—¿Y si lo logra? —le preguntó Arkeley.
El federal estaba en la escalera, fuera del alcance de la vista de Caxton. A pesar de ello, la agente sabía que se trataba de su voz.
‹¿Cómo?›, preguntó Caxton, incapaz de abrir la boca. Por lo menos podía pensarlo.
—¿Y si el pulgar se mueve? —preguntó Arkeley de nuevo—. ¿Qué hará entonces? ¿Continuará luchando?
Era una pregunta absurda.
‹Usted no es real›, dijo, como ya le había dicho antes. Y tal como había sucedido antes, funcionó. Arkeley desapareció. Caxton se sintió algo aliviada al comprobar que por lo menos podía controlar sus propios fantasmas.
Una vez Arkeley se hubo desvanecido, Caxton intentó volver al asunto que la ocupaba, aunque tardó un buen rato en acordarse de qué había estado haciendo antes de la interrupción. Era como si no pudiera, pensar correctamente. Cada vez que intentaba retener algo en la mente, sentía cómo al instante siguiente se le volvía a escapar. Iba a hacer algo, de eso sí que se acordaba. Algo importante. Un último movimiento vital. Sí. Quería intentar mover el pulgar.
Se miró el pulgar y pensó: ‹Muy bien, si puedes moverte, muévete›.
El pulgar se movió. Fue tan sólo un espasmo, apenas perceptible, casi un temblor. Pero se movió.
Caxton alzó la mirada hacia el hueco de la escalera para ver si Arkeley estaba allí, a punto de burlarse de ella, de preguntarle qué haría a continuación. Pero no estaba ahí, por supuesto, porque nunca había estado. No había sido real. Y, sin embargo, eso no la sacaba del atolladero. ¿Y ahora? ¿Qué haría ahora?
Tratar de mover la mano entera le pareció una buena idea. Intentó cerrar la mano. Lentamente, poco a poco, porque estaba muy cansada, su mano se fue cerrando en un puño.
Se sintió un poco contrariada. Francamente, deseaba que su mano la desobedeciera. Le resultaba mucho más cómodo quedarse allí sentada, sin hacer nada, mientras esperaba a que Reyes saliera del ataúd. Pero si había logrado cerrar la mano, casi seguro que también podría ponerse en pie. Y eso significaba que tenía que ponerse en pie.
—Tendrá que hacer mucho más que eso —le dijo Arkeley.
Estaba detrás de ella, escondido en algún lugar, en un lugar muy cercano, pero donde Caxton no podía verlo. La agente percibía su presencia, aunque no habría podido decir dónde se encontraba.
—Tendrá que abrir el ataúd.
Caxton decidió levantarse. Se tomó su tiempo, no tenía ninguna prisa. Si Arkeley le hubiera insistido en que se moviera con más brío, Caxton lo habría hecho desaparecer de nuevo, tal vez para siempre. Sin embargo, Arkeley no lo hizo. Ni la alentó ni la ridiculizó. Permaneció en silencio, aunque no desapareció, seguía allí.
Caxton se acercó al ataúd arrastrando los pies. Cuando llegó junto a éste, bajó la mirada y se fijó en el orificio que había dejado en la madera la bala que ella misma había disparado. Del agujero salía un serpenteante gusano blanco.
Caxton se arrodilló y colocó las manos debajo del borde de la tapa del ataúd y la abrió de un violento golpe. Ya sabía lo que iba a encontrar, pero le sorprendió que estuviera tan lleno. Vio los huesos de reyes, del mismo modo que había visto el esqueleto de Malvern, pero si la carne de Malvern había quedado reducida a uno o dos litros de viscoso líquido, el ataúd de Reyes estaba lleno hasta la mitad. Claro, Reyes tenía mucha más carne para licuar que Malvern. Algunos de los huesos flotaban muy cerca de la superficie y tenían los nudosos extremos cubiertos de colonias de gusanos. El cráneo descansaba en el fondo, totalmente sumergido, y miraba hacia Caxton con la mandíbula desencajada.
—Tiene que arrancarle el corazón —le dijo Arkeley.
Caxton se dio la vuelta para ver dónde estaba el federal. Lo tenía tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo del mismo modo que sentía la fría ausencia de humanidad que desprendía Reyes. Sin embargo, a Arkeley no lo veía, estaba en su cabeza. Con todo, Caxton se cuidó mucho de decirlo. Tenía la sensación de que si lo decía, Arkeley desaparecería, y sabía que necesitaría sus directrices.
—Arránquele el corazón —le repitió Arkeley.
Caxton buscó el corazón, pero no lo veía. No flotaba alrededor de la columna de Reyes, tampoco asomaba por la parte superior de la caja torácica. Entonces vislumbró algo oscuro en el fondo del ataúd, encima de la tapicería de seda, algo negro que no parecía un hueso. Caxton se dispuso a agarrarlo y de repente se detuvo. No estaba segura de poder meter la mano dentro de ese moco de carne licuada.
—Ha movido el pulgar —le dijo Arkeley—. Y se ha prometido a sí misma que si conseguía moverlo iba a continuar luchando. Éste es el único modo de hacerlo.
Caxton cerró los ojos e introdujo el brazo en el ataúd. El líquido se le adhirió, se le pegó al vello de la muñeca y del antebrazo. Notó el contacto de su piel con un hueso, áspero y horripilante. Los gusanos empezaron a subirle por el brazo. Quiso gritar. Sin embargo, aún estaba demasiado grogui para emitir sonido alguno. Se le ocurrió que de no haber estado medio hipnotizada no habría logrado coger el corazón.
A pesar de encontrarse en un estado semilúcido, sintió cómo sus dedos se aferraban a aquel órgano oscuro y lo extraían del líquido viscoso. El corazón chorreaba el caldo orgánico que durante el día le servía de cuerpo a Reyes, y los zapatos de Caxton se ensuciaron enseguida. También el corazón estaba cubierto de gusanos. Caxton trató de sacudirlo para quitárselos; no funcionó. Los gusanos estaban pegados. El músculo latía débilmente en la palma de Caxton, a un ritmo constante casi imperceptible que le indicaba que aún no había terminado.
La agente echó un vistazo a las estanterías. Reyes le había contado que el sótano abovedado había servido para almacenar el bórax y la cal, y ahora que estaba medio despierta podía olerlos, el aire tenía un ligero sabor alcalino. Aunque hacía ya tiempo que aquel sótano se había convertido en un almacén general donde se guardaban todo tipo de cosas. En las estanterías había tarros llenos de clavos, tornillos y otras piezas. También había material de acampada, velas y una infinidad de cajas llenas de impresos oficiales de seguridad, unos formularios que el gobierno exigía y en los que debía especificarse qué productos químicos había en la nave y cuál era su grado de toxicidad.
Caxton cogió el tarro más grande que encontró y vació su contenido en el interior del ataúd. Entonces hizo una bola con varias hojas de papel y la embutió en el tarro, aunque procuró dejar algo de espacio para que el aire circulara. Durante su época de exploradora había ido muchas veces de acampada y había aprendido a encender un fuego.
Para cuando Caxton lo tuvo todo preparado, la vela que iluminaba el sótano ardía intermitentemente, pero le bastó para encender su fuego improvisado en tan sólo un segundo. Las vivas llamas naranjas sobresalían del borde del tarro. El papel se arrugó y se carbonizó al instante, pero Caxton tenía a su disposición muchas hojas más con las que continuar alimentando la llama. Entonces dejó caer el corazón en el interior del bote.
Caxton esperaba tener que avivar el fuego durante horas antes de que el corazón empapado se secara. Todo el mundo sabe que prender un pedazo de masa muscular, y en especial el corazón, es muy difícil. Resultó que eso no era aplicable al corazón de un vampiro. Fue como si estuviera hecho de parafina, se incendió al instante con unas llamas azules tan calientes que el tarro de cristal estalló en pedazos y los llameantes restos salieron despedidos por todo el almacén.
En el interior del ataúd el cráneo de reyes subió flotando hasta la superficie y la mandíbula, abierta de par en par, emitió un grito que Caxton oyó a la perfección. Fue un interminable alarido de horror, el gemido de una criatura que se estaba quemando viva y era incapaz de moverse, de correr o escapar de las llamas.
De pronto todo había terminado. Caxton había imaginado (o esperado) algo mucho más dramático. Sin embargo, al cabo de unos segundos el cráneo se hundió hasta el fondo del líquido viscoso y volvió a quedarse inmóvil. El grito que Caxton había oído dentro de su cabeza se apagó, aunque en su interior continuó resonando una distante nota musical. De hecho, no llegó a extinguirse, sino que simplemente se perdió en el rumor de fondo de su cabeza.
—No se compadezca de él —le dijo Arkeley.
Caxton carraspeó para recuperar la voz.
—No me da ninguna pena. El hijo de puta me ha profanado. Aún ahora siento su presencia en mi interior. Me alegra que haya sentido tanto dolor.
Caxton se arrodilló junto al corazón en llamas y vio cómo ardía y se consumía. Cuando hubo quedado reducido a rescoldos naranjas, cuando los gritos hubieron cesado, Caxton cogió un papel para protegerse los dedos, agarró un trozo de corazón aún humeante y lo arrojó al ataúd. La carne licuada que había en el interior prendió y las molduras de madera de la tapa se llenaron de alegres llamitas.
—¿Qué es lo que hará a continuación? —le preguntó Arkeley.
—Subiré arriba —le contestó, porque era así de simple. Sin embargo, antes de hacerlo se detuvo para recuperar su Beretta. Tenerla en la mano le hacía sentirse bien y le confería autoridad.
Junto a la trampilla había un par de siervos. Estaban transportando un ataúd entre los dos, una caja de madera que en su día debía de haber servido para guardar herramientas pero en la que cabría una persona. Ese ataúd era para Caxton, para su renacer vampírico.
Uno de los siervos llevaba un casco cromado. Cuatro días antes era motorista, un tipo duro de proporciones enormes, al que le gustaban la gomina y las chupas de cuero. Reyes lo había cazado en una cabina telefónica. Nadie se acordaba de a quién iba a llamar.
—No puede quedar mucho —dijo el siervo con una voz aguda y estridente. Se frotó las manos y se le escamaron unos pedazos de piel reseca—. El sol está a punto de salir.
La otra sierva negó con su cadavérica cabeza y contestó:
—El sol. No pensé que nunca volvería a ver el sol. Pagaría lo que fuera por verlo ahora... Por Dios, ¿qué soy? ¿En qué me ha convertido? —se preguntó.
Parecía estar confundida y asustada. Reyes la había encontrado al amanecer, mientras hacía footing en una solitaria carretera rural aún cubierta por la niebla nocturna. Intentó escaparse pero Reyes corría más rápido.
—Esto es... Esto es el infierno. Estoy en el infierno, seguro.
—No lo des todo por perdido tan deprisa —le dijo el motorista—. Tiene sus cosas buenas.
La sierva se volvió para mirar a su compañero.
—¿Sus cosas buenas? ¿Me estás diciendo que convertirse para siempre en un engendro semimuerto y sin rostro tiene su lado bueno? No puedo comer, no puedo dormir y mi cuerpo se hace trizas ante mis propios ojos, se corroe literalmente con el contacto con el aire. ¿Dónde coño ves tú el lado bueno?
—Pues. —dudó el otro—... en que tan sólo dura una semana.
Entonces Caxton salió de la penumbra con una barra de acero macizo de un metro y medio de largo en las manos. Con un movimiento arrollador golpeó la cabeza sin rostro del ex motorista, que se le desprendió del cuello y salió volando. Su musculoso cuerpo se desplomó lentamente y cayó al suelo.
Caxton se dio la vuelta para enfrentarse a la sierva. Ésta dio un paso atrás para alejarse de ella, con los brazos extendidos, y le rogó que no le hiciera daño. Al instante siguiente la sierva estaba demasiado lejos para que Caxton pudiera alcanzarla con la pesada barra, que era cuando menos un arma poco manejable. Caxton la arrojó contra la sierva y dio un respingo cuando la barra rebotó con un ruido ensordecedor contra el suelo de piedra. No se había acercado ni por asomo al objetivo.
La sierva se dio la vuelta y echó a correr con piernas temblorosas. Caxton corrió tras ella y la atrapó con suma facilidad. Agarró la mano de su enemiga, se la arrancó de cuajo y la lanzó a un rincón de la nave. Luego la tomó por el brazo izquierdo, que se desprendió antes de que Caxton tuviera tiempo de tirar de él.
La sierva gritaba sin cesar. Finalmente se desplomó. Caxton le pateó la cabeza con los dos pies hasta que paró de gritar.
Después se detuvo para recobrar el aliento. Estaba sola en medio de la oscuridad de la nave. El vampiro estaba muerto.
—Aún tiene que salir de aquí con vida —le recordó Arkeley.
Caxton ya había dejado de buscarlo. Lo tenía cerca y eso era lo único que importaba.
—Con todo este ruido los otros estarán al llegar.
Caxton asintió con la cabeza. Arkeley tenía razón. La agente miró cuántas balas le quedaban en la Beretta. Sólo tres y aún había por lo menos trece siervos activos en la nave. No podía matarlos a todos de golpe. No podría enfrentarse a más de uno o dos a la vez. Si había logrado imponerse contra el motorista y la deportista había sido gracias al factor sorpresa. Le temblaron las manos de angustia y pánico. Recordó que a duras penas había sido capaz de levantar la barra de acero.
‹De acuerdo›, pensó, ‹si no puedes luchar contra ellos, corre›. El problema era que no sabía hacia dónde. La hoguera de la noche anterior se había consumido y la nave estaba completamente a oscuras, una oscuridad que lo llenaba todo. Tenía que haber una salida, una puerta que diera a la luz del día, pero no sabía dónde.
—Si no puede decidirse, diríjase hacia algo que ya haya visto antes y utilícelo como punto de referencia —le aconsejó Arkeley.
Caxton se dio la vuelta y se adentró en las profundidades de la nave, hacia el caldero y el alto horno. El sol había teñido los ventanales de una tenue luz blanquecina y Caxton logró atisbar algunos detalles dispersos. Veía lo suficiente como para no tropezar con los montones de basura y las molduras que le llegaban al tobillo.
Vio rostros desollados flotando en la penumbra, cuerpos nadando hacia ella en la oscuridad. Sintió cómo unas manos esqueléticas intentaban agarrarla. Una le tocó el costado, los músculos putrefactos de la mano de un siervo se aferraron a su camisa. Caxton soltó un codazo hacia atrás, con mucha fuerza, y la mano se hizo añicos con un crujido agudo.
Frente a ella, los restos enrojecidos de un rostro se le acercaban en la penumbra. Caxton alzó su Beretta y disparó al tiempo que el siervo alargaba los brazos para agarrarla. La criatura se resquebrajó y estalló, pero después de aquello a Caxton sólo le quedaban dos balas. Se agachó para evitar que otro siervo la golpeara y siguió corriendo. Bordeó el caldero y vio una puerta batiente de dos hojas. Un estrecho hilo de luz artificial penetraba por debajo de la puerta. Corrió hacia ella, extendió los brazos, empujó la puerta por la barra de seguridad y ésta se abrió con un chirrido. Caxton salió a un patio cercado por unos altos muros de ladrillo. El suelo estaba lleno de hierbajos amarillentos. Había bancos de trabajo y antiguas cajas de herramientas, pero ninguna salida.