Uno de los pies del vampiro se levantó del suelo y osciló hacia atrás. Caxton lo perdió de vista un instante pero no tardó en verlo regresar. El vampiro le propinó una patada en el estómago, algo para lo que la agente no estaba preparada. Caxton notó como si las tripas se le licuaran, le subieran por la garganta con una arcada y le bajaran hasta el recto. Apretó los dientes y logró controlar el dolor.
—¡No tenías nada, no eras nadie! —exclamó—. Y ahora eres aún menos. Eres una aberración. La luz del sol te funde y...
El vampiro volvió a levantar el pie para pegarle otra patada. Caxton soltó un grito y Reyes se detuvo, con los pies separados sobre el cemento, preparado para volver a patearla si no decía lo que él quería oír. Caxton le habría dicho lo que fuera, cualquier cosa, pero no tenía ni idea de cuáles habrían sido las palabras apropiadas.
—¿Qué hora es?
El vampiro le propinó otra coz. Fue como si la embistiera un coche en marcha. Caxton notó cómo los huesos de su caja torácica cedían. El dolor se precipitó directamente hacia su cerebro y entonces, sin previo aviso...
...abrió los ojos y vio que el techo estaba cubierto de humo negro. Bajó la mirada y vio de nuevo el resplandor rojizo del metal fundido. Se encontraba otra vez en el sueño.
En los momentos que había pasado despierta, la Caxton que habitaba el sueño había estado de lo más ocupada. Ignorando el dolor abrasador que sentía en las manos, se había encaramado a la gruesa cadena y ahora se encontraba suspendida a unos tres metros de la superficie de metal fundido. Con la cadena enroscada a las piernas y los brazos firmemente asidos estaba momentáneamente a salvo, aunque no tenía demasiadas opciones a medio plazo. No quedaba ni un palmo de suelo a la vista, el hierro líquido y humeante cubría ya los moldes y las herramientas, y rebasaba el borde superior del caldero. El molde sobre el que Caxton se había refugiado antes se había fundido y no era más que una mancha negra en la superficie del mar rojizo y lleno de burbujas que se abría bajo sus pies. El lago de fuego subía de nivel sin parar e iba cubriendo las ventanas como un espeso puré de escoria trémula que trepaba por las paredes a medida que más y más hierro fundido manaba del caldero.
A Caxton no le quedaba otra salida que seguir subiendo, a pesar de que encima de ella no había nada por lo que valiera la pena trepar. Caxton probó a pellizcarse, se agarró un pliegue de piel de la cintura y lo retorció con todas sus fuerzas. El dolor le encogió el estómago, pero no pasó nada. Se sacó uno de los guantes y lo arrojó al líquido ardiente. Éste se adhirió a la superficie con un siseo, soltó una llamita y luego desapareció para siempre. Caxton hincó los dientes en la fina membrana que une el dedo índice con el pulgar y mordió con fuerza. Más fuerte aún. Tanto que empezó a sangrar.
Pero el dolor no logró despertarla. Presa de la desesperación, Caxton cerró los ojos e intentó imaginar que todo desaparecía, intentó encontrar la forma de despertar recurriendo exclusivamente a su fuerza de voluntad; una vez más, el esfuerzo fue en vano.
Pensó en la fría nave, la planta de laminación en desuso de la realidad, donde los siervos esperaban para burlarse de ella, donde Reyes seguía dándole una paliza. ¿Realmente quería regresar?, se preguntó. ¿Era aquello mucho mejor que la abrasadora planta de sus sueños?
Desesperada, sola, prácticamente cegada, incapaz de respirar por el humo, se agarró a la cadena y empezó a llorar. No podía soportarlo más. El mundo del sueño era un infierno de fuego; la realidad sólo podía ofrecerle dolor y tortura. Sin embargo, sabía que existía una tercera opción.
Podía soltarse.
Intentó no pensar en ello, ignorarlo, pero el pensamiento regresaba una y otra vez. La perseguía. Podía soltarse, Soltarse y caer, caer para siempre.
Despertó y notó la luz de la luna en la cara. Parpadeó bajo aquella luz plateada y se incorporó. La luna asomaba por entre una grieta en el cristal de uno de los altos ventanales de la nave, dibujando un ancho rectángulo de luz en el suelo.
Caxton intentó levantarse. No se trataba de algo fácil. El torso le aullaba de dolor cada vez que se movía, un dolor intenso, como si la estuvieran desgarrando. Le dolían las piernas donde los siervos le habían cortado el día antes. Tenía la cabeza llena de pensamientos negros y una y otra vez tenía que toser y escupir mucosidad llena de sangre. Parte de lo que tenía en los pulmones se negaba a salir por mucho que se sonara la nariz.
Poco a poco, procurando no forzar su adolorido tórax, se puso en pie y miró a su alrededor. No vio a Reyes por ninguna parte. Los siervos y su hoguera estaban en el otro extremo de la nave. Se había movido (o tal vez la habían movido ellos) mientras dormía hasta quedar fuera del campo auditivo de sus captores. Nadie la vigilaba. Nada le impedía escaparse.
Sintió como un cubo de agua helada por la espalda. Era imposible. Le habían concedido un indulto; de algún modo, el vampiro y sus esclavos habían decidido ignorarla. ¿Pensarían tal vez que seguía inconsciente o caminando sonámbula por la nave? ¿Creerían que estaba demasiado débil para huir?
Era demasiado bueno para ser cierto y lo sabía. Tenía que tratarse de algún tipo de trampa, pero también sabía que debía aprovechar cualquier momento de libertad que se le brindara. Sin perder de vista a los siervos que había reunidos alrededor del fuego, se acercó tan rápido como pudo a la pared de la nave. Allí había una montaña de carros rotos, viejas carretillas que en su día sirvieron para transportar los lingotes de un lado a otro de la planta. La madera irregular y las ruedas oxidadas hicieron mucho ruido mientras ella trepaba a cuatro patas a lo alto de la montaña, pero no había forma de evitarlo. La pila se tambaleaba bajo sus pies y sus manos, pero resultó ser lo bastante estable y Caxton logró encaramarse hasta la parte inferior de los ventanales.
Uno de los cristales estaba roto, tenía un agujero del tamaño de su mano cubierto por una malla metálica de la cual aún colgaban fragmentos de cristal esmerilado. Caxton los apartó sin perder tiempo y echó un vistazo al exterior.
La luna iluminaba un paisaje rural para ella, un retablo de árboles negros que oscilaban y se inclinaban con el viento frío. Detrás de la planta había un descampado cubierto ya de malas hierbas, que tal vez fue un antiguo aparcamiento o un depósito del ferrocarril. Debajo de donde se encontraba había varias hileras de bidones de aceite de doscientos litros, olvidados y cubiertos de óxido.
No había escapatoria. Estaba a unos seis metros de altura. Incluso en el caso de que lograra romper el cristal y atravesar la tela metálica, tendría que saltar a una superficie desconocida y rezar para no romperse las piernas.
Algo se movió a sus espaldas. A Caxton le entró miedo y estuvo a punto de caerse de la montaña de carretillas. Se volvió y vio a un grupo de siervos en el centro de la nave. Llevaban antorchas y hablaban entre sí. No la estaban mirando pero tenían que haberla visto, ¿no? A lo mejor no tenían tan buena vista como ella. A lo mejor los sobrevaloraba.
Caxton se volvió de nuevo hacia la ventana rota. Respirar una ráfaga de aire fresco era fantástico, un verdadero alivio.
Sabía que en cualquier momento iban a descubrirla y la obligarían a dormirse de nuevo. Valía la pena el esfuerzo para poder echar un vistazo a la luz de la luna sobre los árboles.
Inspiró profundamente y a punto estuvo de ahogarse. El aire del exterior apestaba a estiércol cocido. Se apartó de la ventana e intentó no toser.
Los siervos estaban tirando de una cadena que colgaba del techo. La cadena vibró entre las manos esqueléticas de los engendros y de pronto adoptó vida propia. Un contrapeso descendió rápidamente de las vigas al tiempo que otra cadena salía despedida hacia el techo. Atado al contrapeso había un bulto envuelto en una lona. Caxton no se sorprendió cuando los siervos lo abrieron y en su interior apareció un cadáver humano, una corpulenta mujer con un uniforme marrón de mensajero de UP'S. Tenía la piel lívida, lo que significaba que no le quedaba sangre en el cuerpo. Era una de las víctimas de Reyes.
Los siervos la colocaron con cuidado en el suelo y le desabrocharon la ropa, aunque no se la quitaron. Por extraño que pareciera, era como si intentaran hacerla sentirse cómoda.
Entonces el vampiro emergió de entre las sombras. Había estado tumbado sobre un lecho de escoria solidificada, en un lugar particularmente oscuro. Había estado todo el tiempo a menos de seis metros de ella. La esperanza de Caxton se desvaneció como agua escurriéndose por una alcantarilla. Reyes debía de haberla estado observando mientras ella trepaba a la montaña de carretillas rotas y olisqueaba el hediondo aire del exterior. No le había quitado el ojo de encima, por supuesto. No era tan estúpido como para dejarla andar por ahí sin supervisión.
Y, sin embargo, ni siquiera la miró. Se acercó al cadáver y le puso a la mujer una mano en el pecho, justo donde tenía el corazón. Contempló sus ojos vidriosos, ciegos, y murmuró algo con aquella voz grave y profunda.
El cuerpo de la mujer empezó a estremecerse, sus músculos temblaban espasmódicamente bajo la ropa.
—Vuelve —le dijo Reyes. La estaba llamando, llamándola literalmente de entre los muertos—. ¡Levántate, levántate y obedece!
Los temblores se convirtieron en auténticas convulsiones y la mujer empezó a aporrear el suelo con los talones y la cabeza, como un pez que hubiera caído sobre un muelle de madera. Su cuerpo se tensó en un espasmo y un hedor acre llenó el aire, similar al olor a estiércol del exterior, pero mucho más fuerte y acre. Las manos de la mujer muerta se retorcieron hasta convertirse en horribles zarpas. Entonces se incorporó, se llevó las manos a la cara y empezó a arañarse violentamente la piel alrededor de los ojos, una y otra vez.
Rompió a chillar cuando la piel de la cara se le empezó a caer a tiras, pero no dejó de arañarse la frente y las mejillas: al contrario, comenzó a desgarrarse el rostro aún con más saña. Iba a destrozarse la cara. Caxton estaba presenciando el nacimiento de un nuevo siervo, el recambio para el que Reyes había arrojado al fuego.
Reyes percibió el asco de Caxton y se volvió hacia ella. Se miraron a los ojos durante un largo rato. Caxton sintió cómo el vampiro se retorcía dentro de su cabeza, como si estuviera revolviendo los archivadores de su memoria, buscando algo que no lograba encontrar. El vampiro estaba disgustado, enfadado, nervioso, aunque en el momento en el que Caxton percibió que el vampiro sentía todo aquello, éste bloqueó la conexión que había entre los dos. El cuerpo de Caxton se estremeció como si estuviera tocando un cable eléctrico. El vampiro apartó la mirada y el cuerpo de la agente se desplomó sobre la montaña de carretillas, con la respiración muy agitada. Entonces se le cerraron los ojos y...
... estaba de nuevo en la nave llena de hierro fundido, agarrada a la cadena.
No podía creer que no se hubiera soltado aún. De pronto lo deseaba, lo deseaba con todas sus fuerzas. Era capaz hasta de visualizar el proceso completo: su cuerpo caería durante unos segundos por el espacio vacío. Después chocaría con la superficie de metal fundido. La piel se le quemaría al instante, los músculos y la carne tardarían un poco más. Y le dolería, estaba segura de que sentiría un dolor más atroz que cualquier cosa que hubiera experimentado en la vida. Pero duraría tan sólo un segundo. Y luego... ¿Qué? ¿La inconsciencia? ¿La nada?
Era sumamente tentador dejar atrás todo aquello. Pensó en su vida de antes de que la encerraran en el ataúd y se dio cuenta de que la mayor parte había sido puro sufrimiento. Trabajar duro para ganarse la aprobación de sus superiores, luego la aprobación de Arkeley o la aprobación de su padre muerto. Y ninguno de ellos la había tomado en serio. Y luego estaba Deanna, a la que tanto amaba; Deanna, que se estaba desvaneciendo ante sus ojos; Deanna, que en su día había sido una mujer radiante, alegre y sexy, y que ya apenas lograba levantarse del sofá la mayor parte del tiempo. Caxton llegaba a casa y se la encontraba allí tirada, envuelta en un edredón, mirando algún programa del corazón. O, para ser más exactos, contemplando la nada, pues sus ojos ni siquiera miraban el televisor. Caxton se había propuesto salvar a Deanna, devolverle la vitalidad. Pero estaba fracasando, lo sabía. En todo caso, era Deanna quien la estaba arrastrando a ella.
Por último estaban los perros, sus lebreles, sus preciosos animales. La iban a echar mucho de menos y aullarían desesperados por ella. Sin embargo, no tardaría en llegar alguien que los alimentaría y cuidaría, y en poco tiempo se olvidarían de ella.
Todo el mundo se olvidaría de Laura Caxton tras un breve luto de cortesía. En el fondo, si dejaba de existir nada cambiaría. O, mejor dicho, sólo cambiaría una cosa: en el gran balance final, su ausencia supondría eliminar una cantidad importante de sufrimiento del mundo. Y eso era bueno, ¿no? Si tenía la oportunidad de reducir el sufrimiento en el mundo poniendo fin al suyo propio, ¿no era eso lo que debía hacer?
Lo único que tenía que hacer era soltarse. Apartó una mano de la cadena y en algún lugar, fuera del sueño, notó cómo Reyes empezaba a esbozar una sonrisa. Caxton miró su propia mano. El vampiro quería que se soltara. Reyes quería que pusiera punto final a su sueño.
No importaba. No importaba quién quisiera qué. En un segundo se habría ido, habría desaparecido de la faz de la tierra y, después de eso, ¿a quién le importaba nada? ¿A quién le importaba si los vampiros se comían la mitad de Pensilvania? ¿A quién le importaba? Ella no estaría allí para sentirse culpable.
Soltó la otra mano. Le empezaron a temblar los cuádriceps, que de pronto soportaban todo su peso. Empezó a inclinar el cuerpo. Sería tan fácil, ¡tan fácil! Todos sus problemas quedarían resueltos de golpe.
Unos dedos poderosos la agarraron por la muñeca. Caxton chilló, esperando una oleada de dolor, pero aquellos dedos se limitaron a sujetarla, no se le clavaron en la carne. No iban a dejarla caer. Caxton intentó volverse para ver quién la estaba agarrando, no pudo: su cuello era incapaz de girarse en ese ángulo. No podía ni siquiera ver los dedos, que la agarraban cada vez más firmemente, como dos esposas sujetas a sus muñecas. «Aún no has terminado», dijo el propietario de aquellos dedos. La voz era bastante suave y casi se perdía en el rugido del metal fundido. Y, sin embargo, Caxton sabía que aquélla era la voz de Arkeley.