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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (33 page)

BOOK: 13 balas
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Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Arkeley fijos en ella. Clara se volvía una y otra vez para mirarla por encima el hombro con una expresión desencajada, confusa, llena de preocupación y algo de miedo.

—¿Reyes le contó todo eso antes de que lo matara? —le preguntó Arkeley con voz suave, como si ya conociera la respuesta.

—No —respondió Caxton. De pronto deseó que Clara no estuviera allí. Se pasó la lengua por los labios—. No, me lo contó más tarde.

Arkeley asintió con gesto paciente. Caxton lo maldijo: iba a obligarla a confesarlo todo. La obligaría a decirlo delante de Clara.

—¿Y cómo es eso posible, agente?

Caxton cerró los ojos.

—Porque sigue estando dentro de mi cabeza.

CAPÍTULO 44

Clara los llevó hasta la subestación eléctrica, el lugar que inicialmente habían creído que Reyes utilizaba como guarida. Sin embargo, a ojos de Caxton podría haberse tratado de cualquier otro lugar. Habían llegado en un coche la mitad de grande que el Granola Roller, sin coraza antidisturbios y con muy pocas armas. Y además sabía que el lugar estaba vacío. O, en todo caso, allí sólo quedaban ya los fantasmas.

Clara esperó en el coche mientras Arkeley acompañaba a Caxton al interior de la subestación. El día empezaba a nublarse y el aire era fresco. Podía ponerse a nevar en cualquier momento, pensó Caxton. Mientras avanzaban por entre las torres Llenas de interruptores, Arkeley le concedió un momento para que se abrochara la chaqueta y a continuación empezó a acribillarla a preguntas.

—¿Lo percibe ahora mismo en su interior? ¿Aunque esta muerto?

Caxton se encogió de hombros al tiempo que se cerraba el cuello de la chaqueta.

—No es fácil de describir. Parte de él sigue dentro de mi cabeza. Me vienen pensamientos que sé que son suyos y no míos. Y tengo acceso a sus recuerdos como si me pertenecieran a mí.

—¿Y le dice qué tiene que hacer? ¿Oye su voz?

Caxton estuvo a punto de tropezar con su propia sombra. No, no oía la voz de Reyes. Sin embargo, sí había oído la de Arkeley cuando no estaba allí. Ya no estaba segura de si eso significaba que estaba loca.

—Es más bien... pasivo. Es como si hibernara en mi interior. A menos que yo quiera saber algo, no dice nada. Si necesito alguna información, como cuando usted me preguntó por Kevin Scapegrace, despierta y entonces luchamos. Pero de momento gano yo.

Por la cara que puso Arkeley, Caxton creyó que estaba a punto de escupir. Pero no lo hizo, Caxton sabía que era demasiado estirado.

—Cuando Scapegrace y Malvern estén muertos la llevaré de nuevo a ver a los Polder. Ellos sabrán cómo sacarlo de ahí dentro.

—¿En serio? —preguntó Caxton. Era un ofrecimiento casi amable, un gesto totalmente inesperado.

—Cuando Malvern esté muerta, sí.

Caxton frunció el ceño.

—Creía que había una orden judicial que le impedía matarla. No puede ejecutarla.

—No a menos que quebrante la ley. Es bastante difícil matar a alguien cuando no puedes ni salir de tu ataúd. Sin embargo, si logro reunir pruebas de que conspiró con Reyes, Congreve y Scapegrace... Si logro endosarle la matanza de Bitumen Hollow, ningún juez del Estado podrá negarme ese placer, ¿no cree?

Caxton seguía arrugando la frente. Notó cómo un montón de piezas encajaban de golpe, como si se volcara la caja de un puzzle y todas las piezas cayeran perfectamente ordenadas y con las lengüetas ya unidas. Acababa de darse cuenta de algo.

—De modo que se trataba de eso —dijo.

—No simplifique tanto las cosas —replicó Arkeley.

—No, claro, ése es su trabajo. Discúlpeme si me he inmiscuido en su territorio. Hace veinte años que vislumbra este caso con total claridad. Cueste lo que cueste, independientemente de quién se oponga, siempre ha querido y siempre querrá matar a Malvern. Terminar el trabajo que empezó en Pittsburgh. —Arkeley no la detuvo y ella continuó hablando—. No puede soportar el hecho de que sobreviviera, de haber tenido la posibilidad de matarla pero que, por pura química, no ardiera tan rápidamente como los demás. No puede soportar su propio fracaso. Cuando el tribunal decidió que no podía matarla, aquello lo consumió por dentro, ¿verdad? Sé que tiene usted mujer, Vesta Polder lo mencionó. ¿Tiene hijos?

—Dos. Mi hijo estudia en la Universidad de Siracusa, en Nueva York. Mi hija está estudiando en el extranjero. En Francia. —Puso cara de concentración. Ni siquiera la estaba mirando; tenía los ojos en blanco, como si estuviera intentando leer algo que tuviera escrito en el interior del cráneo—. No, en Bélgica —se corrigió.

—Le ha costado —le soltó. Estaba siendo cruel, pero imaginó que Arkeley no se lo iba a tomar mal—. Este caso es lo único que tiene, es la obra de su vida. Por eso se empeña en aparentar que es un tipo duro. Y por eso no quiere tampoco que nadie le ayude, porque no quiere compartir la hipotética gloria final.

—Estoy acostumbrado a trabajar solo, eso es cierto. Así les ahorro la muerte a otras personas. Si ayer se hubiera quedado en la cama, que era lo que se suponía que...

Pero Caxton lo cortó.

—¿Qué estudia su hijo? En Siracusa, me refiero...

Arkeley no intentó contestar, ni siquiera se volvió para reprenderla. Se limitó a seguir caminando hacia la caseta de los interruptores.

—Va a hacer lo que sea para conseguir las pruebas que incriminen a Malvern, ¿verdad?

—Sí —respondió él—. Lo que sea.

Abrió la puerta de la caseta como si quisiera arrancarla de sus goznes. Encendió una linterna, se la pasó a Caxton y usó otra para él. Penetraron en el interior, donde reinaba una oscuridad casi absoluta. Por las ventanas entraba tan sólo un resplandor amarillento que no lograba combatir la oscuridad.

Bajo la luz de su linterna, Caxton vio las enormes estructuras llenas de hilo de cobre enrollado y de palancas de madera barnizadas, tan largas como su propio brazo y tan ornamentadas como pilares de cama. Debía de tratarse de los cortacircuitos originales de cuando habían inaugurado la subestación un siglo atrás.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Caxton. Iluminó el suelo de cemento con la linterna y vio una trampilla. Era idéntica a la de la planta de laminación. Caxton no quería bajar por allí. No tenía ningunas ganas—. ¿Qué hay ahí abajo?

Arkeley le iluminó la cara con la linterna.

—Dígamelo usted —le respondió en tono tajante.

A lo mejor estaba devolviéndole la crueldad que había demostrado preguntándole por su vida privada. O tal vez quería saberlo genuinamente.

—Estábamos en lo cierto, ¿verdad? —le preguntó Caxton—, Reyes utilizó este lugar como guarida antes de trasladarse a la planta.

Hasta ahí había llegado ella sola. Si quería saber algo más, iba a tener que preguntarle al vampiro que habitaba su cerebro. Soltó un suspiro y cerró los ojos. Arkeley apartó la linterna y la oscuridad envolvió a Caxton. Rebuscó en el lugar más recóndito de su cabeza... y notó cómo la agarraba una pálida mano. Sin embargo, se trataba tan sólo de una metáfora y logró zafarse fácilmente de los dedos del fantasma.

—Pasó muchas noches solitarias aquí abajo. Pensando. Tranquilo un plan. Fue aquí donde decidió tendernos una trampa. A Malvern no le gustaba la idea, pero él pensó que sería divertido. Ni bien sabía que usted y yo habíamos sido responsables de la muerte de Congreve.

Caxton abrió los ojos, pero tan sólo vio manchas de luz, los rescoldos de la imagen que acababa de asomar a su mente; en definitiva, lo que uno ve cuando no ve nada más.

—Le dijo a Malvern que quería dar caza a uno de nosotros y dividirnos. Que lo pasarían bien y que así ellos volverían a estar a salvo. Supongo que habría preferido pillarlo a usted, pues usted es el verdadero cazador de vampiros.

—Pues supone mal —replicó Arkeley. En la oscuridad se oía el crujir de su ropa. Levantó la trampilla y Caxton oyó un eco que provenía de abajo.

La agente enfocó la escalera con la linterna y se obligó a bajar. Al llegar al fondo se encontró en un amplio espacio saturado de humedad que olía a moho, a hojas en descomposición y a algo más nauseabundo, pero también más leve. Iluminó la oscuridad con la linterna y vio cuerpos.

Cadáveres, a montones. Era peor que en la cabaña de caza. Allí los cuerpos colgaban del techo por los pies, con los brazos suspendidos. Les chorreaba agua por los dedos. Estaban pegados a las paredes y al techo, clavados con unas grapas gigantes que se habían oxidado con el paso del tiempo. Había cadáveres en los rincones, como si se ocultaran de la luz, como si levantaran sus brazos descompuestos para protegerse si a ella se el ocurría acercarse. Estaban inmovilizados con alambre.

En el centro de la sala, dos cuerpos ocupaban el puesto de honor. Se trataba claramente de las obras maestras de la colección. Eran dos mujeres con la piel lívida y cubierta de manchas negras allí donde los fluidos se habían acumulado tras su muerte. A una le faltaba un brazo, pero conservaban intacto el resto del cuerpo. Les habían arrancado el pelo y estaban unidas en un abrazo íntimo. Se estaban besando.

No, no era cierto. Caxton se acercó un poco para verlo mejor. No era que se estuvieran besando: en realidad tenían la parte inferior de la cara pegada una a la otra, les habían cortado los labios y los dientes y estaban unidas por la boca, como hermanas siamesas.

—Corríjame si me equivoco, pero creo que quería capturarla específicamente a usted —dijo Arkeley—. Creo que usted lo excitaba.

Caxton quería vomitar, pero su cuerpo no estaba por la labor. Sus emociones no le pertenecían por completo. Quería experimentar una reacción visceral a la vista de aquella carnicería, pero Reyes no se lo permitía. El vampiro estaba orgulloso de su trabajo y Caxton sentía parte de lo que éste experimentaba. Ver todos aquellos cuerpos lo había devuelto un poco a la vida. El vampiro se acurrucó en su interior, emocionado por haber vuelto a casa.

—Tengo que salir de aquí —dijo Caxton.

No era porque sintiera asco. Era porque, en cierto modo, lo que estaba viendo le gustaba.

—¿Qué planes tenía Reyes? ¿Cuál iba a ser su siguiente paso? —le preguntó Arkeley, que quería despertar al vampiro, que éste creciera dentro de Caxton.

Para Arkeley, la identificación entre la agente y Reyes era tan sólo una herramienta más; creía que aquel lugar la ayudaría a recordar los planes del vampiro. Y fue así, pero los planes que recordó eran anteriores, de cuando se había enterado de la existencia de Laura Caxton.

Reyes la había elegido personalmente, a Caxton no le costó nada conseguir que el vampiro le proporcionara aquella información. Era como si éste quisiera que la agente lo rememorara, como si se tratara de uno de sus recuerdos favoritos. Reyes había ido directamente a por ella, la agente estatal de la policía de Pensilvania Laura Caxton, independientemente de lo que le hubiera contado a Malvern. A él le daba lo mismo acabar con los cazadores de vampiros, la quería a ella, quería su cuerpo. Cuando había descubierto que era lesbiana, cuando sus siervos habían acudido a su casa y la habían visto dormir con Deanna —oh, Dios, ¿qué habrían visto? ¿Cuántas noches habrían pasado al lado de la ventana, observándolas mientras dormían?—, Reyes se había excitado sexualmente.

Ahora Caxton sabía que por lo general los vampiros no pensaban generalmente en los seres humanos como seres sexuales, sino que era como si un ser humano quisiera follarse a una vaca. Y, sin embargo, Reyes se había obsesionado con ella. Había recordado las revistas masculinas que leía cuando aún estaba vivo. Siempre le habían gustado las fotos en las que salían dos chicas montándoselo, le ponían muy cachondo. Las imaginaba lamiéndose la una a la otra, esperando a que llegara un hombre de verdad y les enseñara lo que se estaban perdiendo. Si Reyes lograba convertirla en vampira a lo mejor podría follársela, a lo mejor incluso sería ella quien querría follárselo.

Aquel recuerdo, por fin, bastó para provocarle arcadas. —¡Quiero salir de aquí! —gritó.

Se volvió y todos aquellos cuerpos la estaban mirando, tenían los ojos muertos fijos en su rostro. Todos habían adorado a Reyes. O lo habían temido, sí, todos habían sentido por él un temor reverencial; el miedo había sido lo último que se había grabado en sus caras. Reyes estaba encantado.

—¿Cuál iba a ser su siguiente movimiento? —le preguntó Arkeley, de pie frente a las escaleras—. ¿Tenía intención de crear más vampiros? ¿Iba a esperar hasta que fueran cuatro, para poder llevarle la sangre a Malvern? ¿Dónde está Scapegrace en este momento?

Pero ella sacudió la cabeza.

—Déjeme salir —dijo Caxton.

Los huesos. Los huesos de los muertos. La muerte en sí.

La muerte la estaba llamando, exigía su muerte, su suicidio, la muerte de los demás, el asesinato. Reyes se agazapó dentro de su cerebro como un felino, como un depredador: lánguido, satisfecho con lo que había creado. No, no había ninguna creación en aquel sótano. Reyes estaba satisfecho con lo que había destruido.

—¡Déjeme salir! ¡Déjeme en paz! —aulló Caxton, aunque en realidad no sabía a quién se estaba dirigiendo, si al federal o al vampiro—. ¡Déjame en paz!

CAPÍTULO 45

De vuelta a la superficie, apoyada en el Volkswagen de Clara, Caxton se frotó la cara una y otra vez mientras intentaba encontrarle un sentido a todo aquello. Quería devolver, pero no podía dejar de pensar que iba a vomitar sangre coagulada, como Reyes. También tenía ganas de sentarse, pero sabía que si lo hacía no volvería a levantarse.

—La única razón por la que sigo viva es porque encajaba con la fantasía erótica de un vampiro —le dijo a Arkeley entre dientes—. Y no de un vampiro cualquiera, sino de un depravado.

Intentó dejar de respirar, pero su cuerpo se negó, le entró el pánico y casi se desmayó. Los vampiros no respiraban, por supuesto. Estaban muertos y no necesitaban respirar. En cambio los seres vivos, los agentes de policía, necesitaban respirar mucho.

—La maldición sigue viva —dijo con un suspiro—. Sigue viva dentro de mí.

Clara le puso una bolsa de papel en las manos. Caxton se dio cuenta de que la fotógrafa debía de haber estado hablando con ella, pero no la había oído. No había oído nada. Se llevó la bolsa a los labios, respiró dentro de ésta y, poco a poco, se fue relajando. Notó cómo las cosas se iban calmando a su alrededor. Notó el aire sobre la piel y percibió un olor a fruta, tal vez a fresas.

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