparó a un soldado imperial que estaba trepando por el otro lado del carro. Otros guerreros trataban de encaramarse a él aullando como perros salvajes, y el vehículo vibraba bajo su peso. Miembros de la Guardia Roja a ambos lados de Halahan pasaron a la ofensiva embistiéndolos con sus chartas. Un hombre con el rostro desencajado se quedó mirando a Halahan antes de derrumbarse de espaldas y desaparecer detrás del carro.

El coronel se volvió con una maldición en los labios para echar un vistazo hacia la calle que se extendía a su espalda, pero entonces divisó la mole oscura de Creed enfilando a trancos directamente hacia él, seguido por los miembros de su escolta, que caminaban a trompicones intentando mantener el paso del general. Halahan corrió a su encuentro.

—¡Están atacando toda la costa sur con botes y nadadores! —bramó el general con el rostro encendido por la tensión del momento—. ¿Cuánto tiempo puede seguir aguantando la posición?

—¿Aguantándola? ¿Tiene pinta de que estamos aguantándola?

—Todavía quedan dos mil hombres en la ciudad, coronel. Debe darnos tiempo para evacuarlos a todos.

—Soy consciente de sus problemas, general. Sólo le digo que no podemos seguir aguantando esta posición.

Creed levantó la mirada, igual que todos, hacia la onda expansiva de una explosión que se produjo en el cielo, al este. Una aeronave estaba desintegrándose en fulgurantes fragmentos llameantes.

—Está bien —espetó Creed—. Repliéguense en orden, pero contenga al enemigo todo lo que pueda. Habrá un barco esperándolos.

—¿Me lo promete, general?

Se miraron intensamente un momento, ambos llenos de odio, ansiosos por ponerse a gritar al otro en la cara sin más motivo que la necesidad común de dar rienda suelta a sus frustraciones. Pero entonces el gesto de Creed se suavizó y el general tendió la mano a Halahan. El coronel se la estrechó y la sacudió con fuerza.

—Allí nos veremos —dijo Halahan.

Era evidente que el principari Vanichios sabía lo que iba a decirle antes de oírlo.

—Ahora o nunca, viejo amigo —dijo de todas formas Creed—. Debemos marcharnos.

El Michinè apoyó la mano en la balaustrada y oteó el sur de la ciudad. Desde la atalaya de la torre más alta de la ciudadela podía ver Tume en toda su extensión. Desde el sur llegaba el estruendo de los cañones. Un puñado de edificios estaban, envueltos en llamas, y la brisa que soplaba de levante hacía ondear estandartes de fuego en el cielo. Bandadas de soldados se retiraban en perfecto desorden en dirección al Canal Central, donde los últimos transbordadores ultimaban los preparativos para la partida.

—¿Te dará tiempo a evacuar a todos tus hombres? —preguntó Vanichios.

—No —admitió Creed con pesar—. Algunos han quedado atrapados en el suroeste. No podremos sacarlos a tiempo.

—¿Y el resto? ¿Tienes sitio para todos?

—Vamos improvisando. Todavía queda sitio para ti y tus hombres si quieres.

Vanichios apartó la mirada del general. Las llamas se reflejaban en sus ojos. No tenía nada más que añadir sobre el asunto.

Creed se planteó por un momento envolver al principari con sus poderosos brazos y sacarlo a la fuerza de su vetusto hogar; pero eso habría sido una acción indigna, sobre todo con aquel hombre. Era un Michinè: sin dignidad no era nada.

En el este continuaba librándose la cruenta batalla aérea, y Creed veía las bolas de fuego que salían despedidas de los cascos de las aeronaves, que se hostigaban unas a otras con toda su artillería.

—Nunca pensé que estaría tan asustado —confesó en un susurro Vanichios.

Creed se estremeció. Abandonarlo en esas circunstancias le hacía sentirse un villano.

—Adiós —dijo al cabo, y posó una mano en el hombro de su viejo amigo.

Vanichios evitó mirar al general mientras éste se marchaba.

Ash estaba temblando debajo de las sábanas. Tenía los ojos empañados y sólo veía formas fantasmagóricas de diversos colores. A pesar de que había corrido las cortinas de la ventana del dormitorio, la luz de la luna que se colaba por los bordes resultaba demasiado intensa para sus ojos, de modo que se había tapado la cabeza mientras tosía y carraspeaba acosado por la fiebre. Se sentía como si la cama no parara de dar vueltas.

En su cabeza, los disparos lejanos no eran más que cáscaras de maíz chisporroteando en el fuego. Estaba medio soñando con la taberna de su pueblo natal, Asa, con su salón calentado por el fuego que ardía en la chimenea y sobre el que Teeki preparaba el maíz, que crepitaba dentro de la olla e inundaba con su aroma la taberna con la atmósfera cargada de humo. Él estaba sentado en un rincón, solo, observando con un sentimiento de odio cada vez más intenso al tío de su esposa, sentado en el lado opuesto de la taberna.

Ash había permanecido sentado allí toda la noche, emborrachándose silenciosamente como los viejos parroquianos de la taberna, meditando delante del vino de arroz que le proporcionaba su tregua nocturna. La carga que pesaba sobre su conciencia, sin embargo, se negaba a darle un respiro. No quería regresar a casa junto a su esposa y su hijo y todas las responsabilidades que éstos representaban.

Esa misma mañana habían perdido otro perro de cría por culpa de la fiebre, y Ash no sabía de dónde iba a sacar el dinero para reemplazarlo, ni siquiera cómo pagarían las deudas que ya tenían contraídas.

A medida que bebía ganaba fuerza en su cabeza la idea de huir y abandonarlo todo. La vida que llevaba no tenía nada que ver con lo que había imaginado para sí en su niñez, cuando en la granja familiar veía a sus padres trabajando de sol a sol para intentar pagar unas deudas y unos impuestos que no dejaban de crecer. Ash había soñado con largarse cuando tuviera edad suficiente y ganarse la vida como soldado, marinero o cualquier otra cosa distinta de aquello.

Pero entonces se había enamorado —nada menos— y se había casado, y había fundado un hogar… Así que en un abrir y cerrar de ojos, o al menos esa era la impresión que él tenía, allí se encontraba ahora, intentando ahogar sus penas en el alcohol como había hecho su padre antes que él.

Miró al tío de su esposa, que estaba en lado opuesto de la taberna, rumiando. Lokai era el representante del gobierno en una docena de pueblos repartidos por las estribaciones de las montañas Shale, un recaudador de impuestos con ropa elegante designado a dedo para el cargo por un oficial del cacique KengiNan. Compaginaba ese trabajo con el de prestamista local, y prestaba dinero con unos intereses desorbitados a la gente de los pueblos.

En otras circunstancias, Ash habría pensado que era útil tener a una persona como él en la familia. Sin embargo, el tío de su esposa estaba obsesionado con incrementar su riqueza, y encima con hacerlo aprovechándose de los poderes que otros le habían concedido. Cuando se trataba de dinero, Lokai no mostraba demasiada consideración por los lazos de sangre.

Esa noche Lokai estaba divirtiéndose. Mientras reía y bromeaba rodeado por sus secuaces, se dignó a corresponder a la mirada penetrante que le dirigía Ash y se lo quedó mirando con la pipa colgada de la comisura de los labios, con la cabeza inclinada hacia atrás lo justo para poder ver por debajo de la nariz. A pesar incluso de la distancia que los separaba y del humo que inundaba la sala, sus ojos parecían estar riéndose de él.

Ash no supo por qué estalló en ese preciso momento. La intuición del borracho, quizá. Tuvo la sensación de que en aquellos ojos que estaban burlándose de él subyacía el convencimiento de que él iba a reaccionar así, por mucho que Ash todavía la ignorara.

Ash se percató de que el tío de su esposa abría completamente los ojos cuando él se puso de pie tambaleándose y cruzó la taberna en dirección a él.

Cuando llegó hasta Lokai dijo algo arrastrando las palabras que ni siquiera él entendió, mientras el tío de su esposa se levantaba desmañadamente secundado por los secuaces que lo acompañaban.

Una mesa quedó hecha trizas y las bebidas se desparramaron. Lokai rodó por el suelo y apareció un reguero de sangre en su rostro.

Ash descargó con un gruñido los nudillos contra la figura despatarrada en el suelo.

Los hombres lo agarraron por la espalda. Él forcejeó con ellos hasta que le faltó el aire y se quedó quieto entre sus brazos. Así permaneció, recuperando el aliento y con la mirada clavada en Lokai.

—¿Te crees especial? —espetó el tío de su esposa desde el suelo, tapándose la nariz ensangrentada con una mano—. ¿Crees que porque te casaste con mi preciosa sobrina, porque gracias a ella entraste en una familia mejor que la tuya, eres alguien? —Espantó con un manotazo las manos que le tendían sus secuaces para ayudarlo a levantarse y trató de ponerse en pie tambaleándose—. No eres más que un idiota —espetó—.Y tu propia esposa te convierte en el mayor idiota del mundo.

Se hizo el silencio en la sala. El comentario estaba tan fuera de lugar que Ash tardó unos segundos en desentrañar su significado.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Ash con su voz pastosa.

Para entonces Lokai ya se mantenía en pie sin problemas.

—¿Qué crees que quiero decir? Aquella vez que necesitaste dinero, el mismo año que te casaste, para comprar tus malditos perros, ¿acaso crees que te lo presté a cambio de nada? Me la cepillé como pago de la cuota. —Hizo una pausa para pasear la mirada por el resto de los hombres que escuchaban boquiabiertos—.Ya lo creo que lo hice, y ninguno de vosotros se atreverá a decir una maldita palabra sobre el tema.

Lokai tomó aire para seguir hablando.

Ash se dio cuenta de que todavía agarraba en la mano izquierda la frágil jarra de la que había estado bebiendo y que ahora estaba vacía y, de improviso, se abalanzó sobre Lokai liberándose de los brazos que lo sujetaban y lo golpeó con todas sus fuerzas y toda la ira que lo devoraba.

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