Arkeley se removió en el asiento del pasajero. Parecía mucho menos flexible que el día anterior; Caxton imaginó que enfrentarse a los vampiros le provocaba un gran desgaste.
—Probamos todas esas cosas con Malvern durante los primeros años, antes de que Armonk empezara a adorarla y quejarse de que también ella tenía sus derechos. Descubrimos que detesta la luz; no la hace arden en llamas, pero le provoca dolor. Y eso es aplicable a casi cualquier luminosidad. Tiene que dormir durante el día, no hay forma de mantenerla despierta. Su cuerpo cambia literalmente mientras luce el sol, cualquier daño que haya sufrido durante la noche anterior cicatriza. Algún día tendrá que venir a ver la metamorfosis. Es asqueroso pero fascinante.
—No, gracias —respondió Caxton—. Cuando se cierre este caso no quiero saber nada más de monstruos. Podrá conservar su título como el único cazador de vampiros estadounidense. Creo que yo seguiré con los controles de alcoholemia y los accidentes de tráfico. Y, dígame, ¿cómo se generan todas esas historias si no son ciertas?
—Muy fácil: a nadie le gustan las historias con final infeliz. Hasta el siglo pasado, con la llegada de las armas de fuego de precisión, no fuimos capaces de plantarles cara a los vampiros. Sin embargo, poetas y escritores decidieron cambiar los detalles de la historia para no deprimir a sus lectores con lo horrible que podía llegar a ser el mundo.
—Pero si podían compararlo con la realidad...
—Se trata precisamente de eso: no los comparaban —dijo Arkeley con un suspiro—. Cada vez que aparece un vampiro, la gente dice lo mismo: ‹¡Yo creía que se habían extinguido!›. Eso es así porque en el mundo nunca hay más que un puñado de ellos al mismo tiempo. Y gracias a Dios que es así. Si fueran más numerosos y estuvieran mejor organizados, estaríamos muertos.
Caxton frunció el ceño y se esforzó en no pensar demasiado en esa posibilidad. No dijo nada más en todo el trayecto hasta Caernarvon, donde de se encontraba la cabaña de caza. A Arkeley se le daban bien los silencios, algo que Caxton empezaba a apreciar. Había cosas de las que era mejor no hablar.
Al llegar a la cabaña de caza encontraron coches patrulla de tres jurisdicciones distintas aparcados en un campo cubierto de hierba: de la policía estatal, del sheriff del condado y también del único policía local del lugar, un hombre de mediana edad con uniforme azul oscuro que se encontraba junto al vehículo con cara de estar a punto de vomitar. Técnicamente era el responsable de la escena del crimen; por eso fue él quien tuvo que autorizar el acceso a Caxton y Arkeley, que esperaron hasta que estuvo en condiciones de comprobar su documentación.
—¿Cree que lo soportará? —le preguntó Arkeley a Caxton. No lo dijo en tono de desafío, aunque así fue como ella se lo tomó—. No va a ser nada agradable.
—He raspado del asfalto a niñas que venían del baile de graduación, tipo duro —replicó—. He arrancado dientes del salpicadero para poder compararlos con los registros dentales.
Arkeley respondió a su bravata con una sonrisita mordaz.
A quince metros de distancia no parecía que tuviera tan mal aspecto. La cabaña en sí era una construcción más elaborada de lo que había esperado. Se encontraba junto a un arroyo, a la sombra de unos sauces altísimos. La mayoría de cabañas que Caxton había visto tenían una estructura sencilla, con un empinado tejado a dos aguas que evitaba que se derrumbaran bajo el peso de la nieve en invierno. En cambio, la casa de Farrel Morton era más bien un pabellón de caza. El edificio tenía una espaciosa estructura principal con numerosas ventanas de la que salía un ala más nueva y lo que Caxton, a juzgar por las chimeneas y respiraderos, imaginaba que era una cocina adosada. En la parte delantera de la cabaña había un porche bien surtido de mecedoras de madera tallada y aún con corteza. Debajo del tejado, Morton había colocado una insignia contra maleficios, uno de los antiguos amuletos que los ‹Pensilvania Dutch» usan para protegerse del mal.
Al parecer no había servido de mucho. Había varios policías con la camisa del uniforme desabrochada y sin sombrero haciendo agujeros en el patio de la cocina; tampoco hacía falta que perforaran demasiado.
—Yo creía que todas las víctimas de los vampiros regresaban como siervos —dijo Caxton al ver la montaña de huesos y carne corrompida que había salido de uno de esos agujeros. La caja torácica temblaba por culpa de los gusanos. Caxton tuvo que apartar los ojos. Aquello era peor que los accidentes de tráfico. Por lo menos, las víctimas que veía en la carretera eran recientes y tenían un color normal. Éstas, en cambio olían mal. Muy mal.
—Sólo si el vampiro les ordena que vuelvan de entre los muertos —explicó Arkeley—. Éste en concreto no necesitaba demasiados sirvientes, especialmente si pretendía pasar desapercibido. Los siervos no se camuflan tan bien como los vampiros. Estaba sediento de sangre, por lo que cada vez se cobraba más víctimas, pero tampoco quería treinta esclavos a su alrededor que se dedicaran a llama la atención.
—Yo más bien diría cien, contando los de dentro —intervino el policía local. Seguía estando amarillento, pero llevaba su documentación en la mano; se la devolvió y los dejó entrar en la casa.
Cuando vio la cocina, Caxton casi deseó que les hubiera denegado la entrada. La escena allí dentro no tenía ningún sentido y su cerebro se negaba a aceptar lo que veía. Además, el olor seguía volviéndola loca. Olía mal, muy, muy mal, pero lo peor era que nunca hubiera creído que pudiera existir un olor así. Su cerebro reptiliano sabía que olía a muerte y la espoleaba a marcharse de allí. Caxton notó cómo éste se retorcía en la base del cráneo, como si intentara escabullirse por la columna vertebral.
Decidió concentrarse en los detalles para así no tener que ver la situación general. No resultaba fácil. Por todas partes había policías con uniformes distintos, que iban de un lado a otro recogiendo pruebas y metiéndolas en bolsas, haciendo su trabajo. Pero Caxton apenas lograba distinguirlos de los huesos. Más que una casa, aquello era una cripta. Había huesos clavados en las paredes, como si formaran partes de la decoración, encima del esmalte blanco del horno y dentro de los armarios. Alguien se había dedicado a clasificarlos en cráneos, pelvis, costillas y extremidades.
—Trastorno obsesivo-compulsivo —susurró Caxton.
—Pues mire, ésa sí podría ser una leyenda real —respondió Arkeley—. En la Europa del Este solían esparcir semillas de mostaza alrededor del ataúd de un vampiro. Creían que el monstruo iba a tener que contarlas todas antes de actuar, de modo que si dejaban suficientes, tendría que estar contando hasta el amanecer. No tenemos demasiada información sobre qué hacen los vampiros y los siervos cuando no cazan. Sabemos que no ven la televisión porque los desconcierta. No entienden nuestra cultura y tampoco les interesa. A lo mejor tienen sus propios pasatiempos; a lo mejor se dedican a clasificar huesos.
Caxton se dirigió a la sala principal, en principio para poder alejarse todos aquellos huesos, pero lo que encontró allí era aún peor. Se agarró el estómago con las dos manos y no lo soltó. Había un sofá y tres sillas de aspecto realmente cómodo dispuestos en un semicírculo alrededor de una gran chimenea. Sentados había varios cuerpos humanos en diversos estados de descomposición, como si estuvieran posando. Algunos tenían los brazos sobre los hombros de otros, o estaban inclinados hacia delante, apoyados sobre los codos. Estaban atados con alambre para que se mantuvieran derechos y en posturas naturales.
—Dios. —Era demasiado, no tenía ningún sentido—. No lo entiendo. El vampiro se comió a toda esta gente pero conservó sus cuerpos. Entonces mató a Farrel Morton y a sus hijos y decidió que tenía que esconder los cadáveres. ¿A qué se debió ese cambio repentino? ¿Por qué Morton era distinto?
—Alguien podía echarlo de menos —terció una voz.
Era la fotógrafa de la oficina del sheriff, una asiática con un largo flequillo que le caía sobre la frente. Caxton la había visto ya en alguna ocasión, en la escena de un crimen o en algún lugar parecido.
—Por lo que sabemos hasta ahora, todas las víctimas encontradas en la casa son varones latinos e hispanos entre quince y cuarenta años.
Aunque parezca una mentira, fue Arkeley quien le dirigió una mirada confusa.
—¿Y eso qué significa? —preguntó.
Le había llegado a Caxton la hora de marcarse un tanto. Su náusea se desvaneció debido a su necesidad de impresionarle.
—Significa que se trataba de trabajadores inmigrantes: mexicanos, guatemaltecos, peruanos... Llegan cada año para trabajar en los invernaderos de champiñones o recoger fruta en los campos. Van de ciudad en ciudad siguiendo la temporada de recolección y pagan cuanto compran en efectivo para no dejar rastro sobre papel.
—Inmigrantes ilegales —dijo Arkeley, y asintió con la cabeza —. Tiene sentido.
—Es muy hábil —dijo la fotógrafa. Parecía enfadada, incluso cabreada. Caxton sabía que algunos policías transformaban el miedo y el asco en ira. Eso los ayudaba a hacer su trabajo. La fotógrafa alzó al a cámara y sacó tres fotos rápidas de una pelvis descuartizada que había encima de la mesita del café. Alguien la había utilizado como cenicero—. Hábil de cojones. Nadie les sigue la pista a estos inmigrantes. Y si alguien en su país los echa de menos, ¿qué va a hacer? ¿Venir hasta aquí a pedirle ayuda a la policía? Ni hablar, sólo lograrían que los deportaran.
—El vampiro vivió aquí durante varios meses, alimentándose de personas invisibles —dijo Caxton al tiempo que intentaba reconstruir los hechos—. Entonces, un día, llega el propietario con sus hijos. Los siervos a los que sorprendimos no transportaban sus cuerpos para convertirlos también en siervos. Iban a esconderlos a otra parte, para no atraer la atención hacia este lugar.
—Sí —respondió la fotógrafa—. Uno no debe cagar donde come.
Sacó otra fotografía, en esta ocasión de un paragüero lleno de paraguas y de fémures a partes iguales.
—Ya está bien, Clara. —Un fornido ayudante del sheriff agarró a la fotógrafa por el brazo—. Ya tenemos suficientes fotos —añadió, y entonces se volvió hacia Arkeley y Caxton—. ¿Han visto ya el sótano?
A Caxton empezó a darle vueltas la cabeza. El sótano. La cabaña tenía un sótano. ¿Qué especie de cripta de los horrores los esperaba allí? Cruzaron el vestíbulo y bajaron por unas escaleras. Caxton se apoyaba con una mano en el muro de mampostería y la otra en el pasamanos. Dejaron atrás varios estantes llenos de tarros de espesas conservas, pasaron por encima de una montaña de accesorios de deporte y materiales para techar. En el extremo opuesto de una estrecha bodega había un grupo de agentes de la policía estatal con guantes de látex formando un semicírculo. ¿Qué estaban custodiando? Se apartaron al ver a Arkeley y su estrella.
Caxton dio un paso. Tuvo la sensación de que más que andar flotaba. Se sintió como un fantasma en una casa encantada. Se abrió paso por entre los agentes. Al otro lado, en un sombrío nicho, había tres ataúdes idénticos, los tres abiertos, los tres vacíos.
Tres ataúdes.
—No —dijo Caxton—. ¡No!
No se había terminado. Quedaban dos más, dos vampiros más andaban sueltos.
Arkeley le dio un puntapié a uno de los ataúdes, que se cerró con un sonido hueco.
De nuevo en el exterior, Caxton se sentó en la hierba y apoyó la cabeza entre las piernas. No se había terminado. Caxton había creído que ya estaban a salvo. Había visto todos aquellos cadáveres humanos en la cabaña y había pensado que era un horror, pero aunque fuera triste era soportable, pues el vampiro estaba muerto. Ya no iba a descuartizar a nadie más, ya no chuparía la sangre de ningún cadáver aún caliente.
—Dijo «estirpe». Dijo que su estirpe nos devoraría —se lamentó Arkeley.
Fijó la vista en el perfil lejano de las azules colinas que se alzaban por encima del agua del arroyo. La niebla se levantaba por entre los árboles, que a Caxton le parecían fantasmas, fantasmas que suplicaban, que rogaban que les devolvieran la vida.
Fantasmas. Los fantasmas asustaban, pero no podían hacerte daño, en realidad. No podían hacerte añicos y chuparte la sangre hasta matarte. No utilizaban tus huesos como decoración.
—Malvern me engañó. Creí que hablaba metafóricamente. —Arkeley dio un puntapié a un montón de piedras, que cayeron rodando hasta el arroyo—. Creía que Lares era muy listo. Podía hacerse pasar por humano, era muy buen actor. Pero lo de Malvern es verdadera astucia. Sabía que estaría vigilándola. Sabía que un vampiro, un solo vampiro, podría hacer mucho daño y sembrar el caos. Pero sabía también que no sería suficiente. ¿Cuánto debe de costarle engendrar una de esas monstruosidades? ¿Y hacerlo estando bajo videovigilancia las veinticuatro horas? Durante veinte años he creído que estábamos a salvo, pero ahora me doy cuenta de que tan sólo estaba tomándose su tiempo para reunir fuerzas.
Caxton tomó una bocanada de aire. No estaba segura de si iba a convertirse en un sollozo o una arcada. Fue un ataque convulsivo y espontáneo. Entonces le dio otro y las costillas se le encogieron, como si hubiera notado que algo en su interior luchara por salir.
—Vámonos —dijo Arkeley—. Es hora de empezar a analizar las pistas. Tan sólo tenemos que repasar uno por uno los nombres de la lista de los empleados de Arabella Furnace. Quién sabe, joder, a lo mejor tenemos suerte.
—Espere —lo interrumpió Caxton. El nudo que tenía en el estómago le provocaba una sensación sumamente desagradable. Era incapaz de hablar. De pronto le sobrevino un acceso de tos.
—Tenemos que aprovechar la luz del día —insistió Arkeley—. Venga, levántese.
Caxton negó con la cabeza. Ponerse en pie no era una buena idea. Soltó un hipo y le salió un hilo de bilis por entre los labios. Vomitó el desayuno de un solo golpe, un líquido amarillento que no pudo retener. Se tumbó de lado, le temblaba todo el cuerpo de forma incontrolable.
—Sé que no le importan mis sentimientos —gimoteó—, pero yo ya no puedo aguantarlo más.
Arkeley se puso en cuclillas junto a ella. Le palpó el cuello con los dedos, para tomarle el pulso. A continuación apartó la mano y Caxton lo miró, aún con la mejilla sobre la hierba húmeda. Seguía sus movimientos con un solo ojo. Y entonces, sin previo aviso, éste le pegó una bofetada.
Caxton soltó un grito y su cuerpo se zarandeó. Se incorporó y se obligó a levantarse: apoyó la espalda en la fachada del edificio para darse impulso y ponerse en pie. Le clavó la mirada a Arkeley, una mirada intensa, de puro odio. Arkeley le devolvió la mirada, impasible.