En el centro de la sala, junto al ataúd, Justinia Malvern permanecía sentada en su silla de ruedas, agarrando el vaso de precipitados vacío con una de sus manos casi inertes. La otra mano descansaba encima del teclado de un ordenador portátil colocado sobre el ataúd.
—Como ya sabe, no puede hablar. Se le pudrió la laringe hace ya muchos años. Éste es su único medio de expresión —dijo Hazlitt. Entonces se frotó el puente de la nariz con el pulgar. Le dedicó una sonrisa a su paciente mientras isla hacía acopio de fuerzas para pulsar una de las teclas con un dedo que parecía una daga.
—Debería tener más paciencia, Arkeley —dijo el doctor—. Puede usted aprender mucho de alguien tan mayor y sabio.
Cuando Malvern hubo terminado, cruzó las manos en el regazo, alzó la cabeza y miró a los visitantes; el rostro le temblaba de emoción. Hazlitt dio la vuelta al ordenador para que Caxton
y
Arkeley pudieran ver la pantalla. En letras cursivas de fuente treinta y seis, Malvern había mecanografiado:
ESTIRPE OS DEVORARÁ SIN PIEDAD
Arkeley se rió. Entonces se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Volveré para controlarlos a los dos —le dijo a Hazlitt—. Y con frecuencia.
Caxton lo siguió hasta la salida.
De nuevo bajo la blanca luz del pasillo, Caxton empezó a pestañear y a frotarse los ojos. Siguió los pasos de Arkeley hasta el centro del edificio, donde había un mostrador tras el cual un funcionario de prisiones con la insignia de sargento miraba la televisión en un aparato portátil, tal vez una serie de humor. La recepción era tan mala que las carcajadas no se distinguían de las interferencias.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Marshal?
Sin prisas, el funcionario apartó los pies de encima del mostrador y cogió el teclado del ordenador.
—Buenas noches, Tucker. Necesito información sobre el personal del centro. Concretamente, quiero que me proporcione el nombre y la dirección de todos los empleados que han trabajado aquí durante, pongamos, los últimos dos años. Quiero saber si siguen trabajando aquí y, si no, por qué se fueron. ¿Puede proporcionarme esa información?
—Claro, ningún problema.
Tucker movió el ratón durante
un
rato y luego pulsó una tecla. Al final del pasillo había una impresora láser que escupió tres hojas de papel.
Arkeley sonrió, con una sonrisa mucho más cálida y mucho más humana que todas las que le había dedicado a Caxton.
—La tecnología moderna es una maravilla. Antes había que esperar varios días para conseguir un informe como éste. Oiga, Tucker, ¿cómo va el tema de la permanencia del personal?
El guarda se encogió de hombros.
—Como el culo, por la noche este sitio da miedo y muchos no pueden aguantarlo. Otros, como yo, tenemos suficientes cojones para quedarnos. Casi le diría que la mitad de las caras que veo entrar no duran ni una semana. En el último año tal vez han pasado diez tipos por aquí. Y luego está también el personal de limpieza y de mantenimiento, los albañiles, los comisionados de seguridad, y qué se yo. Pasan por aquí tan rápido que ni siquiera tienen tiempo para presentarse.
Arkeley asintió con la cabeza.
—Me lo temía —dijo—. Cualquiera de ellos podría haber entrado en contacto con Malvern —añadió dirigiéndose a Caxton.
—Por lo que cualquiera de ellos podría ser nuestro vampiro —respondió Caxton.
Arkeley asintió. Caxton había dado en el clavo y se sintió avergonzada y orgullosa al mismo tiempo. Arkeley fue a buscar las hojas de papel de la impresora y regresó con paso ligero al lugar donde Caxton esperaba.
—En teoría, Hazlitt debe encargarse de mantenerla aislada, pero ya lo ha visto; hará cualquier cosa que ella le pida —Arkeley meneó la cabeza en un gesto de indignación—. Todos los doctores que traemos se enamoran de ella.
—¿Los hipnotiza? —preguntó Caxton, que de repente se acordó de aquella parte del informe.
—Puede ofrecerles mucho más que su mirada penetrante —replicó Arkeley al tiempo que echaba un vistazo a las hojas.
—¿Y por qué no lo sacan de aquí a la fuerza ahora mismo y lo sustituyen? —preguntó Caxton—. Tienen ustedes un concepto muy extraño de lo que es trabajar de policía. Arkeley asintió con la cabeza.
—Escuche —dijo Arkeley—, si alguien quiere ser tu enemigo, sólo puedes hacer una cosa: darle exactamente lo que quiere. Esto lo confundirá y hará que se pregunte si estás tramando algo. Si despidiera a Hazlitt esta noche, éste empezaría a pensar en cómo sacar a Malvern de aquí. Si, por lo menos, dejo que disfrute de su compañía, sé dónde puedo encontrarlos, a ambos —aclaró. Ordenó los papeles y prosiguió—. Muy bien. Ahora vayámonos a casa a descansar. Empezaremos a descartar nombres de la lista por la mañana. Siempre es mejor cazar vampiros a la luz del día.
Caxton se dijo que era una idea muy razonable. Se dirigieron hacia el aparcamiento, donde el rocío había cubierto el capó del coche y había empañado las ventanas. Caxton puso el coche en marcha y se dirigió a la autopista más cercana, la Ruta 322, que les llevaría casi hasta Harrisburg.
Caxton encendió la calefacción para disipar el frío de la noche. Entrar en calor después de todo lo que había visto y experimentado en los últimos dos días no resultaba fácil. Era como si el frío le hubiera penetrado en el cuerpo. Le provocaba dolor de huesos. Quiso poner la radio pero no se atrevió; ¿y si a Arkeley no le gustaban sus preferencias musicales? No valía la pena empezar otra discusión, ni exponerse a que su amor propio quedara aún más dañado. Ya lo había captado: ella era tan sólo una agente de la unidad de autopistas y él un agente federal de primera línea. Caxton estaba dispuesta a tratarlo con la deferencia que su experiencia merecía, con respeto. Sin embargo, cada vez que Arkeley la reprobaba, se sentía como una fracasada. No podía tener la piel tan fina, al menos con Arkeley.
La sorprendió que, mientras estaba absorta en esos pensamientos, fuera Arkeley quien rompiera el silencio. Le causó un gran impacto que la elogiara.
—Hizo unas preguntas muy pertinentes ahí dentro, agente —observó—. Con una preparación adecuada algún día podría llegar a ser una detective aceptable.
Caxton había imaginado que cuando Arkeley pronunciara un cumplido como ése (probablemente tras hallarla victoriosa frente a un montón de vampiros muertos), lo haría algo avergonzado, como si de repente se hubiera dado cuenta del potencial que había en ella y que, cegado por su propia arrogancia, no había sabido ver hasta entonces. En cambio, a la hora de la verdad Arkeley no parecía avergonzado, sino que habló con el mismo tono de siempre: como un profesor de primaria repartiendo los boletines de notas. Sin embargo, en esta ocasión había sacado un notable alto. Iba a tener que conformarse con eso.
—Debería aprender más cosas acerca de esos monstruos si quiere que le ayude —dijo Caxton—. Y yo quiero ayudarle.
—Lo hará, de un modo u otro. Y yo también la ayudaré a usted. Pase lo que pase éste va a ser un caso trascendental. El hecho de enfrentarme a Lares supuso un gran avance en mi carrera —le explicó—. No dude de que se granjeará un ascenso si logramos que esa cosa no mate a demasiada gente.
Caxton sacudió la cabeza. Aquello era algo en lo que ni siquiera había pensado.
—No me hice policía para coleccionar insignias. Aunque, no me malinterprete, tampoco le haría un feo a un aumento de sueldo. Pero si estoy en este coche es porque creo en lo que hago. Después de graduarte en la academia, te hacen pronunciar el juramento de honor. Te lo hacen repetir muy a menudo, hasta que te lo crees. «Soy policía de Pensilvania. Soy un soldado de la ley. Se me ha confiado el honor de la fuerza.» Antes se tomaban muy a pecho eso de que fuéramos soldados. Los agentes no podían casarse y vivían todos juntos en barracones, como en el ejército. A las mujeres no se les permitió entrar en el cuerpo hasta los años setenta.
Arkeley enmudeció durante un rato. Cuando volvió a hablar lo hizo con un tono reflexivo.
—No le debió de ser fácil formar parte de una organización tan conservadora. Imagino que al principio, y todavía hoy, habrá observado cierta hostilidad hacia las mujeres dentro de su profesión.
—De hecho, seguramente usted misma ya se habrá enfrentado en alguna ocasión a una adversidad directa. Habrá oído a alguien decir «Una mujer que ejerce un trabajo de hombres», la típica conversación que se oye en los vestuarios.
—Por supuesto. A muchos de los chicos les encanta fanfarronear —dijo Caxton.
—La habrán convertido en el punto de mira de las burlas. Seguro que le ponen motes. Motes hirientes, aunque tal vez acertados.
Caxton se ruborizó. No tenía muy claro hasta dónde quería llegar con sus averiguaciones.
—Sí, tengo motes. Pero a todo el mundo le ponen motes, así que...
—Seguro que también se meten con usted por el hecho de ser lesbiana.
Caxton apretó los labios y oyó un zumbido en el interior de las orejas. Miró a los coches que se cruzaban con ellos por el carril de la izquierda. Estaba conduciendo demasiado deprisa y se obligó a reducir la velocidad.
—Porque usted es lesbiana, ¿verdad? Lo supuse por su corte de pelo —explicó Arkeley—. Aunque por supuesto podría estar equivocado...
Caxton se removió en su asiento y fulminó con la mirada a su compañero.
—¡Sí, soy gay! —gritó. Parecía que no controlaba su tono de voz—. ¿Ya usted qué le importa? Me da igual que lo sepa. Me da igual quién lo sepa. Me enorgullezco de ser como soy. Pero eso no le da ningún derecho a... a... ¡No debería importarle! ¡No tiene nada que ver con este caso, joder!
—Bien cierto —asintió impertérrito.
—Entonces, ¿qué necesidad tenía de decir eso? ¡Joder, Arkeley! Arkeley carraspeó.
—Me he tomado la pequeña molestia de organizar esta comedia porque quiero quitarle esa costumbre suya de contarme gilipolleces, agente. Dice que es un soldado de la ley y todo lo que quiera. Dice que quiere ayudarme. Pero todo eso carece de la menor importancia. Usted está en este coche por una única razón.
Un Honda azul eléctrico los adelantó como una exhalación a casi ciento cincuenta por hora y no dejó que Arkeley terminara la frase. El coche patrulla camuflado se zarandeó por el impulso del otro vehículo, que a punto estuvo de colisionar con ellos, y Caxton hizo sonar la bocina. El Honda aminoró la velocidad y se situó justo delante de ellos, a muy poca distancia.
Pero ¿qué coño hace? —exclamó al tiempo que hacía sonar de nuevo el claxon. Entonces levantó el pie del acelerador y pisó el freno.
Otro coche, un Chevrolet Cavalier que necesitaba un lavado con urgencia, apareció por la izquierda. Se adaptó a la velocidad de Caxton. Cuando ésta intentó reducir la velocidad, el conductor del Chevy hizo lo propio. Por el retrovisor, Caxton vislumbró un tercer coche que se le acercaba por detrás. La estaban encajonando. Le dedicó una mirada asesina al conductor del Chevy
y
éste se la devolvió. Tenía la cara hecha jirones.
—Me persiguen; estuvieron en mi casa y ahora me persiguen —dijo Caxton. Por el retrovisor vio cómo el siervo que tenía detrás se acercaba aún más al parachoques del coche patrulla.
—Lo dudo mucho —respondió Arkeley—. Agárrese.
El coche que los perseguía, un Hummer H2, los embistió y el impacto de metal contra metal hizo que el coche patrulla soltara un chirrido. Sin embargo, el siervo que los perseguía no tenía intención de hacerlos chocar; Caxton contaba con la experiencia suficiente en persecuciones policiales para darse cuenta de ello. El conductor del coche de detrás tan sólo le estaba mostrando cuáles eran sus límites. Caxton aceleró un poco, hasta que estuvo a apenas unos centímetros del coche que la bloqueaba por delante y modificó su posición en el asiento para tener a los tres asaltantes controlados.
—Entonces, ¿no están aquí por mí? —preguntó Caxton.
—No, no creo. —Arkeley desenfundó el arma—. Cuando me cargué a Lares, éste estaba alimentando a sus antepasados. Les llevó sangre. He investigado un poco y he descubierto que otras personas habían observado ya un comportamiento similar. Los vampiros codician la sangre, pero además adoran a la criatura que les ha echado la maldición, que los ha convertido en vampiros. Esto es una respuesta a mis amenazas contra Malvern en el hospital. Baje su ventanilla y échese un poco hacia atrás.
Caxton hizo lo que le pedía y, sin perder un segundo, Arkeley se inclinó sobre ella y disparó dos veces contra el Chevy que tenían a la izquierda. El siervo se cubrió la cara con las manos, pero éstas estallaron en una nube de huesos y carne atrofiada. Su cabeza se quebró y se partió en dos, y a continuación el coche se salió de la carretera y se empotró contra un árbol. Caxton miró por el retrovisor y vio cómo los faros del Chevy apuntaban en direcciones distintas antes de apagarse.
El Hummer H2 volvió a embestirlos por detrás. Los siervos no parecían estar demasiado contentos. Caxton agarró el volante con tanta fuerza que le dolieron los hombros.
—Vale, ahora me toca a mí —dijo.
Entonces giró el volante y pisó el acelerador. El coche patrulla salió disparado y golpeó la parte posterior derecha del Honda que tenían enfrente. El neumático resbaló sobre la calzada y el coche salió propulsado hacia la izquierda. Caxton logró esquivar el vehículo, que estaba fuera de control, y lo dejó atrás. Como todos los componentes de la unidad de autopistas, había pasado tres días recibiendo instrucción sobre tácticas de evasión en persecuciones. Mientras se adentraban a toda velocidad en la oscuridad, se giró y le dedicó a Arkeley una sonrisa. Estaba verdaderamente orgullosa de sí misma.
—¿Sabe cómo utilizar la radio? —le preguntó, señalando el salpicadero con la barbilla—. Descuelgue y póngase en contacto con la centralita de la Unidad H. Necesitamos a todos los agentes disponibles.
Pero Arkeley se la quedó mirando.
—¿Cómo se puede ser tan idiota? —dijo casi susurrando.
Ella no le devolvió la mirada. Estaba concentrada tratando de no perder el control del coche. Estaba yendo a más de ciento cincuenta por una carretera por la que se debía circular a cien, como mucho.
—Si los hubiéramos dejado, nos habrían llevado al lugar donde se encuentra su amo.
—El vampiro —dijo ella.
—Sí.
—Pero ¡si le ha disparado a ése! —protestó Caxton.
—Debía intentar que no pareciera que nos limitábamos a seguirles la corriente, ¿no cree?