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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (14 page)

BOOK: 13 balas
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—Llévalo siempre e intenta no establecer contacto visual con nadie que creas que puede herirte.

Caxton cogió el amuleto de Vesta y se lo colgó alrededor del cuello; era una espiral enroscada que podría pasar por una alhaja. Caxton se alegró de ello, pues había temido que se tratara de un pentágono o de un crucifijo horroroso.

—Ésos no te servirán; su poder requiere una fe que no posees.

Caxton tocó el frío metal que le colgaba sobre la garganta. Deanna. Ahora que había empezado a pensar en Deanna no podía quitársela de la cabeza.

—No se trata tan sólo de no echarla. Es que no quiero perderla como perdí a mi madre.

Vesta se la quedó mirando, pero no dijo nada. Era como si esperara que Caxton le contara la triste y lamentable historia de la demencia de su madre, la depresión que la había asolado tras la muerte de su marido y que había desembocado en un suicidio.

—Se ahorcó —dijo por fin Caxton, roja de vergüenza—. En su dormitorio. Un vecino la encontró, cortó la soga e intentó que se aspecto fuera presentable. Mi madre estuvo siempre muy orgullosa de si físico. Cuando llegué yacía en su cama, la habían peinado y alguien incluso la había maquillado. Sin embargo, o hubo forma de esconder la marca que la soga le había dejado en el cuello.

Vesta asintió con la cabeza y soltó una nube de humo.

—Te preocupa perder a Deanna y es normal. Pero cuando llegue el momento estarás preparada para dejarla partir. Tendrás que hacerlo. Lo veo con tanta fuerza como veo las ondas que se agolpan en tu mente.

A Caxton aquella última parte le pareció confusa hasta que, finalmente, vio la carta que Vesta tenía en la mano y que mostraba tres líneas onduladas.

—Bueno, vayamos a buscar a los chicos.

Se levantaron y se dirigieron a la cocina, donde encontraron a Arkeley y a Urie sentados en una mesa enorme que en su día había sido una puerta y que ahora estaba colocada encima de unos prosaicos caballetes de madera. Entre ambos había una montaña de unas piezas de forma triangular y color perla. Caxton cogió una y vio que se trataba de un diente de vampiro. Después de matarlo la noche anterior, el agente federal debía de haberse dedicado a arrancarle los dientes al vampiro con unos alicates.

Urie Polder metió los dientes en una bolsa de raso y la ató con una correa.

—Sí, lo acepto a modo de pago —dijo.

—¿Y qué va a hacer con ellos? —preguntó Caxton.

—Ya les encontrará alguna utilidad —respondió Vesta, que se la llevó hacia la puerta—. Quien no malgasta, no pasa necesidades.

Mientras se alejaban de la casa, Caxton vio a la niña rubia que los miraba desde la ventana. No la había conocido y ni siquiera sabía cómo se llamaba.

CAPÍTULO 18

Caxton condujo hasta State College, tan sólo a unos veinte kilómetros de donde estaban, para evadirse de la asfixiante atmósfera de Pensiltucky. Los estudiantes transitaban las avenidas arboladas de la ciudad universitaria vestidos con parkas e impermeables de colores vivos. Paseaban en pareja o en grupos de cuatro o más, reían, con mochilas en la espalda, tenían el rostro sonrosado por el frío y, sin embargo, no llevaban gorro. Estaban vivos; eso era lo principal. Estaban muy vivos y se preocupaban tan sólo por banalidades como el sexo, las notas y la cerveza. Ninguno de ellos tenía interés alguno en despellejar fantasmas ni en chuparle la sangre a nadie. También eran jóvenes, no tenían arrugas, y aún no habían perdido la inocencia. Para Caxton fue un alivio poder observarlos.

Se le estaba yendo la cabeza y lo sabía. El simple hecho de conducir hasta tan lejos para poder ver a gente joven le hizo tomar conciencia de los sombría que se había vuelto su vida en tan sólo unos días. Aparcó el coche en College Avenue, justo enfrente de un inmenso portal de piedra a través del cual podía ver el patio interior. Se desabrochó el cinturón pero no bajó del coche.

Arkeley alzó la vista. Había estado absorto en su Blackberry desde el inicio del trayecto.

—Buenas noticias —dijo al fin—. La unidad de investigación ha descartado a dieciséis sospechosos. Decidieron empezar por el personal médico y los celadores; quienes probablemente habrían estado en contacto directo con Malvern. Ya van por la mitad de la lista.

Caxton asintió con la cabeza. Aquello eran buenas noticias.

—Malvern. Al final todo se reduce a Malvern. ¿Cómo ha acabado aquí? —preguntó Caxton—. Usted la encontró en Pittsburgh, pero no nació allí, ¿verdad?

—No —respondió Arkeley, y se guardó la Blackberry en el bolsillo del abrigo—. Los vampiros no paran de ir de aquí para allá; y de ese modo están siempre un paso por delante de la gente como nosotros. Hace ya muchos años que intento reconstruir sus pasos y aún no he terminado. Sé que nació en la ciudad inglesa de Manchester alrededor de 1695. Sembró el terror en aquella ciudad durante unos sesenta y cinco años, hasta que su sed de sangre se acrecentó demasiado y se quedó sin fuerza para salir del ataúd. Durante un tiempo otro vampiro se hizo cargo de ella. Su cuidador, Thomas Easling, fue quemado en la pira de Leeds en 1783. Más tarde encontraron el cuerpo de Malvern en la propiedad de Easling, y dieron por sentado que estaba muerta, que se trataba de un cuerpo momificado, una reliquia que fue vendida por treinta y cinco libras esterlinas a un tal Josiah Caryl Chess, el dueño de una plantación de Virginia que se las daba de erudito en historia natural. Poseía una impresionante colección de fósiles de dinosaurios y mamíferos, así que un vampiro moribundo debió de ser un gran hallazgo. Nunca se molestó en extirparle el corazón. Al fin y al cabo Malvern no podía moverse, y a pesar de que el hombre debía de saber que la vampira aún vivía— probablemente incluso la alimentaba—, seguramente estaba convencido de que era inofensiva. Lo más probable es que el hombre hubiera sucumbido a sus encantos, aunque a juzgar por su diario uno creería que había sido al revés. Mantuvo relaciones carnales con ella por lo menos en una ocasión.

—¡Qué asco! —exclamó Caxton, y el estómago se le encogió como si fuera una pelota de goma.

Caxton se acordó de lo que Arkeley le había contado sobre Malvern y su cuidador actual, el doctor Hazlitt. «Puede ofrecerles mucho más que su mirada penetrante», había dicho.

—Pero ella debía de estar. Discúlpeme su lo que voy a decir es una guarrada, pero debía de estar totalmente seca, ¿no?

—Los lubricantes íntimos han existido desde siempre. Los romanos, por ejemplo, utilizaban aceite de oliva. Y si se lo permites, si entras en su juego, Malvern puede presentar cualquier aspecto que desees, puede convertirse en tu mujer ideal. Y la ilusión dura tanto como ella quiera.

Había algo en la voz de Arkeley que la preocupaba.

—¿Usted la ha visto hacerlo? —preguntó Caxton.

La agente quería saber si Malvern se había metamorfoseado para Arkeley; y si éste había sucumbido. Sin embargo, no podía preguntárselo, o al menos no con esas palabras.

Arkeley se rió.

—Ha tratado de engatusarme en repetidas ocasiones. Llevo visitándola un par de veces al mes desde hace veinte años y durante toso ese tiempo ha hecho todo lo posible para que me pusiera de su lado. Hasta hoy siempre me he resistido. —Lo dijo como si ni siquiera él estuviera convencido de que fuera a lograrlo también en el futuro— Bueno, Chess murió desangrado, evidentemente. Nadie culpó oficialmente a Malvern; ella nunca se movió de su ataúd, que estaba colocado en el salón para impresionar a los invitados. Visto con perspectiva es obvio que fue ella quien le chupó la sangre a Chess, pero por aquel entonces culparon de su muerte a un esclavo amotinado. Encerraron a Malvern en el desván y se olvidaron de ella. Durante la guerra de secesión, la plantación quedó reducida a cenizas y Malvern estuvo desaparecida durante un tiempo. De hecho, no se volvió a saber de ella hasta que pasó a manos de Piter Byron Lares, y a partir de aquí ya sabe cómo continúa la historia.

—Lares tenía en su poder un montón de vampiros moribundos, no únicamente a Malvern.

Arkeley asintió con la cabeza.

—Siempre cuidan de los suyos. Sienten una especie de veneración por sus antepasados y ése es uno de los pocos motivos que los hace actuar de forma irracional. En un principio pensé que los cuatro vampiros que había en el barco de Lares pertenecían a un mismo linaje, que uno de ellos había engendrado a Lares, y así sucesivamente. Pero estaba equivocado. Cuando encontré a Lares, éste ya llevaba varias décadas coleccionando vampiros ancestrales. Tal vez pensó que el hecho de ofrecerles sangre constituía una buena obra. Quizá eso lo ayudaba a limpiar su conciencia, suponiendo que tuviera algo parecido a nuestra conciencia. No lo sé. Yo mismo he estado investigando a los vampiros desde hace veinte años y aún no he logrado averiguar cómo piensan. Nos son demasiado ajenos.

Caxton se rascó la axila. Miró hacia afuera a través de la ventana y se fijó en los adolescentes que pasaban por ahí, abrazados para darse calor, con el rostro tan limpio. Ninguno de ellos sabía lo que les deparaba el futuro, ni qué sería de ellos.

—Ha estado todo este tiempo trabajando en el mismo caso.

—Muchos policías dedican su carrera a un solo caso. Al asesino que se escapó o al niño que desapareció y nunca volvió a saberse de él. —Arkeley se encogió de hombros—. Está bien, me ha pillado. Nunca he logrado sacarme el caso Lares de la cabeza. Me mudé aquí, a Pensilvania, para continuar investigando. He pasado varios años conociendo a gente como los Polder que pudieran proporcionarme algún tipo de información. Y he vigilado a Malvern como un águila.

—Y ahora, cuando alguien llama al FBI para denunciar que un vampiro ha provocado una masacre, lo llaman a usted. —Caxton frunció el ceño—. Eso es cargar con mucha responsabilidad.

—Lo llevo bien —dijo Arkeley.

Sí, seguro. Caxton debería estar concentrada en el caso, y sintiendo pena por Arkeley.

—Esta es mi primera investigación seria —le confesó Caxton—. No soy detective, pero creo tener una idea de lo que ocurrió. Lares mantuvo a Malvern con vida hasta que usted lo mató. Entonces, tras agotar diversas vías burocráticas, terminó confinada en aquel hospital, en Arabella Furnace.

—Correcto.

—Malvern trató de salir de allí recurriendo a sus encantos, a su labia, e incluso se comió a uno de los doctores, pero no le sirvió de nada. Usted no le quita el ojo de encima, siempre a la espera de que haga algo malo para poder castigarla. Aunque ella no puede rendirse así como así. Vivirá eternamente, atrapada para siempre en un lívido cadáver, así que su única opción es planear su huida, aunque eso le lleve veinte años. Recibe un poco de sangre, aunque no la suficiente para sustentarse. Necesita más fuerza, y decide engendrar a tres vampiros.

—Más bien debió de engendrar a uno de ellos y éste engendró a los otros dos. De esta forma Malvern no debió de correr un riesgo tan grande.

Caxton chascó la lengua.

—¿Y por qué tres? ¿Y por qué tendrían que transportar la sangre hasta ella? Un solo vampiro bastaría para robarla, con el ataúd incluido, y esconderla donde nosotros no pudiéramos encontrarla. Entonces podría reanimarla cuando mejor le pareciera.

—Su cuerpo es demasiado frágil para soportar el trajín de un traslado. Si ahora se partiera en dos, es probable que Malvern nunca reuniera la fuerza suficiente pata volver a juntarse. Necesita salir de Arabella Furnace por su propio pie.

Caxton incorporó aquella puntualización a todos los hechos que ya había supuesto.

—De acuerdo. De modo que el plan en llevarle sangre, tal como hacía Lares. Pero esta vez tendrá que ser mucha sangre, la que requiere curarla por completo. Para que eso ocurra, Malvern engendra un vampiro. Este se adentra en el bosque, se apropia de la cabaña de caza de Farrel Morton y la convierte en su centro de operaciones. Entonces engendra a dos vampiros más. Durante meses tratan de no llamar la atención, se alimentan de trabajadores inmigrantes y no se dejan ver. Espera el momento oportuno. Pero ¿por qué? ¿Por qué aún no han intentado liberar a Malvern? ¿Acaso los vampiros se vuelven más fuertes con el tiempo?

—No, nunca sin tan fuertes como la primera noche en que salen a cazar.

Caxton asintió con la cabeza.

—Así que cuanto más esperan, más se debilitan, y asumen un riesgo cada vez mayor. Se exponen a que alguien deambule por los alrededores de la cabaña de caza y descubra que se ha convertido en un mausoleo. Y eso es más o menos lo que de hecho ocurrió. Si aquel siervo no se hubiera topado con mi control de alcoholemia, aún ignoraríamos todo lo que está sucediendo. Farrel Morton aparece con sus hijos, con la idea de pasar un tranquilo fin de semana en el monte, pero, en vez de eso, se encuentra con la casa de los horrores. Los vampiros tienen tanto miedo a ser descubiertos que deciden mandar a un siervo a que se deshaga de los cuerpos en alguna otra parte, para que parezca que Morton ni siquiera se acercó a la cabaña. ¿Por qué tenían que complicarse tanto la vida? Cuando el plan fracasó tuvieron que abandonar la cabaña tan rápido que no pudieron llevarse los ataúdes. Ahora deben de estar desesperados.

Arkeley asintió con la cabeza.

—¿Tan desesperados como para atacar el hospital? —preguntó Caxton.

—El plan de Malvern no está del todo urdido, los vampiros aún no pueden pasar a la acción. Cuando le conviene, Malvern puede llegar a ser una criatura asombrosamente paciente. Y, con todo, tampoco deja escapar las oportunidades. Seguro que tiene un plan B que llevará a cabo tan pronto como le sea posible. Aunque no creo que consista en un ataque directo. Tengo una vaga idea de por qué los tres vampiros estaban esperando su momento.

—¿En serio?

—Por pura logística. Malvern necesita una cierta cantidad de sangre. Tres vampiros no pudieron traerle toda la sangre que se requiere para reavivarla totalmente. Pero cuatro sí que podrían. Estaban a punto de engendrar a otro vampiro.

—Dios. Pero ahora, se han reducido a dos, la mitad de lo que necesitan. Algo es algo, ¿no? No está mal.

Arkeley puso cara de pocos amigos.

—Tenemos algo más de tiempo, eso es todo.

Caxton levantó la mirada. Mientras habían estado ahí sentados, hablando, se habían consumido las últimas horas de la tarde. Al Oeste, sobre el horizonte, un rayo de luz amarilla indicaba que el sol se estaba poniendo. En unos quince minutos habría oscurecido.

—Hoy va a morir gente —dijo Caxton—, hagamos lo que hagamos.

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