En el correo había dos mensajes sin leer. El primero era de una revista electrónica de matemáticas. El segundo carecía de «Asunto» y mostraba el símbolo que indicaba la presencia de un archivo adjunto. No identificó al remitente:
Olía a virus a kilómetros de distancia. Decidió no abrirlo, lo seleccionó y apretó la tecla de «Suprimir».
Entonces la pantalla de su ordenador se apagó.
Durante un instante pensó que se había ido la luz, pero se dio cuenta de que la lámpara del escritorio seguía encendida. Iba a agacharse para comprobar el cable cuando de repente la pantalla volvió a iluminarse y una foto lo llenó todo. Un par de segundos después fue sustituida por otra. Luego vinieron más. Elisa se quedó boquiabierta.
Eran dibujos en blanco y negro realizados con una técnica anticuada, como por un artista de principios de siglo. La temática era similar: hombres y mujeres desnudos con otros hombres o mujeres sentados a sus espaldas, cabalgándolos. Bajo cada imagen la misma frase, en mayúsculas rojas: «¿TE GUSTA?». Contempló aquel desfile sin poder hacer nada para evitarlo: las teclas no le obedecían, el ordenador funcionaba por su cuenta.
Hijos de puta
. Estaba segura de que, de alguna forma y pese a todas sus precauciones, habían introducido un virus en su sistema. De repente quedó paralizada.
Las imágenes habían finalizado dando paso a una pantalla en negro donde destacaban, como grandes arañazos, mayúsculas en color rojo. Pudo leer la frase perfectamente antes de que un nuevo parpadeo la enviara al limbo de la informática y apareciera la página de su correo normal.
El mensaje había sido borrado. Era como si nunca hubiese existido.
Recordó las palabras finales y sacudió la cabeza.
No puede referirse a mí. Es solo propaganda. Las palabras decían:
TE VIGILAN
El martes de la semana siguiente volvió a recibir noticias de «mercuryfriend». De nada le sirvió configurar su correo para bloquear el remitente. Apagó el ordenador, pero al reiniciar el sistema el mensaje se abrió de forma automática y aparecieron figuras similares e idénticas palabras, aunque ya no se trataba de dibujos de principios de siglo sino de obras entresacadas del mundo gráfico moderno: cuerpos realzados con aerógrafo o reproducciones informáticas en tres dimensiones. Siempre hombres y mujeres que caminaban o corrían, con arneses y botas, soportando el peso de otra figura sobre sus hombros. Elisa dejó de contemplarlas.
Tuvo una idea. Buscó en la red la página «mercuryfriend.net». No le sorprendió comprobar que su acceso no era restringido y que se cargaba enseguida. Sobre un espantoso fondo violeta chillón destellaron «banners», anuncios electrónicos de bares y clubes con nombres de lo más pintorescos —«Abbadon», «Galimatías», «Euclides», «Mister X», «Scorpio»— que prometían espectáculos nocturnos muy especiales, chicas y chicos de alterne o intercambio de parejas.
Así pues, eso era todo. Tal como había supuesto, se trataba de propaganda. De alguna forma había suministrado su dirección electrónica a aquellos cerdos, y ahora la bombardeaban. Tendría que buscar una manera de librarse de ellos, quizá cambiando de dirección, pero le aliviaba saber que no había nada personal en los mensajes.
Con el Clan de los Bigotudos también había hecho las paces. Desde que Maldonado la tranquilizara, ya apenas pensaba en ellos. O casi. A veces no podía evitar estremecerse ligeramente cuando veía por la calle a un hombre de pelo y bigote canosos. En ocasiones, hasta los identificaba a mucha distancia. Comprendía que su cerebro, de forma inconsciente, iba buscándolos. Pero no sorprendió a ninguno observándola o siguiéndola, y a finales de semana ya se había olvidado también de aquello, o por lo menos le restaba importancia.
Tenía otras cosas en que pensar.
El viernes decidió cambiar las tornas en las clases de Blanes.
—¿Cómo se les ocurre que podemos resolver esto?
Blanes señalaba una de las ecuaciones, escritas con su apretada y concisa caligrafía. Pero Elisa y el resto de los alumnos eran capaces de leer aquellos símbolos como si se tratara de un texto en castellano, y sabían que significaban la Pregunta Fundamental de la teoría: «¿Cómo identificar y aislar cuerdas finitas de tiempo de un solo
extremo
?».
Aquel tema era delirante. Matemáticamente se demostraba que las cuerdas de tiempo carecían
de uno de los dos extremos
. Para emplear un símil, Blanes dibujó una línea en el encerado y pidió a sus alumnos que imaginaran que era un trozo de hilo suelto sobre una mesa: uno de los extremos sería el «futuro» y el otro el «pasado». El hilo se desplazaría hacia el «futuro», lo cual indicó mediante una flecha. No podía hacerlo de otro modo, ya que, según los resultados de las ecuaciones, el extremo «pasado», el cabo opuesto, la otra punta del hilo, sencillamente no
existía
(era la famosa explicación de por qué el tiempo se movía en una sola dirección, que había otorgado tanta celebridad a Blanes). Blanes lo representó dibujando un signo de interrogación: no había ningún extremo suelto que poder identificar como «pasado».
Sin embargo, lo más increíble, lo que hacía saltar en pedazos cualquier intento de aplicar la lógica, era esto: que, pese a carecer de uno de los extremos, la cuerda de tiempo no era infinita.
El extremo «pasado» tenía un fin, pero ese fin no era un extremo.
A Elisa le producía un mareo placentero aquella paradoja. Le ocurría lo mismo siempre que vislumbraba un destello de la extrañeza del mundo. ¿Cómo era posible que la realidad estuviese hecha, en su diminuta intimidad, por locuras semejantes a trozos de cuerdas con extremos
que no eran extremos
?
En todo caso, creía conocer la respuesta a la pregunta que formulaba Blanes. Ni siquiera necesitó escribirla en su cuaderno: ya la había desarrollado en casa y las conclusiones flotaban dentro de su cabeza.
Tragando saliva, pero segura de sí misma, decidió afrontar el riesgo.
Veinte pares de ojos estaban clavados en la pizarra, pero solo una mano se alzó de inmediato.
La de Valente Sharpe.
—Cuéntenos, Valente —sonrió Blanes.
—Si existieran bucles en los segmentos intermedios de cada cuerda, podríamos identificarlas mediante cantidades discretas de energía. Incluso aislarlas, si la energía fuese suficiente para separar los bucles. Es decir... —y siguió un torrencial chorro de lenguaje matemático.
Hubo un silencio cuando la explicación finalizó. La clase entera, incluyendo a Blanes, parecía estupefacta.
No era Valente quien había contestado. A guisa de muñeco de ventrílocuo, el joven había abierto la boca para hablar, pero una voz distinta había tomado la palabra a dos puestos de distancia a su izquierda, interrumpiéndole.
Todos miraron a Elisa. Ella solo miraba a Blanes. Podía oír los latidos de su corazón y sentía calor en las mejillas, como si en vez de ecuaciones hubiese estado murmurando frases de amor. Se quedó esperando las consecuencias mientras soportaba aquellos párpados entornados fijos en ella (la típica manera de mirar de Blanes, que le recordaba a la del viejo actor de Hollywood Robert Mitchum) con una calma que a ella misma le resultaba inconcebible. Sin embargo, lo que en otras situaciones constituía su principal defecto, su carácter apasionado, le servía ahora de ventaja: creía tener razón, y pensaba luchar por eso fuera cual fuese el oponente.
—No creo haberla visto pedir la palabra, señorita... —dijo Blanes con voz tan inexpresiva como su rostro, pero con cierto matiz de dureza. El silencio se hizo más denso.
. —Robledo —replicó Elisa—. Y no me ha visto pedir la palabra porque no la he pedido. Llevo más de una semana pidiéndola y usted parece no verme, así que hoy he preferido hablar.
Los cuellos giraban hacia Blanes o Elisa por turno, con tanto afán como si se tratara de ver a dos grandes tenistas disputar los últimos segundos de un set decisivo. Entonces Blanes se volvió de nuevo hacia Valente y sonrió.
—Cuéntenos, por favor, Valente —pidió otra vez.
Con su notoria delgadez y la blancura angulosa de su piel, como una estatua de hielo sentada en un pupitre, Valente respondió de inmediato, en voz alta y clara.
Mientras contemplaba su demacrado perfil, Elisa quedó admirada de un simple detalle: aunque Valente respondió lo mismo que ella, lo hizo de manera particular, con otras palabras, dando la impresión de que eso era lo que había pensado decir en un principio, sin tener en cuenta para nada la respuesta de ella, incluso incurriendo en un ligero error de variables que Blanes se apresuró a corregir.
Defiende lo suyo, como yo
—pensó complacida—.
Estamos empatados, Valente Sharpe.
Cuando Valente acabó su exposición, Blanes dijo: «Muy bien. Gracias». Luego bajó la vista y contempló un espacio entre sus pies.
—Esto es un curso para licenciados en física teórica —agregó con suavidad, con su voz enronquecida—. Es decir, para personas adultas. Si alguno de ustedes quiere manifestar otra reacción infantil, rogaría que lo hiciera fuera de aquí, por favor. No lo olviden. —Y, volviendo a alzar la mirada, no ya hacia Valente o Elisa sino hacia toda la clase, añadió, en el mismo tono—: Al margen de esto, la solución ofrecida por la señorita Robledo es exacta y brillante.
Elisa sintió escalofríos.
Me nombra a mí sola porque fui la primera en decirlo.
Recordó una frase de uno de sus profesores de óptica: «En ciencia puedes permitirte ser un hijo de puta, pero debes intentar serlo
antes
que los demás». Sin embargo, no experimentó especial placer, ni siquiera alegría. Por el contrario, una amarga oleada de vergüenza la anegó.
Observó de reojo el impasible perfil de Valente Sharpe, que nunca la miraba, y se sintió miserable.
Enhorabuena, Elisa: hoy has sido la primera hija de puta.
Bajó la cabeza y disimuló las lágrimas haciendo visera con la mano.
Estaba tan aturdida por lo sucedido que apenas le preocupó encontrar un nuevo correo de «mercuryfriend» al llegar a casa. Como sabía que, hiciera lo que hiciese, el archivo adjunto se cargaría en la pantalla, lo abrió tal cual. Comenzaron a desfilar las imágenes.
Iba a apartar la vista cuando se dio cuenta de la diferencia. Mezcladas con las figuras eróticas había otras: un hombre caminando encorvado bajo el peso de una piedra sobre los omoplatos, un soldado con uniforme de la Primera Guerra Mundial llevando a una chica en un sillín a su espalda, un bailarín encaramado sobre los hombros de otro... Al final, en letras rojas sobre fondo negro, apareció una nueva y enigmática frase: «SI ERES QUIEN CREES SER, LO SABRÁS».
¿De qué iba aquel anuncio? Elisa se encogió de hombros sin entender y apagó el ordenador, aunque una idea muy vaga la mantuvo inmóvil frente a la pantalla unos cuantos segundos más.
Decidió que se trataba de un detalle banal (algo que había olvidado y pugnaba por recordar). Ya se acordaría.
Se quitó la ropa y se dio una ducha cálida y prolongada que terminó de relajarla. Para cuando salió del baño ya había olvidado todo lo relacionado con el mensaje y solo pensaba en lo, ocurrido en clase. Se sentía espoleada por el desprecio que Blanes le manifestaba.
¿No quieres caldo? Tres tazas
. Sin pensar siquiera en vestirse, extendió la toalla en la cama, se echó encima con apuntes y libros y se puso a realizar ciertos cálculos que se le habían ocurrido para el trabajo que debía entregar.
Al curso solo le quedaban cinco días. Coincidiendo con la última sesión se había programado un simposio internacional de dos días en el Palacio de Congresos al que asistirían algunos de los mejores físicos teóricos del mundo, como Stephen Hawking o el propio Blanes. Para entonces cada alumno tendría que haber entregado un estudio sobre las posibles soluciones a los problemas que planteaba la teoría de la secuoya.
Elisa sometió a prueba una idea nueva. Los resultados no parecían claros, pero el simple hecho de tener un camino que recorrer le devolvió la calma.
Por desgracia, perdió toda la calma poco después.
Fue cuando salió a comer algo. En ese instante se topó con su madre, que cumplía con su deber de hacerle más difícil la vida.
—Vaya. Pensé que no habías llegado aún. Como te metes en tu habitación y ni siquiera te preocupas de saludar...
—Pues ya ves. He llegado.
Se habían encontrado en el pasillo. Su madre, perfectamente vestida y peinada, olía a esa clase de perfumes cuyos anuncios ocupaban una página entera en revistas de moda y casi siempre mostraban a mujeres desnudas. Elisa, por su parte, se había echado un viejo albornoz por encima y sabía que parecía lo de siempre: un adefesio. Supuso que su madre diría algo al respecto y no se equivocó.
—Al menos podrías ponerte un pijama y peinarte un poco. ¿Aún no has comido?
—No.
Se dirigió descalza a la cocina y recordó a tiempo cerrarse el albornoz cuando vio a «la chica». Los platos, cubiertos con plásticos protectores, estaban, como siempre, artísticamente preparados. Así lo exigía Marta Morandé, baronesa de
Piccarda
. Elisa se había hartado de pedir comidas sencillas que pudiera comer con los dedos, para mayor rapidez, pero oponerse a las decisiones maternas era como darse de cabezazos contra un muro. En aquella ocasión había
risotto
. Comió hasta que la molesta sensación en su estómago desapareció. De repente la asaltó otra idea, y se dedicó a jugar con el tenedor y beber agua sentada en la cocina, extendiendo sus largas piernas, desnudas y morenas, mientras su cerebro embestía de nuevo las inexpugnables ecuaciones desde diversos ángulos. Apenas si fue consciente de que su madre había entrado en la cocina y solo se percató cuando su voz la distrajo.