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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

13 balas (15 page)

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Arkeley no se molestó en confirmarlo. Estaba demasiado ocupado tratando de coger la Blackberry que sonaba en el bolsillo de su chaqueta. En ese mismo instante, el teléfono móvil de Caxton empezó a sonar. Enseguida supo que había ocurrido algo, algo malo.

CAPÍTULO 19

Caxton conducía veloz pero prudentemente, sin salirse de la calzada. Tenía los ojos acostumbrados a la oscuridad y el piloto azul intermitente del salpicadero que indicaba que la sirena estaba en marcha la molestaba, pero estaba acostumbrada a conducir en esas condiciones. Cuando vislumbraron la cabaña de caza de Farrel Morton, apagó la sirena y los faros, y el coche continuó avanzando en la oscuridad. No tenían por qué hacer de sí mismos un objetivo fácil.

Una hora antes, al anochecer, los agentes de la policía estatal que había apostados en la cabaña no se habían comunicado con la centralita. Se trataba de buenos policías con muchos años de experiencia: era impensable que se les hubiera olvidado hacer la llamada. El policía local se había puesto en contacto con la Unidad J y había anunciado que iría a echar un vistazo y que informaría de lo sucedido. Esperaba que los agentes hubieran tenido problemas con la radio, pero veinte minutos más tarde había llamado para avisar de que no había rastro de ellos. Añadió que iría a examinar los bosques colindantes para ver qué encontraba. No había vuelto a llamar desde entonces; su teléfono móvil daba señal durante un rato y luego saltaba el contestador.

El sheriff había mandado dos unidades y la Unidad J, en Lancaster, enviaba también todos los vehículos disponibles. Caxton y Arkeley decidieron tomar cartas en el asunto. Eran quienes más cerca se encontraban de la cabaña y Arkeley parecía alegrase de que así fuera.

—Le falta poco para sonreír —le dijo Caxton al tiempo que sacaba la llave del contacto—. ¿Tiene la esperanza de que se trate de un malentendido y que estén todos sanos y salvos?

—No —respondió Arkeley—. Tengo la esperanza de que esto sea ni más ni menos lo que aparenta. Tengo la esperanza de que nos las veamos con un segundo vampiro esta noche. Aunque lo dudo, no son tan estúpidos.

Caxton abrió el maletero del coche patrulla camuflado. Sacó una escopeta antidisturbios, una Remington 870, y se la colgó al hombro. El arma tenía el cañón recortado, le habían quitado la culata para que fuera más fácil de manejar y pasaba desapercibida en la oscuridad gracias a una capa de pintura negra mate. Sin embargo, sería inútil contra un vampiro: sus perdigones del número 1 estaban pensados para parar a un ser humano, pero jamás lograrían penetrar la piel de un vampiro. Tal vez fueran más efectivos con los siervos.

—Se suponía que no tenían que volver —dijo Caxton, que cerró el maletero tan silenciosamente como pudo—. La teoría era ésa, ¿no? Que para los vampiros era demasiado peligroso regresar porque sabían que vigilábamos la cabaña. Que habían dejado atrás los ataúdes y que no iban a volver a por ellos, eso fue lo que usted me dijo.

—¿Me va a echar la culpa cuando aún no sabemos ni siquiera lo que ha sucedido? —le preguntó Arkeley.

Caxton levantó la escopeta y puso un proyectil en la recámara. Con la otra mano desabrochó la funda de la pistolera.

—¿Quiere ir delante? —preguntó Caxton.

—¿Con ese arsenal a mis espaldas? Ni hablar, me partiría en dos a la menor señal de peligro. Vaya usted delante y yo la cubriré.

La cabaña estaba prácticamente a oscuras. Había tan sólo una luz solitaria que ardía en el lateral del edificio y que volvía las sombras aún más profundas. Caxton se dirigió hacia el ala de la cocina, medio agachada y con la escopeta apuntando hacia arriba. Llegó junto a una ventana abierta y decidió arriesgarse. Encendió la linterna que iba montada encima de la escopeta y se volvió para asegurarse de que Arkeley le cubría la espalda. Ahí estaba, por supuesto; tal vez no sintiera una especial simpatía por ella, pero era un policía capaz. Caxton se levantó e iluminó el interior de la casa con la linterna. Nadie se le abalanzó, de modo que un echó un vistazo dentro, barriendo la sala de un extremo al otro con el haz de luz, tal como le habían enseñado.

Vio lo que esperaba ver: un horno, una nevera y montones de huesos. Podía haber un siervo escondido en cualquier lugar, en las sombras, fuera del alcance de su linterna. En cualquier caso, no detectó ningún movimiento. Dio la vuelta a la casa con Arkeley siguiendo sus pasos.

Cuando llegó a la parte trasera de la cabaña, cerca del arroyo, una sonora carcajada resonó entre los árboles y le recorrió el espinazo. Se quedó petrificada, se agachó en posición de disparo e inspeccionó la oscuridad circundante. Su linterna barrió los árboles al otro lado del río y se detuvo cuando detectó el origen de aquella carcajada. Había un siervo colgado de uno de los árboles. No, no estaba colgado: estaba atado al árbol de brazos y piernas con alambre.

A Caxton le vinieron a la mente los cadáveres del interior de la cabaña, atados a las sillas para que pareciera que estaban sentados.

—¡No mueva ni un músculo! —gritó. El engendro volvió a reír. A Caxton, aquella carcajada le pareció de lo más desagradable; se le metió bajo la piel y la hizo sentirse sucia, como si estuviera cubierta de tierra y sudor frío.

—Claro, te lo prometo —respondió el siervo.

Su voz no era humana, ni tampoco se parecía a la voz de un impuro. Era una voz chillona, infantil y repugnante.

Arkeley se colocó a la izquierda de Caxton, con el arma apuntando al cielo. Tenía los ojos fijos en el siervo.

—Tengo un mensaje para vosotros, pero sólo os lo daré si sois buenos —cacareó éste desde el árbol.

Antes de que Caxton tuviera tiempo de responder, Arkeley le disparó en el pecho. Su caja torácica y la fibrosa piel que mantenía sus costillas unidas se partió y se desgarró. Esquirlas de hueso salieron volando del árbol. El siervo chilló, aunque en realidad aquel grito apenas se distinguía de una de sus carcajadas.

—O hablas o te vuelo los pies —dijo Arkeley.

—¡Mi amo os está esperando y os aseguro que él no será tan amable! —graznó el siervo—. ¡Dice que vais a morir!

—Danos el mensaje de una puta vez —gruñó Caxton.

El siervo se estremeció y sus huesos tabletearon contra el alambre. Como si le supusiera un esfuerzo enorme, levantó un brazo y señaló con su dedo cadavérico al otro lado del arroyo, hacia las profundidades del bosque.

—¿Dónde está? —le preguntó Arkeley—. Dime donde está. ¡Dímelo!

El siervo seguía agitándose convulsivamente al tiempo que su cuerpo se desintegraba. Sin previo aviso, su cabeza se inclinó hacia delante y cayó ruidosamente al suelo. Definitivamente, no iban a poder sonsacarle más información.

A pesar de que estaba decapitado, continuaba señalando hacia el sombrío bosque con el brazo.

Caxton se quedó mirando aquel dedo extendido.

—Esto es una trampa —dijo.

—Sí —respondió Arkeley.

Entonces cruzó chapoteando el arroyo y se metió por entre los árboles. Caxton se apresuró para atraparlo y coger de nuevo la delantera. Saltó dentro del río y el agua helada le empapó los calcetines. Llegó al otro lado y se adentró en la oscuridad, la luz de la linterna oscilaba por entre los árboles y los troncos, brincaba por las ramas y rebuscaba entre las raíces.

Cuando se hubo convencido de que no iban a morir inmediatamente, se le ocurrió que podía hacer unas cuantas preguntas más.

—¿Qué ha pasado con todo eso de ser prudentes, abrocharse el cinturón de seguridad y no llevar una bala en la recámara? —dijo.

Él se volvió y la miró en la penumbra.

—De este modo sabemos que corremos peligro. Si regresáramos al coche podrían atacarnos por sorpresa. Cuando sabes que tu enemigo está intentando atraparte, lo único que puedes hacer es seguir adelante. Así, tal vez logres hacer saltar la trampa antes de que tu enemigo esté totalmente preparado.

La mitad de las veces, Caxton tenía la sensación de que decía ese tipo de cosas tan sólo para demostrar que él tenía razón y que ella estaba equivocada. Lo siguió en la oscuridad.

No tardaron demasiado en encontrar al policía local y a los dos agentes de la policía estatal. Estaban atados a un árbol, igual que el siervo. Tenían los cuerpos deformados, destrozados. Habían muerto de forma muy dolorosa.

—El vampiro —dijo Caxton en un suspiro.

—No —respondió Arkeley. Entonces le cogió la escopeta e iluminó a su alrededor con la linterna hasta que el foco apuntó a la cara del policía muerto. Le goteaba sangre de la nariz, sangre aún caliente de la que salía una nube de vapor—. Ningún vampiro dejaría un cuerpo así. No derramarían la sangre en el suelo, y mucho menos si tuvieran tiempo de limpiarla.

—Lares lo dejó todo lleno de sangre; lo leí en su informe.

—Lares estaba desesperado y tenía prisa. Este vampiro, en cambio, podía tomarse su tiempo. Ni siquiera sabemos cómo se llama —dijo, y le soltó la escopeta—. Estamos perdiendo el tiempo.

Caxton dio media vuelta para marcharse, pero Arkeley sacudió la cabeza.

—Yo no he dicho que hubiéramos terminado.

Caxton se volvió y vio cómo, entre dos árboles, aparecía un montículo de tierra. El montículo creció más aún y de él salió una mano esquelética que se agitó en el aire. Caxton se volvió de nuevo y vio a un siervo que corría hacia ella por entre los árboles, con un cuchillo de carnicero en cada mano. La agente alzó la escopeta y disparó.

El cuerpo del siervo estalló en medio de una nube de polvo y cenizas, huesos astillados y tejidos desgarrados que se esparcieron por los árboles.

Los cuchillos soltaron un destello y cayeron al suelo, uno encima del otro.

—¡Dios! —exclamó Caxton. El engendro acababa de explotar, su cuerpo literalmente destrozado por el disparo de tungsteno.

—Se pudren muy rápido. Al cabo de una semana o diez días empiezan a descomponerse y ya no hay marcha atrás —le explicó Arkeley.

Un siervo apareció junto a su codo; el federal le partió la mandíbula de un golpe de pistola y a continuación le disparó una bala dum-dum en el ojo izquierdo.

De pronto los siervos se podían contar por decenas, sus carcajadas resonaban en la oscuridad. Corrían por entre los troncos de los árboles, sus armas relucientes bajo la luz de la luna soltaban destellos cuando Caxton las enfocaba con la linterna. Los refuerzos estaban de camino. El sheriff había mandado dos coches. Caxton quería coger el teléfono móvil y preguntar cuánto tardarían en llegar, pero para ello habría tenido que apartar el dedo del gatillo y no se lo podía permitir.

Algo se le clavó en la pantorrilla, justo encima de la bota. Caxton chilló y le soltó una patada a la mano despellejada que intentaba agarrarle el pie. Las falanges de los dedos salieron volando por el impacto, pero el siervo aún intentaba salir de bajo tierra. Caxton logró resistir la tentación de dispararle directamente, pues de haberlo hecho probablemente se habría destrozado también el pie. Lo que hizo, en cambio, fue esperar a que la cabeza del siervo asomara por entre la tierra y entonces le propinó un puntapié con la bota.

—¡Cuidado! —gritó Caxton—. ¡Salen de debajo de la tierra! Arkeley frunció el ceño en la oscuridad.

—No tenemos suficientes balas.

Caxton se protegió contra un árbol y cargó la escopeta. ¿Dónde coño estaban los refuerzos?

CAPÍTULO 20

—¿Cree que tendrán armas de fuego? —le preguntó Caxton, petrificada.

—Lo dudo —respondió Arkeley—. No poseen la coordinación suficiente para apuntar. Pero sí irán armados; nunca he visto a uno de estos cabrones que no fuera un fanático de los cuchillos.

—Creo que deberíamos regresar a la cabaña —dijo Caxton, haciendo lo posible porque el pánico que sentía no asomara a su voz. Quería ponerse a gritar de miedo, pero sabía que aquello no le haría ningún bien a nadie—. Por lo menos salgamos de este bosque.

Los siervos los estaban rodeando. Sin embargo, se tomaban su tiempo antes de atacar y Caxton se imaginaba el por qué: los asaltantes querían abordarlos en grupo. Uno a uno no podrían ni acercárseles, pero si atacaban todos a la vez, Caxton y el agente federal estarían perdidos, pues serían incapaces de disparar lo bastante rápido como para mantener a todos aquellos monstruos a raya.

Arkeley levantó la pistola y disparó. Un siervo que Caxton ni siquiera había visto se desintegró en el aire.

—No podemos ir demasiado lejos y arriesgarnos a perderlos, pero estoy de acuerdo en que aquí corremos un peligro innecesario.

Arkeley se volvió hacia el arroyo que discurría entre ellos y la cabaña. Un siervo salió de detrás de un árbol, frente a él, y Arkeley, con la mano libre, le pegó tal puñetazo que lo mandó contra el suelo cubierto de hojas. Caxton lo pateó y se apresuró para no separarse de Arkeley.

—Sígame —silbó éste—. Si no los asustamos demasiado, tal vez esta noche descubramos algo.

Llegaron prácticamente al agua sin apenas encontrar oposición. En el arroyo los estaban esperando cinco siervos, casi invisibles en la oscuridad. Caxton vio un hacha que se dirigía hacia su cabeza cortando el aire y tuvo el tiempo justo de apartarse; el arma le desgarró la manga de la chaqueta. Si sus reflejos no hubieran respondido en el momento justo, el hacha se le habría clavado en el esternón. Decidió no pensar en ello y apuntó con la escopeta. Su disparo destrozó por completo a uno de los siervos y le arrancó el brazo a otro. Arkeley disparó dos veces seguidas y dos siervos cayeron al agua, reducidos a un montón de huesos hechos pedazos.

El único siervo que quedaba los atacó mientras volvían a cargar sus armas. Se les echó encima gritando de rabia y blandiendo una pala con las dos manos por encima de la cabeza. La pala cayó con violencia y golpeó a Caxton en el hombro.

Le dio de lleno. Caxton notó primero el impacto y luego una oleada de dolor que le subía y le bajaba por el brazo y también por el pecho. Sin embargo, el golpe no terminó ahí, sino que la pala le rasgó el uniforme capa a capa y finalmente se le clavó en la carne. Unos oscuros chorros de sangre le cayeron por entre los pechos y por encima de los nudos de la columna vertebral. Notó cómo la carne se le tensaba y se le desgarraba, y sus músculos rugieron de dolor, como si se los estuvieran abriendo en cuña. Sintió como si se estuviera muriendo, como si su cuerpo fuera a romperse.

En esta ocasión Arkeley se tomó su tiempo, apuntó bien y le voló al siervo lo que le quedaba de cara.

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