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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (23 page)

BOOK: Zombie Island
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El suyo, no. De inmediato, dio con lo que Mael quería que encontrara. Algo que ella había visto mientras rebuscaba comida en la basura, algo importante. Una calle… una plaza… una entrada, una puerta de acero. Manos humanas, manos humanas vivas agarradas a los barrotes. Un ruido sordo chirrió y crujió en su entorno, sintió un sabor metálico en la boca, cobre, sangre seca, pero luchó por ignorarlo. Más seres humanos vivos, muchos más, cientos. Vio sus ojos tratando de ver en la oscuridad, sus ojos asustados. ¿Cientos?

Cientos. Su deslumbrante energía lo cegó. Quería arrebatarles esa energía.

Cuando volvió en sí, estaba a cuatro patas y un largo y reluciente hilo de baba caía desde su labio inferior al barro.

—¿Ahora? —preguntó.

Sí.

Gary hizo una señal y los trabajadores muertos descendieron de las escaleras para reunirse a su alrededor. Fue más allá con su mente y llamó a otros —un ejército de ellos— desde lugares tan lejanos como el lago. Una vez le cogió el tranquillo, era fácil. No necesitaba darles instrucciones detalladas como tenía que hacer con el hombre sin nariz y la mujer sin rostro. No tenía que gestionar las menudencias. Sencillamente les decía lo que quería y ellos lo hacían sin replicar. Era agradable. Era asombroso. Convocó a más, a tantos como pudo.

Déjame unos cuantos para poner un techo sobre mi cabeza, ¿eh, amigo?

Gary asintió, pero estaba demasiado ocupado reuniendo su ejército para prestarle demasiada atención al druida.

—Muchos… —dijo, sin saber si se estaba refiriendo a los vivos o a los muertos.

Capítulo 18

Jack me dio un teléfono móvil que parecía sacado de principios de los noventa. Un verdadero ladrillo: tenía cinco centímetros de grueso y estaba recubierto de goma por los lados para asegurar un buen agarre. La antena era casi tan grande como el propio teléfono, medía unos veinte centímetros y era tan gruesa como mi dedo índice.

Motorola 9505 —dije, intentando impresionarlo—. Fantástico. La mayoría de los móviles no debían de servir para nada en Nueva York — las antenas que coronaban los tejados de los edificios no tenían alimentación—, pero esa bestia podía conectarse a la red de satélites de comunicación Iridium. Podía funcionar en cualquier lugar de la Tierra siempre y cuando tuviera batería y acceso abierto al cielo. Lo que significaba que debías estar cerca de una ventana o de una de las rejillas de ventilación del metro. La ONU utilizaba teléfonos Iridium, pero en unidades limitadas, se les entregaban, a los agentes de campo como si se tratara de huevos Fabergé. En Norteamérica, eran el equipamiento estándar de las unidades militares y, de hecho, Jack lo había conseguido en una garita abandonada de la Guardia Nacional a unas cuantas manzanas.

Había dos teléfonos más conectados a un cargador múltiple, que tenía capacidad para seis unidades. Los otros habían salido con partidas de rastreadores de comida y no regresaron nunca.

Una de las características más destacadas de ese modelo en particular era que también funcionaba como transmisor, de modo que pude conectar con el sistema de radio del
Arawelo.
Le hice una llamada rápida a Osman para hacerle saber que seguíamos vivos.

—Eso es terrible, Dekalb —dijo él, la cobertura se perdía y se cortaba a través del denso techo de la estación, pero seguía siendo audible—. Si estuvieras muerto, podría volver a casa. Colgué para ahorrar batería.

—La siguiente parada es la armería —dijo Jack. Abrió la puerta de la taquilla de venta de billetes de la estación. Detrás del cristal blindado había hileras e hileras de rifles de cañón largo, algunos todavía estaban en sus cajas. Lo peor era que se trataba de juguetes. Eran rifles de
paintball,
pistolas de aire comprimido, armas de perdigones que garantizaban que no traspasaban la piel humana.

—En Nueva York hay más jugueterías que tiendas de armas —le explicó Jack. No sonó como una disculpa—. Cogimos todo lo que encontramos. Son útiles como armas de distracción. Si le das a un cadáver con una de éstas lo nota. Vendrá a por ti, lo que le da tiempo suficiente a tu compañero para derribarlo.

Teóricamente, tu compañero llevaría una rifle de caza monodisparo, de los cuales había exactamente tres, o una pistola, había docenas de ésas, pero sólo un par de cajas de munición para ellas. Aunque había muchísimos machetes, mazos de hierro y porras antidisturbios.

—Supongo que de todas formas tú no eres demasiado bueno con las armas —dijo Jack, echando un vistazo a su arsenal. Se decidió por un machete con una hoja de cincuenta centímetros, originalmente un útil de jardinería. Lo notaba equilibrado en la mano, el puño estaba recubierto de goma para mayor comodidad, pero no ardía en deseos de utilizarlo. —Estás de broma —dije.

—Lo afilé yo mismo. Deja que yo me ocupe de luchar, ¿vale? Tú puedes ser el encargado de comunicaciones. —Echó otro vistazo a la taquilla y salimos a buscar a Ayaan. Estaba con Marisol, que le estaba pintando las uñas. La soldado se puso en guardia cuando vio a Jack, pero no podía dejar de balbucear cuando se dirigía a mí.

—Antes era una estrella de cine —me contó Ayaan, y tuve que evitar las ganas de echarme a reír—. Salía en
Novia a la fuga,
con Julia Roberts, pero cortaron sus escenas en la posproducción. Creo que es la mujer más hermosa del mundo, ahora.

Ayaan tenía dieciséis años. Cuando yo tenía su edad me vestía como Kurt Cobain y me aprendí todas las letras de
Lithium.
Supongo que escogemos a nuestros héroes cuando los encontramos.

—Vamos a buscar los medicamentos —le expliqué. Eso rompió el hechizo. De inmediato, se puso a limpiar y comprobar su arma y a reunir sus pertenencias. No le hacía falta esperar a que se le secaran las uñas.

Traté de ser discreto cuando Jack y Marisol se despidieron, pero me dominaba el ansia por ponernos manos a la obra. Jack tenía un plan y, aunque no me había dejado participar para organizado, sabía que sería bueno.

—Si no vuelves… —dijo Marisol, subiéndole las gafas a Jack al puente de la nariz. No fue capaz de terminar la frase.

—Entonces estáis todos acabados. —Jack la rodeó por las caderas. —Dekalb —me dijo a la espalda—, ¿empiezas a entender por qué tuve que casarme con un político? Al menos Montclair sabe cómo mentir. Salid de aquí. Yo permaneceré a la escucha. No podré hacer nada si os metéis en líos, pero al menos podré oír vuestros alaridos mientras morís.

Jack se rió, algo que me había parecido imposible la noche anterior. Le dio un último y profundo beso a Marisol y, después, nos condujo a las entrañas de la estación de metro y a continuación al andén del tren S. Las dos bocas idénticas de los túneles, iguales que las de una escopeta de doble cañón, estaban justo al otro lado de la puerta de acero.

Naturalmente, se esperaba nuestra sorpresa, y trató de explicárnoslo mientras se sacaba un juego de llaves enorme del bolsillo.

—Los túneles van hasta Grand Central de forma ininterrumpida. No hay electricidad, así que no tenemos que preocuparnos por el tercer raíl. Sí, estará oscuro, pero, hasta donde sabemos, también estará despejado. Nunca hemos visto un cadáver despistado salir de ese túnel.

—Es un túnel subterráneo abandonado y los muertos han vuelto a la vida —dije, como si se le hubiera pasado algo evidente.

—Cruzaremos media ciudad —insistió Jack, abriendo la puerta—. Casi hasta al lado de la ONU, y es un recorrido cerrado en toda su duración. —¿Nunca has visto una película de miedo? —preguntó Ayaan, pero ella traspasó el umbral igual que yo.

Jack cerró la puerta detrás de él y comenzó a recorrer el andén a paso ligero. Me apresuré a alcanzarlo. En el techo brillaban las luces y los azulejos blancos de las paredes no estaban más sucios que los de la explanada, pero el andén era tangiblemente diferente, más frío, menos acogedor. Aquí no había protección contra la ciudad.

Cuando entramos en el túnel de la derecha, la sensación se convirtió en un temor espeluznante. Jack se paró para entregarnos una luz química a cada uno de nosotros. Las dobló por la mitad y las agitó hasta que empezaron a brillar, después nos las colgamos de las camisas para poder localizarnos unos a otros en la oscuridad. Él tenía una linterna halógena unida con cinta de embalar a su SPAS-12, la encendió y vimos los raíles que se extendían en una línea perfectamente recta, la representación del infinito directamente sacada de una clase de geometría de secundaria, como si hubieran convocado tu clase de instituto en el infierno. Básicamente, el tiempo perdió todo significado cuando nos internamos en el túnel. Caminábamos sobre las vías, nuestros pies se adaptaron al ritmo de pisar sobre los durmientes. Intenté contar mis pasos durante un rato, pero me aburrí rápido de hacerlo. Miraba por encima del hombro cada tanto, observar la luz de la estación que dejábamos atrás me sobrecogía, deseaba poder regresar, pero en pocos instantes no era más brillante que una estrella. No hacíamos más ruido que el inevitable, incluso tratábamos de no respirar demasiado fuerte.

El túnel que mostraba la linterna de Jack era uniformemente negro, o más aún. Era un color apagado y polvoriento que absorbía la luz y nos devolvía poco a lo que enfocar. Una y otra vez pasábamos junto a la caja de cables en la pared o una señal luminosa, pero esas últimas parecían estar flotando en el espacio, desarraigadas de la realidad. La realidad eran las vías, el tercer raíl que corría paralelo a nosotros y los innumerables huecos, entradas y puertas de emergencia construidas en muros atravesados con arcos romanos para permitir la ventilación cruzada de los túneles gemelos. Agujeros donde podía haber escondida cualquier cosa.

Jack se detuvo abruptamente delante de nosotros, casi me golpeé en la nariz con su luz química amarilla y verde. Me situé a su lado para ver qué le había hecho frenarse.

Una mujer muerta estaba a cuatro patas sobre las vías, se metía cucarachas en la boca. Cuando levantó la vista, sus ojos empañados eran como espejos perfectos, nos deslumbró con el reflejo. Le faltaba casi todo el labio superior, lo que la había dejado con una mueca de desdén permanente. Se puso de pie y comenzó a avanzar con torpeza hacia nosotros la luz de Jack imprimía extrañas sombras ondulante en su vestido descolorido.

Casi había llegado hasta nosotros cuando me di cuenta de que ni Jack ni Ayaan iban a dispararle. Los miré y vi que Jack estaba sujetando la culata del AK-47 para que apuntara al techo. Volvió la vista para dedicarme una mirada de indiferente curiosidad.

Uno de los brazos de la mujer muerta estaba doblado de una forma dolorosa bajo sus pechos, pero llevaba el otro estirado para agarrarnos. Tenía la boca abierta de par en par, como si quisiera tragarnos de un bocado.

—Exactamente igual que un bate de béisbol, Dekalb —dijo Jack, recordándome que tenía el machete en la mano.

Estaba tan cerca que su hedor me envolvía, adhiriéndose a mi ropa.

—¡Dios! —exclamé, embestí hacia delante, con ambas manos, proyectando todo mi peso. Sentí su esquelética figura chocar contra mi pecho mientras la hoja le atravesaba la cabeza por la mitad, la resistencia de su cráneo fue un golpe contundente en mí hombro, como si me hubiera atropellado un coche. Pero después se quedó inanimada, era una masa inerte y vibrante que se deslizó por la pernera de mi pantalón. Jadeé, resollé en busca de aire, agachándome hacia delante y viendo a la luz de la linterna de Jack que había seccionado la cabeza de la mujer muerta con un corte diagonal que incluía un ojo. No se iba a levantar otra vez.

—¿Por qué? —pregunté.

Jack se agachó a mi lado y me puso un brazo sobre los hombros.

—Tenía que saber si iba a tener que ocuparme de ti. Ahora sé que te puedes ocupar de ti mismo.

—¿Y eso es bueno?

Vomité todo lo que tenía en la boca: mi miedo, su hedor, la expresión de Ayaan, que por primera vez mostraba verdadera aprobación. Una aprobación que no necesitaba para nada, si eso era lo que hacía falta para obtenerla. Estaba descompuesto, por todo.

Jack me apretó el brazo y siguió adelante. Yo observé cómo se alejaba su luz química durante un momento, después eché a correr para alcanzarlo.

Capítulo 19

Seguí la linterna de Jack por una interminable serie de escaleras, así como tramos sin funcionamiento de escaleras mecánicas. A medida que avanzábamos se hizo más sencillo ver en la oscuridad. Pensaba que mis ojos se estaban ajustando a la oscuridad, pero en realidad se trataba de que habíamos llegado a Grand Central y la luz —luz solar de verdad— entraba a través de los altos ventanales de la estación. Cuando aparecimos en los pasillos de mármol que conducían a la explanada principal, de repente volví a ver, parpadeé rápido, con los ojos llorosos.

Ayaan hincó una rodilla en el suelo y barrió la terminal vacía desde el visor de su rifle. Jack se quedó pegado a las paredes, pero yo estaba tan contento de haber abandonado los túneles que no era capaz de mantener ese saludable nivel de paranoia. Los dejé pasar delante de quioscos vacíos, tiendas desiertas de camisas de hombre o de discos o de flores, después de pasar un puesto de limpiabotas entramos en la enorme explanada principal y pude levantar la vista hasta el techo verde y azul con los diagramas dorados del zodíaco, hacia los grandes ventanales a través de los cuales brillaban claros haces de luz amarilla. No había ningún signo de vida o movimiento por ninguna parte.

Lo de Times Square me había impresionado, y esto debió de impresionarme también. Según mi experiencia, Grand Central estaba siempre atestado. Pero había algo en el lugar —su escala catedralicia o, quizá, el destello del mármol— que le confería una especie de lúgubre paz. Realmente, no había tiempo para deleitarse en los detalles, pero me costaba apartar el interés de la aplastante quietud de la terminal. Era un lugar construido para gigantes durmientes y yo anhelaba descansar un rato en su gracia megalítica. Los conduje por el pasaje que discurre por debajo del edificio Graybar hasta una hilera de puertas de cristal. Contaban con cierres arriba y abajo pero Jack tenía una pistola para forzar cerraduras de la policía. Tenía el aspecto exterior de una pistola, pero donde debería haber estado el cañón, asomaba una gruesa ganzúa. Prácticamente podía abrir cualquier puerta de la ciudad. En un principio, sólo las autoridades civiles podían poseer ese tipo cosas, pero Internet las había puesto a disposición de todo el mundo; Jack la había conseguido del mismo proveedor que le había vendido la SPAS-12.

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