100 Sonetos De Amor (3 page)

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Authors: Pablo Neruda

BOOK: 100 Sonetos De Amor
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Nuestros besos errantes recorrieron el mundo:

Armenia, espesa gota de miel desenterrada,

Ceylán, paloma verde, y el Yang Tsé separando

con antigua paciencia los días de las noches.

Y ahora, bienamada, por el mar crepitante

volvemos como dos aves ciegas al muro,

al nido de la lejana primavera,

porque el amor no puede volar sin detenerse:

al muro o a las piedras del mar van nuestras vidas,

a nuestro territorio regresaron los besos.

Soneto XXXIV

Eres hija del mar y prima del orégano,

nadadora, tu cuerpo es de agua pura,

cocinera, tu sangre es tierra viva

y tus costumbres son floridas y terrestres.

Al agua van tus ojos y levantan las olas,

a la tierra tus manos y saltan las semillas,

en agua y tierra tienes propiedades profundas

que en ti se juntan como las leyes de la greda.

Náyade, corta tu cuerpo la turquesa

y luego resurrecto florece en la cocina

de tal modo que asumes cuanto existe

y al fin duermes rodeada por mis brazos que apartan

de la sormbra sombría, para que tú descanses,

legumbres, algas, hierbas: la espuma de tus sueños.

Soneto XXXV

Tu mano fue volando de mis ojos al día.

Entró la luz como un rosal abierto.

Arena y cielo palpitaban como una

culminante colmena cortada en las turquesas.

Tu mano tocó sílabas que tintineaban, copas,

alcuzas con aceites amarillos,

corolas, manantiales y, sobre todo, amor,

amor: tu mano pura preservó las cucharas.

La tarde fue. La noche deslizó sigilosa

sobre el sueño del hombre su cápsula celeste.

Un triste olor salvaje soltó la madreselva.

Y tu mano volvió de su vuelo volando

a cerrar su plumaje que yo creí perdido

sobre mis ojos devorados por la sombra.

Soneto XXXVI

Corazón mío, reina del apio y de la artesa:

pequeña leoparda del hilo y la cebolla:

me gusta ver brillar tu imperio diminuto,

las armas de la cera, del vino, del aceite,

del ajo, de la tierra por tus manos abierta

de la sustancia azul encendida en tus manos,

de la transmigración del sueño a la ensalada,

del reptil enrollado en la manguera.

Tú con tu podadora levantando el perfume,

tú, con la dirección del jabón en la espuma,

tú, subiendo mis locas escalas y escaleras,

tú, manejando el síntoma de mi caligrafía

y encontrando en la arena del cuaderno

las letras extraviadas que buscaban tu boca.

Soneto XXXVII

Oh amor, oh rayo loco y amenaza purpúrea,

me visitas y subes por tu fresca escalera

el castillo que el tiempo coronó de neblinas,

las pálidas paredes del corazón cerrado.

Nadie sabrá que sólo fue la delicadeza

construyendo cristales duros como ciudades

y que la sangre abría túneles desdichados

sin que su monarquía derribara el invierno.

Por eso, amor, tu boca, tu piel, tu luz, tus penas,

fueron el patrimonio de la vida, los dones

sagrados de la lluvia, de la naturaleza

que recibe y levanta la gravidez del grano,

la tempestad secreta del vino en las bodegas,

la llamarada del cereal en el suelo.

Soneto XXXVIII

Tu casa suena como un tren a mediodía,

zumban las avispas, cantan las cacerolas,

la cascada enumera los hechos del rocío,

tu risa desarrolla su trino de palmera.

La luz azul del muro conversa con la piedra,

llega como un pastor silbando un telegrama

y entre las dos higueras de voz verde

Homero sube con zapatos sigilosos.

Sólo aquí la ciudad no tiene voz ni llanto,

ni sin fin, ni sonatas, ni labios, ni bocina

sino un discurso de cascada y de leones,

y tú que subes, cantas, corres, caminas, bajas,

plantas, coses, cocinas, clavas, escribes, vuelves,

o te has ido y se sabe que comenzó el invierno.

Soneto XXXIX

Pero olvidé que tus manos satisfacían

las raíces, regando rosas enmarañadas,

hasta que florecieron tus huellas digitales

en la plenaria paz de la naturaleza.

El azadón y el agua como animales tuyos

te acompañan, mordiendo y lamiendo la tierra,

y es así cómo, trabajando, desprendes

fecundidad, fogosa frescura de claveles.

Amor y honor de abejas pido para tus manos

que en la tierra confunden su estirpe transparente,

y hasta en mi corazón abren su agricultura,

de tal modo que soy como piedra quemada

que de pronto, contigo, canta, porque recibe

el agua de los bosques por tu voz conducida.

Soneto XL

Era verde el silencio, mojada era la luz,

temblaba el mes de Junio como una mariposa

y en el austral dominio, desde el mar y las piedras,

Matilde, atravesaste el mediodía.

Ibas cargada de flores ferruginosas,

algas que el viento sur atormenta y olvida,

aún blancas, agrietadas por la sal devorante,

tus manos levantaban las espigas de arena.

Amo tus dones puros, tu piel de piedra intacta,

tus uñas ofrecidas en el sol de tus dedos,

tu boca derramada por toda la alegría,

pero, para mi casa vecina del abismo,

dame el atormentado sistema del silencio,

el pabellón del mar olvidado en la arena.

Soneto XLI

Desdichas del mes de Enero cuando el indiferente

mediodía establece su ecuación en el cielo,

un oro duro como el vino de una copa colmada

llena la tierra hasta sus límites azules.

Desdichas de este tiempo parecidas a uvas

pequeñas que agruparon verde amargo,

confusas, escondidas lágrimas de los días

hasta que la intemperie publicó sus racimos.

Sí, gérmenes, dolores, todo lo que palpita

aterrado, a la luz crepitante de Enero,

madurará, arderá como ardieron los frutos.

Divididos serán los pesares: el alma

dará un golpe de viento, y la morada

quedará limpia con el pan fresco en la mesa.

Soneto XLII

Radiantes días balanceados por el agua marina,

consaltos como el interior de una piedra amarilla

cuyo esplendor de miel no derribó el desorden:

preservó su pureza de rectángulo.

Crepita, sí, la hora como fuego o abejas

y es verde la tarea de sumergirse en hojas,

hasta que hacia la altura es el follaje

un mundo centelleante que se apaga y susurra.

Sed del fuego, abrasadora multitud del estío

que construye un Edén con unas cuantas hojas,

porque la tierra de rostro oscuro no quiere sufrimientos

sino frescura o fuego, agua o pan para todos,

y nada debería dividir a los hombres

sino el sol o la noche, la luna o las espigas.

Soneto XLIII

Un signo tuyo busco en todas las otras,

en el brusco, ondulante río de las mujeres,

trenzas, ojos apenas sumergidos,

pies claros que resbalan navegando en la espuma.

De pronto me parece que diviso tus uñas

oblongas, fugitivas, sobrinas de un cerezo,

y otra vez es tu pelo que pasa y me parece

ver arder en el agua tu retrato de hoguera.

Miré, pero ninguna llevaba tu latido,

tu luz, la greda oscura que trajiste del bosque,

ninguna tuvo tus diminutas orejas.

Tú eres total y breve, de todas eres una,

y así contigo voy recorriendo y amando

un ancho Mississippi de estuario femenino.

Soneto XLIV

Sabrás que no te amo y que te amo

puesto que de dos modos es la vida,

la palabra es un ala del silencio,

el fuego tiene una mitad de frío.

Yo te amo para comenzar a amarte,

para recomenzar el infinito

y para no dejar de amarte nunca:

por eso no te amo todavía.

Te amo y no te amo como si tuviera

en mis manos las llaves de la dicha

y un incierto destino desdichado.

Mi amor tiene dos vidas para armarte.

Por eso te amo cuando no te amo

y por eso te amo cuando te amo.

Soneto XLV

No estés lejos de mí un solo día, porque cómo,

porque, no sé decirlo, es largo el día,

y te estaré esperando como en las estaciones

cuando en alguna parte se durmieron los trenes.

No te vayas por una hora porque entonces

en esa hora se juntan las gotas del desvelo

y tal vez todo el humo que anda buscando casa

venga a matar aún mi corazón perdido.

Ay que no se quebrante tu silueta en la arena,

ay que no vuelen tus párpados en la ausencia:

no te vayas por un minuto, bienamada,

porque en ese minuto te habrás ido tan lejos

que yo cruzaré toda la tierra preguntando

si volverás o si me dejarás muriendo.

Soneto XLVI

De las estrellas que admiré, mojadas

por ríos y rocíos diferentes,

yo no escogí sino la que yo amaba

y desde entonces duermo con la noche.

De la ola, una ola y otra ola,

verde mar, verde frío, rama verde,

yo no escogí sino una sola ola:

la ola indivisible de tu cuerpo.

Todas las gotas, todas las raíces,

todos los hilos de la luz vinieron,

me vinieron a ver tarde o temprano.

Yo quise para mí tu cabellera.

Y de todos los dones de mi patria

sólo escogí tu corazón salvaje.

Soneto XLVII

Detrás de mí en la rama quiero verte.

Poco a poco te convertiste en fruto.

No te costó subir de las raíces

cantando con tu sílaba de savia.

Y aquí estarás primero en flor fragante,

en la estatua de un beso convertida,

hasta que sol y tierra, sangre y cielo,

te otorguen la delicia y la dulzura.

En la rama veré tu cabellera,

tu signo madurando en el follaje,

acercando las hojas a mi sed,

y llenará mi boca tu substancia,

el beso que subió desde la tierra

con tu sangre de fruta enamorada.

Soneto XLVIII

Dos amantes dichosos hacen un solo pan,

una sola gota de luna en la hierba,

dejan andando dos sombras que se reúnen,

dejan un solo sol vacío en una cama.

De todas las verdades escogieron el día:

no se ataron con hilos sino con un aroma,

y no despedazaron la paz ni las palabras.

La dicha es una torre transparente.

El aire, el vino van con los dos amantes,

la noche les regala sus pétalos dichosos,

tienen derecho a todos los claveles.

Dos amantes dichosos no tienen fin ni muerte,

nacen y mueren muchas veces mientras viven,

tienen la eternidad de la naturaleza.

Soneto XLIX

Es hoy: todo el ayer se fue cayendo

entre dedos de luz y ojos de sueño,

mañana llegará con pasos verdes:

nadie detiene el río de la aurora.

Nadie detiene el río de tus manos,

los ojos de tu sueño, bienamada,

eres temblor del tiempo que transcurre

entre luz vertical y sol sombrío,

y el cielo cierra sobre ti sus alas

llevándote y trayéndote a mis brazos

con puntual, misteriosa cortesía:

Por eso canto al día y a la luna,

al mar, al tiempo, a todos los planetas,

a tu voz diurna y a tu piel nocturna.

Soneto L

Cotapos dice que tu risa cae

como un halcón desde una brusca torre

y, es verdad, atraviesas el follaje del mundo

con un solo relámpago de tu estirpe celeste

que cae, y corta, y saltan las lenguas del rocío,

las aguas del diamante, la luz con sus abejas

y allí donde vivía con su barba el silencio

estallan las granadas del sol y las estrellas,

se viene abajo el cielo con la noche sombría,

arden a plena luna campanas y claveles,

y corren los caballos de los talabarteros:

porque tú siendo tan pequeñita como eres

dejas caer la risa desde tu meteoro

electrizando el nombre de la naturaleza.

Soneto LI

Tu risa pertenece a un árbol entreabierto

por un rayo, por un relámpago plateado

que desde el cielo cae quebrándose en la copa,

partiendo en dos el árbol con una sola espada.

Sólo en las tierras altas del follaje con nieve

nace una risa como la tuya, bienamante,

es la risa del aire desatado en la altura,

costumbres de araucaria, bienamada.

Cordillerana mía, chillaneja evidente,

corta con los cuchillos de tu risa la sombra,

la noche, la mañana, la miel del mediodía,

y que salten al cielo las aves del follaje

cuando como una luz derrochadora

rompe tu risa el árbol de la vida.

Soneto LII

Cantas y a sol y a cielo con tu canto

tu voz desgrana el cereal del día,

hablan los pinos con su lengua verde:

trinan todas las aves del invierno.

El mar llena sus sótanos de pasos,

de campanas, cadenas y gemidos,

tintinean metales y utensilios,

suenan las ruedas de la caravana.

Pero sólo tu voz escucho y sube

tu voz con vuelo y precisión de flecha,

baja tu voz con gravedad de lluvia,

tu voz esparce altísimas espadas,

vuelve tu voz cargada de violetas

y luego me acompaña por el cielo.

Soneto LIII

Aquí está el pan, el vino, la mesa, la morada:

el menester del hombre, la mujer y la vida:

a este sitio corría la paz vertiginosa,

por esta luz ardió la común quemadura.

Honor a tus dos manos que vuelan preparando

los blancos resultados del canto y la cocina,

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