Elisa aguantó el chaparrón mirándolo con calma, pero por dentro su corazón latía aceleradamente y la boca se le había secado.
—¿Quieres echarte atrás? —preguntó él con seriedad fingida, mirándola con el ojo izquierdo (el derecho cubierto por un parche de pelo)—. Es tu última oportunidad.
—Ya hice mi apuesta. —Elisa se obligó a sonreír—. Si quieres retirarte tú...
La expresión de Valente era la de un niño que hubiera descubierto un juguete insospechado.
—Genial —dijo—. Voy a pasármela en grande contigo.
—Ya veremos. Y ahora, si me perdonas...
—Espera —pidió Valente, y miró a su alrededor—. Ya te he dicho que estoy seguro de que voy a ganar, pero quiero ser totalmente honesto contigo. Te diré que hay detalles en este congreso que me hacen pensar que no todo es como lo pintan... Blanes y Marini parecen demasiado interesados en demostrar que su «secuoya» se ha convertido en un bonsái, pero he notado algo extraño... —Le hizo señas mientras se alejaba—. Ven si quieres verlo.
Caminaron por el vestíbulo en dirección paralela a los mostradores de registro, esquivando a gente de muy diverso aspecto: extranjeros y autóctonos, profesores y alumnos, tipos con traje y corbata y tipos con camiseta y vaqueros, apariencias que intentaban imitar a sus ídolos (a Elisa le hacían reír los físicos que ostentaban una melena einsteniana) o manos que deseaban el contacto con alguna celebridad (la silla de Hawking había desaparecido tras una nube de admiradores). De repente Valente se detuvo.
—Allí están. Juntitos, como una familia.
Ella siguió la dirección de su mirada. En efecto, formaban un grupo aparte, como si hubiesen querido aislarse voluntariamente del resto. Identificó a David Blanes, Sergio Marini y Reinhard Silberg, así como a un joven físico experimental de Oxford que había intervenido después de Silberg, Colin Craig. Charlaban animadamente.
—Craig fue uno de mis mentores en física de partículas —le explicó Valente—. Me animó a presentarme a la prueba de admisión de Blanes... Silberg es profesor de filosofía de la ciencia y doctor en historia. Y fíjate en esa tía tan alta del vestido morado que está junto a Craig...
Hubiera sido difícil no fijarse, opinaba Elisa, porque se trataba de una mujer despampanante. Su largo pelo castaño colgaba en vertical hasta el centro de las nalgas, como la punta de un lápiz, y su espléndida silueta se moldeaba con una ropa elegante aunque sencilla. Iba acompañada de una chica que parecía muy joven y ostentaba una llamativa melena albina. Elisa no conocía a ninguna de las dos. Valente agregó:
—Es Jacqueline Clissot, de Montpellier, una figura de la paleontología mundial, además de antropóloga. La de pelo blanco debe de ser una de sus alumnas...
—¿Qué hacen aquí? No intervienen en ninguna mesa...
—Es justo lo que me pregunto yo. Creo que han venido a reunirse con Blanes. Este simposio ha sido una especie de encuentro familiar. Y entretanto, papá Blanes y mamá Marini se encargan de decirle a la comunidad científica que no esperen que la «secuoya» florezca este año. Se diría que su objetivo último ha sido mostrar las cartas y aclarar que nadie hace trampas. Curioso, ¿no? Pero no es todo.
Se alejó paseando con las manos en los bolsillos y Elisa lo siguió, intrigada a su pesar. Recorrieron el vestíbulo. Por los ventanales se advertía que la luz del verano aún no había capitulado.
—Lo más curioso es esto —continuó él—. Coincidí con Silberg y Clissot en Oxford, hace un par de meses. Tenía que tratar con Craig un asunto, y llamé a su despacho. Me abrió la puerta, pero estaba ocupado. Reconocí a Silberg, y quise saber quién sería la tía buena que lo acompañaba. Pero Craig no me los presentó. De hecho, parecía molesto con mi aparición... No obstante, ser amigo de las secretarias tiene sus ventajas: la de Craig me informó de todo después. Por lo visto, Clissot y Silberg mantenían conversaciones con su jefe desde hacía un año, y por fin se reunían en Oxford.
—Lo más probable es que estuvieran planeando un trabajo en común —dijo Elisa.
Valente sacudió la cabeza.
—Me hice bastante amigo de Craig, y solía comentarme los proyectos en los que andaba metido. Además, ¿qué clase de trabajo podría realizar un tipo como Craig, que manipula aceleradores de partículas, con un historiador como Silberg y una especialista en monos muertos como Clissot? Y si a eso le añadimos a Blanes y Marini... ¿qué obtenemos?
—¿Una confusión?
—Sí, o una secta de adoradores del diablo. —Valente bajó la voz—. O... algo mucho más... exótico.
Elisa lo miró.
—¿En qué estás pensando?
Él se limitó a sonreír. Varias notas musicales anunciaron la reanudación. El público, como las limaduras de hierro al paso de una piedra magnética, comenzó a orientarse hacia la sala. Valente hizo un gesto con la cabeza.
—Ahí van todos, míralos. Los patitos tras Mamá Pato: Craig, Silberg, Clissot, Marini... La invitación la paga Blanes, pero el dinero no es suyo... —Se volvió hacia ella—. Ahora entenderás por qué estoy tan seguro de que nos han «estudiado»... Mira esto...
Se había detenido junto a uno de los carteles, colocado sobre un caballete. En él se leía, en castellano e inglés: «Primer Simposio Internacional. La naturaleza del espacio-tiempo según las modernas teorías. 16–17 de julio de 2005. Palacio de Congresos de Madrid». Pero Valente apuntaba hacia la letra pequeña.
—«Patrocinado por...» —leyó.
—«Eagle Group» —descifró Elisa el artístico logotipo. La ge de la palabra «Eagle» servía para albergar la inicial de «Group».
—¿Sabes qué es? —preguntó Valente.
—Por supuesto. Ha aparecido hace poco, pero suena bastante: un consorcio de empresas de la Unión Europea dedicadas al desarrollo científico...
Él se quedó mirándola mientras sonreía.
—Mi padre me contó una vez que ECHELON en Europa era Eagle Group —dijo.
El domingo, después de la última ponencia de la mañana, Víctor volvió a buscarla para almorzar. Elisa aceptó, entre otras cosas porque le interesaba charlar con él. Había ocurrido algo extraño.
Ric Valente no se había presentado en el congreso aquella mañana. Tampoco Blanes. Esa doble ausencia le provocaba desazón. Era cierto que la jornada del domingo estaba dedicada a física experimental, lo cual quedaba fuera del interés directo de Blanes, pero Elisa no podía evitar pensar que la desaparición del creador de la «teoría de la secuoya» y la de Valente Sharpe estaban relacionadas. Sin embargo, aún no quería plantearse a sí misma las sospechas que abrigaba.
Encontraron una mesa en el extremo de la abarrotada cafetería y se dedicaron a comer en silencio. Mientras Elisa se preguntaba cómo sacar el tema, Víctor se limpió la mayonesa de la barbilla y luego dijo:
—Blanes ha llamado a Ric esta mañana y lo ha elegido para Zurich.
Ella descubrió de repente que no podía tragar el trozo que había mordido.
—Ya —murmuró.
—Ric me telefoneó para decírmelo... Dijo que no pensaba venir hoy al congreso porque tenía que reunirse con Blanes.
Elisa asentía estúpidamente, amordazada por aquella bola seca de pan que su boca parecía incapaz de enviar como debía a la garganta. Pidió disculpas a Víctor, se levantó, entró en el baño y se deshizo en el retrete de aquella pelota de corcho. Después de refrescarse la cara en el lavabo lo pensó mejor. Bueno, ¿no era lo que esperabas? ¿Qué te pasa ahora? Ya se había planteado durante largas horas de insomnio aquella posibilidad, y de sobra sabía que se trataba de la más probable. A fin de cuentas, Ric Valente había sido el niño mimado de Blanes desde el principio. Se secó con la toalla de papel, regresó a la mesa y se sentó frente a Víctor.
—Me alegro por él —dijo.
Y supuso que, en verdad, así era. Se alegraba de todo lo ocurrido, ahora que la competición había terminado por fin. La «teoría de la secuoya» seguía llamando a su puerta, aún tentadora dentro de su enorme belleza matemática, pero pronto se marcharía y la dejaría en paz. En el horizonte destellaban otras posibilidades, como las becas para el Instituto de Tecnología de Massachussets y para Berkeley, que había solicitado por si lo de Zurich se torcía. Estaba segura de que terminaría haciendo su tesis con uno de los mejores físicos del mundo. Tenía ambiciones, y sabía que iba a satisfacerlas. Blanes era único, pero no el
único
en ser único.
—Yo también me alegro... —carraspeó Víctor—. Es decir, no del todo. De lo suyo, sí, pero... no de ti. O sea...
—No me importa, de verdad. Blanes y su secuoya no son el fin del mundo.
Se sentía mejor después del mal trago. Siempre había intentado adaptarse a las nuevas situaciones, y aquélla no iba a ser una excepción. Ya que iba a disponer de algún tiempo de verdadero descanso, decidió que reorganizaría su vida. Hasta podía llamar a su «espía» particular, Javier Maldonado, y devolverle la invitación a cenar al tiempo que le preguntaba algunas de las cosas que habían quedado en el tintero desde que Valente le habló.
¿Me has estado espiando? ¿Trabajas para Eagle Group?
Se imaginaba la cara que pondría Maldonado.
Entonces recordó la apuesta.
Bien, estaba casi segura de que Valente la olvidaría.
Cuando Blanes le dijo: «Ven a mí», dejó de pensar en apuestas y trotó hacia él en éxtasis, seguro
.
¿Y si no era así? ¿Y si decidía continuar con el juego hasta el final? Pensó en esa posibilidad y notó que se ponía muy nerviosa. Desde luego, no iba a faltar a su palabra: haría todo lo que él le dijera, pero también suponía —esperaba— que él a su vez no intentaría propasarse. Ella cedería esperando que él hiciera igual. Estaba casi segura de que lo que a Valente le interesaba, por encima de cualquier cosa, era humillarla, y si ella accedía con naturalidad a sus demandas el juego perdería para él toda la diversión.
Te llamaré al móvil. Una sola llamada. Te diré dónde tendrás que ir y cómo, qué podrás llevar encima y qué no...
De pronto se sintió incómoda con el teléfono metido en el bolsillo de los pantalones. Era como tener la mano de Valente apoyada sobre su muslo. Lo sacó y revisó posibles llamadas perdidas: no tenía ninguna. Entonces lo dejó sobre la mesa con el gesto de un jugador que apuesta el resto a un solo número. Al levantar la vista percibió la alarma en los ojos de Víctor, que parecía conocer todos y cada uno de los pensamientos que habían cruzado por su cabeza.
—Creo que ayer me pasé de la raya —dijo Víctor—. No debí hablarte así... Seguro que me entendiste mal. Yo... no deseaba asustarte.
—No me asustaste —repuso ella sonriendo.
—Pues me alegra que me lo digas. —Pero la mueca que contrajo su expresión parecía manifestar lo contrario—. Estuve todo el día pensando que había sido un exagerado. A fin de cuentas, Ric no es el diablo...
—No se me había ocurrido ni de lejos tal comparación. Pero haces bien en aclararlo, porque Satanás podría ofenderse.
Algo en la réplica de ella hizo mucha gracia a Víctor. Al verle reír, Elisa también rió. Luego bajó la vista hacia su sándwich casi intacto y el teléfono móvil al lado, como expectante. Agregó:
—Lo que no entiendo es que os hicierais amigos. Sois tan distintos...
—En aquella época éramos niños. De niño haces muchas cosas que después consideras de otra manera.
—Supongo que tienes razón.
Y de repente Víctor empezó a hablar. Su monólogo era como una tormenta: las frases parecían truenos que demoraban en brotar de sus labios, pero los pensamientos que las impulsaban semejaban descargas de violentos relámpagos dentro de él. Elisa lo escuchó con atención, ya que, por primera vez desde que lo conocía, Víctor no hablaba sobre teólogos ni física. Contemplaba abstraído un punto en el aire mientras su voz iba desgranando algún tipo de historia.
Habló, como siempre, del pasado. De aquello que ha ocurrido y aún sigue ocurriendo, como alguna vez el abuelo de Elisa le había explicado a ella. De las cosas que fueron y, por lo mismo, siguen siendo. Habló de lo único que hablamos cuando nos ponemos a hacerlo de verdad, porque es imposible hablar con detenimiento de otra cosa que no sean los recuerdos. Mientras lo escuchaba, la cafetería, el congreso y sus inquietudes profesionales se disolvieron para Elisa y solo existió la voz de Víctor y la historia que contaba.
Varios años después supo que su abuelo había tenido razón al afirmar, en cierta ocasión:
El pasado de los demás puede ser nuestro presente.
El tiempo es extraño, en efecto. Se lleva las cosas hacia un lugar remoto al que no podemos acceder, pero desde allí éstas siguen obrando su mágico efecto sobre nosotros. Víctor volvía a ser niño, y ella casi podía verlos a ambos: dos chavales solitarios que compartían similares inteligencias y, quizá, gustos semejantes, dominados por la curiosidad y el deseo de saber, pero también por las aficiones que otros chicos de su edad no se atrevían a llevar a cabo. Sin embargo, ellos sí, y por eso eran diferentes. Ric era el jefe, el que sabía lo que debía hacerse, y Víctor —Vicky— aceptaba en silencio, quizá temeroso de lo que pudiera pasar si se negaba, o quizá deseoso de ser igual.
El principal atractivo de Ric, había explicado Víctor, era precisamente su principal defecto: la inmensa soledad en la que vivía. Abandonado por sus padres, educado por un tío que cada vez se mostraba más indiferente y remoto, Ric carecía de reglas, de normas de conducta, y le resultaba imposible pensar en algo que no fuese él. Todo el mundo que le rodeaba era como un teatro cuyo único fin parecía ser complacerle. Víctor se convirtió en un espectador asiduo de ese teatro, pero al madurar dejó de asistir a sus fantásticas funciones.