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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (13 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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Y en Torino, contra la Juventus, el 9 de noviembre del '86, pasó una cosa increíble: perdíamos uno a cero, empatamos y explotó el estadio, todos festejaban... No entendíamos nada. En el gol de ellos habían dicho gol, así nomás. Metemos el segundo y otra vez, los festejos. Y el tercero, más todavía. ¡Claro, la cancha estaba llena de laburantes, todos del sur!
¡Na-po-lí, Na-po-lí!,
terminaron gritando, impresionante.

Ya éramos campeones cuando me enteré de un pequeño dato estadístico, porque los periodistas italianos son fanáticos de esas cosas: sólo dos equipos habían ganado en un mismo año el
scudetto
y la Copa Italia; dos del norte, Torino y Juventus. Así que, antes de jugar la final de la Copa, enfrenté a la prensa y les dije: "Sí, claro que sería lindo ganar la Copa Italia. Parece difícil, pero la explicación tal vez pase porque los postulantes eran siempre del norte. Nosotros, los del sur, no somos de desaprovechar las chances. Ni en el fútbol... Ni en la vida". La dejé picando y lo conseguimos. Encima, le ganamos a una de las hinchadas más racistas de Italia, la del Atalanta de Bérgamo. Era todo ideal.

Pero el problema, ¿cuál era el problema? Que los dirigentes del Napoli no querían saber nada de gastar plata. Y después de aquel
scudetto,
por la Copa de Campeones, estuvimos a punto de eliminar al Real Madrid. Tuvimos que jugar a puertas cerradas en el Bernabeu el partido de ida y, para el de vuelta, la gente se enloqueció, parecía que todos los napolitanos del mundo querian estar en el San Paolo: recaudamos cuatro millones de dólares, que con la reventa y todo, al mejor estilo napolitano, serían siete u ocho, en realidad— pero el club no los usó y perdimos la gran oportunidad de hacer un Napoli grande, grande, grande... Ni siquiera nos cambiaron el césped de la cancha de entrenamiento, allá en Soccavo.

¿Les cuento cómo era el centro Paradiso de Soccavo, el centro de entrenamiento del Napoli? Más propio de un club de la segunda de la Argentina que de uno de primera en Europa: las paredes de los vestuarios se caían a pedazos, parecía mi casa de Villa Fiorito; había un alero de chapa para dejar abajo cuatro autos y el piso de la cancha te rompía los tendones. Por eso digo que Salvatore Carmando, que era el masajista, el kinesiólogo y todo, merece el 50 % del reconocimiento por cualquier título que hayamos conseguido.

Yo tenía contrato hasta el '89, pero a Guillermo se le ocurrió que era importante apurar la renovación. Aparte, el Napoli al que yo había llegado dos años antes, no tenía nada que ver con ése, después de un tercer puesto y un
scudetto.
La negociación empezó en Madrid, en aquel partido a puertas cerradas que perdimos con el Real, en el estadio Bernabeu, por la primera ronda de la Copa de Campeones. Septiembre de 1987. Como al fin quedamos eliminados, Ferlaino ya empezó a echarse para atrás. Pero no contaba con algo: Silvio Berlusconi me quería llevar al Milán... Y empezó el tironeo, aunque íntimamente yo sabía que no podía jugar en otro equipo italiano que no fuera el Napoli, porque me mataban a mí y también al que me comprara. Eso le dije a Berlusconi, cuando lo vi y me impresionó como un gentleman, como un ganador.

—Berlusconi, si se da, nos tenemos que ir los dos de Italia; usted va a perder los negocios porque los napolitanos le van a romper las pelotas todos los días y yo no voy a poder vivir...

A principios de noviembre del '87, nosotros estábamos concentrados en el Hotel Brun, de Milán, para jugar contra el Como, y apareció un Mercedes Benz impresionante a buscar a Cóppola. Se lo llevaron a Milano 5, donde tenía su ranchito el propio Berlusconi. Una mansión de ésas de las películas. El le dijo a Guillermo que me quería a mí, a toda costa, cuando terminara mi contrato, que había gastado casi cincuenta millones de dólares y todavía no había podido conseguir un puto título. Ni le preguntó cuánto ganaba en el Napoli: ¡él ofrecía el doble para mí!, un departamento en piazza San Babila, la zona más cara de la ciudad, el auto que quisiera —no un Fiat 600, ¿eh?: Lamborghini, Ferrari, Rolls Royce—, cinco años de contrato dentro de la organización de ellos y un lazo con la Fininvest, su empresa de comunicación.

Vaya uno a saber por qué, ¿no?, esas cosas que pasan, pero lo cierto es que mi amigo periodista Gianni Mina tuvo la noticia del encuentro y en diciembre la publicó en su revista
Special...
¡Para qué! El martes a la mañana, todos sabían que el Milán me quería y ofrecía lo que a mí se me ocurriera; y el mismo martes a la noche, Ferlaino aceptó todas las condiciones que le pusimos nosotros y firmamos un nuevo contrato, con el triple de beneficios de lo que pretendíamos al principio: eran 5.000.000 de dólares por año, hasta el '93, sin contar los ingresos por publicidades y merchandising, que serían 2.000.000 más cada 365 días... Unos mangos y un regalito, además: el presidente, Ferlaino, se me apareció en casa con una Ferrari F40 negra, ¡era la única que había en el mundo en ese momento!

No sé... No sé qué habría pasado con mi carrera si arreglaba finalmente con el Milán; no sé si habría sido distinta, mejor o peor. Pero yo conocía al napolitano y sabía que el napolitano daba la vida por mí... ¡Guay con el que tocaba a Maradona en Italia! Se le iban todos los napolitanos al humo, en Torino, en Milán, en Verona, donde fuera. En realidad, si algo no tenía en aquellos tiempos, era problemas de plata...

Por aquellos tiempos, justamente, la International Management Group había hecho una encuesta sobre quién era la persona más conocida del mundo. Y salió mi nombre... Entonces, el grupo quiso comprar los derechos de mi imagen: ofrecieron 100.000.000 de dólares, ¡cien palos verdes! Pero... Pero había un detalle: me exigían la doble nacionalidad: argentino y... ¡estadounidense! Y eso, la nacionalidad, el ser argentino, como los sentimientos, no tiene precio. Nada puede pagar que yo deje de ser argentino, nada. Así que rechacé la oferta. Fue una decisión mía, como todas en mi vida. Guillermo podía orientarme, pero yo decidía, y así era en todo. En esta tema de la oferta de los 100.000.000 de dólares no era sólo eso: también teníamos participaciones que elevaban esa cifra y hasta Henry Kissinger se había metido en el tema. Pero no, no, ser argentino no tenía precio.

Plata no me faltaba, les dije. Por aquellos tiempos, yo hacía un programa en la RAI y cobraba 250.000 dólares por mes. ¡Teníamos mil puntos de rating! Además, había firmado un contrato de cinco millones de dólares con los japoneses de Hitochi, para una ropa deportiva que lleva mi nombre. Y también con ellos otro contrato de publicidad para un café frío, o algo así. Como teníamos que filmar la publicidad en algún sitio especial, ellos propusieron el Cañón del Colorado, en Estados Unidos. Yo pregunté por qué y me dijeron que tenía que ver con el ambiente, con cómo era el lugar... Entonces yo les dije: "¡Hagámoslo en Argentina, yo quiero hacerlo en mi país!". Y me llevé a los japoneses a La Rioja, a Talampaya.
Necesitamos modelos,
me dijeron. "Yo los tengo, mis hermanos, el Turco y el Lalo", les contesté. ¿Saben quién nos prestaba todos los días el helicóptero para viajar desde La Rioja hasta Talampaya? El gobernador de La Rioja... Carlos Saúl Menem. Y así salió, y quedó espectacular... Y vendieron un montón de café frío en Japón. También hicimos unas tomas en la boca del volcán Vesubio, para Asahi, una marca también japonesa de cerveza. Con eso generábamos fortunas, pero yo hacía poner en todos los contratos: "Que no altere el normal desarrollo de mi actividad profesional". Hicimos series, programas de televisión, útiles escolares para los chicos, alfajores, lo que quisiera...

Pedía autos que no existían y al tiempo me los traían. Me pasó con una Mercedes Benz Cabriolet, que no llegaba nunca a Italia. Yo le tiré la cosa a Guillermo y él llamó a Mercedes, picaba siempre. La cosa es que pasó el tiempo y un día Guillermo me llamó para que me asomara al balcón... Miré para abajo y ahí estaba: la Mercedes, con todos los tipos que la habían traído alrededor, todos capos, era la primera que entraba en Italia. Bueno, bajé, todo muy lindo, abrazos por acá, abrazos por allá, pedí la llave y me subí. Toqué todo, el volante, los controles, una maravilla... Por ahí, miré para abajo y vi la palanca: "Es automática", les dije. A Guillermo se le transformó la cara:
Si, Die, sí, es automática, último modelo.
Me bajé, les di la llave a los tipos, les dije muchas gracias y subí a mi casa: a mí no me gustaban los autos con caja automática. Ahora que lo cuento, ¡qué locura!

La vida en Nápoles, mientras tanto, era increíble. No podía salir ni a la esquina, porque... me querían demasiado. Y cuando los napolitanos te quieren, ¡te quieren!
¡Ti amo piú che ai mieifigli!,
me decían. ¡Te amo más que a mis hijos! No podía ir a comprarme un par de zapatos, porque a los cinco minutos estaba la vidriera rota y mil personas adentro de la zapatería. Entonces iba la Claudia, ella me compraba la ropa, todo. Y a ella sí que la respetaban:
Cuidado con tocarle la mujer a Maradona, que si no el domingo no juega.
Y el viaje desde mi casa hasta Soccavo, ida y vuelta, ¡una aventura! La cosa era así: yo tenía que salir, de un lado o del otro, me paraba detrás del portón, con el motor en marcha y acelerando... Cuando daba la orden, me lo abrían y picaba, ¡picaba con todo! La gente se iba abriendo y yo pasaba por el medio, ¡una locura! Y los que ya conocían mi táctica, me seguían con las motitos... hasta que los perdía. ¡Los motorini, en Nápoles, eran una locura! Me perseguían por todos lados... Pero en el Mercedes o en la Ferrari, los perdía. El hecho de que me haya ido maravillosamente bien en Nápoles tuvo que ver, más que nada, con que les traje cosas que ellos no tenían: futbolísticas, si se quiere, como tacos, gambetas y títulos, pero también, y más que nada, orgullo... Orgullo, por eso de que antes nadie quería saber nada con Nápoles, que tenían miedo. Yo fui creyendo que era un golfo hermoso y nada más, pero me los gané a fuerza de tacos y gambetas, de ir al frente. Por eso hoy, cualquier napolitano te lo puede decir:
Aquellos equipos no los habían armado los dirigentes; los había armado Maradona.

Eran tiempos, aquellos de la temporada '87/'88, la cuarta mía en Italia, de la fórmula Ma-Gi-Ca. A mí y a Giordano se había sumado, gracias a Dios, Careca, Antonio Careca. La gente ya se había acostumbrado a vernos pelear arriba y esa temporada no fue la excepción, por eso me preparé con todo, tal vez como nunca, para enfrentarla.

En octubre del '87 me interné por primera vez en la clínica del doctor Henri Chenot, en Merano, Suiza. Jamás había parado desde mi llegada a Italia, tenía encima una seguidilla de casi doscientos partidos, entre el campeonato, las copas, los amistosos y la Selección. Me dolían tanto los aductores que ni el doctor Oliva, que siempre fue un mago conmigo, encontraba más solución que el descanso. Eran pinchazos que me hacían saltar las lágrimas... Y yo jugaba, jugaba, jugaba, pero siempre a costa de infiltrarme. Por eso, cuando hablan de los futbolistas, de que ganamos demasiado, que somos unos vagos: ¿tendrán idea de lo que significa una aguja de diez centímetros clavándose cerca en la ingle, en un tobillo, en una rodilla, ¡en la cintura!? No, seguro que no...

Lo cierto es que en aquel tratamiento, el de la clínica, encuentro yo la explicación al rendimiento que tuve en aquel campeonato; lo que no voy a entender jamás, eso lo reconozco, es por qué nos caímos como nos caímos al final. Es curioso lo de aquella temporada, una mezcla muy rara de sentimientos, todavía hoy la recuerdo como una de las mejores, si no la mejor, de toda mi carrera, porque estaba físicamente como nunca, un balazo; y al mismo tiempo es una de las más amargas, de las que más bronca me dan al sólo mencionarlas, porque se dijo que ¡el Napoli había vendido el campeonato! Que lo había entregado, presionado por los apostadores.

Pero primero vale la pena contar todo lo bueno. Está todo anotado, es la verdad de los números: llegué a hacer goles en seis partidos consecutivos, algo que, creo, no se conseguía en Italia desde los tiempos de Gigi Riva, en el Cagliari; vacuné a todos los equipos de primera división, algo que nunca había logrado nadie, y encima algunos se los hice con la de palo, con la derecha, como al Udinese; conseguimos ¡el 87 % de los puntos! en las primeras 19 fechas, récord histórico. ¡Una máquina, éramos una máquina!, un rendimiento que me sirvió hasta para convencer a Bianchi, que tuvo que archivar su autoritarismo: yo, prácticamente hacía sólo fútbol en las prácticas y me entrenaba a fondo nada más que tres días por semana; los viernes, sólo masajes y alguna jugada de tiro libre. Además, se había olvidado, por fin, de sus miedos: atacábamos todos, conmigo, con Careca y con Giordano a la cabeza. Si yo terminé siendo el goleador, con 15, y Careca segundo, con 13... Faltaban pocas fechas, llevábamos cinco puntos de ventaja.

Después, lo malo... El 17 de abril perdimos 3 a 1 con la Juventus, en Torino. No volvimos a ganar, una semana atrás de la otra, un resultado peor que el otro: empatamos con el Verona, 1 a 1; perdimos con el Milán, 3 a 2; con la Fiorentina, 3 a 2, y con la Sampdoria, 2 a 1. ¡Sacamos un punto en cinco partidos! Perdimos un campeonato que no podíamos perder y se empezaron a decir estupideces.

El partido decisivo, creo, fue ese contra el Milán, en el San Paolo: arrancamos perdiendo uno a cero, empaté yo con un tiro libre como creo no patié nunca y después nos mataron con otro gol de Virdis y uno de Van Basten; Careca metió uno, para el 3 a 2, y después el arbitro Lo Bello lo frenó a Antonio cuando se iba otra vez solo contra Galli, el arquero. En una de ésas, si empatábamos... Pero ya estaba todo listo. El boludo de Bianchi había empezado a hacer experimentos, lo había dejado afuera a Giordano y todo se fue al carajo. Encima, yo estaba hecho mierda, lesionado, ya no tenía lugar en la cintura y en la rodilla para infiltrarme y no pude ni salir a la cancha en los últimos dos partidos.

No es cuestión de buscar culpables a lo que pasó... Yo creo que mis compañeros se equivocaron cuando sacaron aquel comunicado para echar al entrenador, a Bianchi, después de la derrota contra la Fiorentina. Tenían razón, la verdad, porque a Bianchi se le había escapado la tortuga con las decisiones que había tomado. Por eso fue una idea noble de Garella, Ferrario, Bagni y Giordano, pero a destiempo. El comunicado decía que nunca habíamos tenido diálogo con él, y es cierto... Pero Bianchi no había tenido la culpa de todo, como tampoco la habíamos tenido nosotros, los jugadores, como se le quiso hacer creer a la gente después. A mí nunca me fue ni una ni otra... Nunca me banqué que me acusaran y estaba dispuesto a irme del Napoli si la gente pensaba que hubo algún jugador que se vendió. No lo acepto hoy y no lo acepté aquella vez. Por eso me quedé en Nápoles, una vez terminado el campeonato: porque quería dar la cara. Recuerdo que mandé a Buenos Aires a Claudia y a Dalmita, por si había algún hijo de puta que quería llegar a las manos. Por eso me quedé y aproveché para ir al partido despedida de Platini; no quería ir porque no tenía ganas y estaba físicamente muerto, pero el francés me llamaba quince veces por día a mi casa... Pero sobre todas las cosas, me quedé para dar la cara, para hablar con Ferlaino, para decir de frente todo lo que teníamos que decir. Se habló de la camorra, del totonero. Y lo más increíble es que ¡se había hablado de lo mismo el año anterior! ¡Y nosotros ganamos el campeonato igual!

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