—Esta casa está llena de cadáveres —dijo Arkeley—, y esta noche habrá muchos más. Y así cada noche hasta que cacemos a los otros dos.
Cinco minutos más tarde estaban ya en el coche. Esta vez conducía Arkeley, a velocidad moderada y con los ojos fijos en la carretera. Caxton iba en el asiento del pasajero, con la ventanilla bajada. Hacía un frío que pelaba, pero el aire helado contra el rostro le sentaba bien. Se pasó casi todo el trayecto hablando por el móvil, coordinando el equipo de emergencias y tratando de tachar algunos de los setenta y nueve sospechosos de la lista de Arkeley. Hablar le suponía un esfuerzo enorme, aunque mucho menor que retener en la memoria qué misiones había adjudicado a qué equipos. La Oficina de Servicios Forenses, conjuntamente con la Unidad de Registros e Identificación, debía elaborar un informe sobre el aspecto que presentaba una matanza vampírica, que a continuación se haría llegar al FBI, que a su vez se encargaría de movilizar los equipos de la sección de investigaciones criminales que fueran necesarios.
Mientras tanto, la prensa exigía que se les proporcionaran detalles y que se les concedieran entrevistas con los cazadores de vampiros. El comisionado le pidió Caxton que le mandara un informe detallado para poder apaciguar los ánimos. Caxton lo redactó de forma escueta y evitando al máximo los detalles sensacionalistas. Cuando terminó de escribirlo y lo envió estaban ya casi en Centre County.
Entonces colgó el teléfono y en aquel momento tuvo la sensación de que el cerebro le iba a ciento cincuenta kilómetros por hora por una zona peatonal.
—No estoy hecha para esto —le confesó a Arkeley.
—¿Para qué? ¿Para los trabajos burocráticos? Tampoco lo hace tan mal.
—No —replicó—, no estoy hecha para cazar vampiros. —Cerró los ojos, pero aun así veía huesos, huesos humanos—. Anoche el vampiro me hipnotizó.
—Lo recuerdo —puntualizó Arkeley—. Yo también estaba.
—No, lo que quiero decir es que no pude hacer nada. No pude enfrentarme a él. ¿Qué sucederá si el próximo vampiro que encontremos me hipnotiza y usted no llega a tiempo para dispararle?
—Que morirá —dijo con los ojos aún fijos en la carretera.
—No soy una persona débil —insistió.
—Eso no tiene nada que ver. La vulnerabilidad frente a la hipnosis es como el color de pelo o el peso, es genético y no quiere decir nada, en la mayoría de los casos.
—Pero yo soy vulnerable, eso es lo que acaba de decir. No tengo la fuerza mental necesaria para enfrentarme a un vampiro. Lo digo en serio, no hecha para esto. No puedo más.
El miedo la estaba devorando como un lobo que se tragara un pedazo de carne. Temblaba, le castañeaban los dientes y se le habían puesto los pelos de punta. Lo que su madre solía llamar piel granulada. Su padre lo llamaba simplemente carne de gallina. El mero hecho de estar allí sentada, consciente de que tendría que enfrentarse a otro vampiro, le provocaba un pánico atroz.
—Antes, cuando le di una bofetada, podría haberme denunciado, y no le hubieran faltado motivos. Sin embargo, en lugar de eso, decidió venir conmigo. Eso significa que está usted donde debe —le dijo.
Caxton negó con la cabeza. Necesitaba dejar de hablar y pasar a la acción. Sabía que, a pesar de todo, eso la ayudaría.
—¿Cuál es nuestro próximo movimiento?
Arkeley la sorprendió cuando cogió un desvío para ir a comer algo.
—¿Tiene hambre? Porque yo me siento como si me hubieran dado una patada en el estómago —protestó ella.
—La próxima vez procure no vomitar.
Estacionó el coche en el aparcamiento del Peachey's Diner, justo al lado de un reluciente carro amish de color negro. El caballo le dedicó una mirada a Caxton en cuanto ésta bajó del coche. El animal sacudió la cola y Caxton chascó la lengua repetidas veces para calmarlo. Arkeley se dirigió hacia el restaurante sin siquiera comprobar que Caxton lo siguiera. Caxton alzó la mirada hacia la cadena montañosa y suspiró. En el profundo y oscuro corazón de su Estado, la tierra se elevaba en altos peñascos rocosos que bloqueaban las ondas de teléfono móvil y de radio, y los fértiles valles quedaban aislados de la civilización. Por eso los amish se habían instalado allí. Sin embargo, a Caxton nunca le había gustado aquella parte de Pensilvania. Era una zona donde los suyos no eran bienvenidos, un foco de poder del Ku Klux Klan y los neonazis. Los arcenes de las carreteras de todo el estado de Pensilvania estaban llenos de carteles publicitarios de Penn's Cave y de centros comerciales, pero al llegar aquí desaparecían. En su lugar había paneles más pequeños y menos coloridos, esponsorizados por iglesias locales con mensajes como: «Venera a Dios con temor reverencial» y «¿Cuál ha sido hoy tu pecado?». Era la zona de Pensilvania central que los forasteros llamaban «Pensiltucky», y no se trataba precisamente de un halago.
Caxton entró en el restaurante. El lugar le resultaba familiar. Era un territorio neutral donde los habitantes del valle podían reunirse al margen de los conflictos. El Peachey's era un restaurante ideal para granjeros que necesitaban cargar las pilas para afrontar una dura jornada de trabajo y también para los amantes de las porciones generosas que no se preocupan demasiado por el colesterol. Arkeley atravesó el buffet y se sirvió pollo frito, ensalada alemana de patata y alubias dulces en salsa salteadas con beicon crujiente. Caxton se sentó en un reservado de contrachapado y pidió un refresco bajo en calorías de tamaño pequeño. Observó a una familia amish que había al otro lado del pasillo: un patriarca con la barba gris y un lunar en la mejilla; su mujer, cuyo rostro tenía la textura de una manzana seca; y sus dos hijos angelicales, vestidos con camisas de color azul y sombreros de ala ancha. Tenían los ojos cerrados y los dedos entrecruzados. Estaban bendiciendo la mesa. Frente a ellos había platos de chuletas de cerdo y cuencos desbordados de puré de patata con pedazos de piel marrón medio sumergidos bajo la feculosa primera capa.
Arkeley se sentó con gesto incómodo en el banco del reservado y atacó su comida. La imagen de todo aquel pollo aceitoso y grasiento triturado entre los dientes de Arkeley hizo que Caxton apartara la vista de él. Se fijó en una mujer que llevaba una sudadera enorme estampada con un lobo que aullaba a la luna. La mujer se llenó la boca de gelatina roja. Caxton cerró los ojos y trató de respirar con normalidad.
—Se alimentan de sangre, del mismo modo que nosotros nos alimentamos de comida —dijo Caxton. Hablar la ayudaba a no prestar atención a toda la comida que se engullía a su alrededor—. Antes me contó que cuánto más mayores son, más sangre necesitan. Como aquellas criaturas del barco de Lares.
Arkeley asintió con la cabeza.
—Malvern necesitaría bañarse en sangre para recuperarse. Harían falta media docena de muertos para que volviera a gozar de sus facultades, y volvería a necesitar la misma cantidad de sangre a la noche siguiente, y a la siguiente, y así cada noche.
—¡Dios! —exclamó Caxton. El amish del otro lado del pasillo la fulminó con la mirada por haber pronunciado el nombre del Señor en vano. Caxton reprimió el instinto de dedicarle un gesto obsceno—. ¿Siempre necesitan más? Pero tendrán que estabilizarse en algún momento, ¿no? De no ser así, tras un tiempo no habría suficiente sangre en el mundo.
—Usted no ha visto nunca antes el mal, ¿verdad? —preguntó Arkeley. Alzó una cuchara cargada de macedonia que vibró con su aliento—. Apuesto a que nunca ha visto el mal verdadero.
Caxton reflexionó sobre ello durante un rato. Los horrores de la cabaña de caza aún la acompañaban. Tan sólo tenía que cerrar los ojos para visualizarlos de nuevo. Todavía. Había visto asesinos antes, asesinos humanos; pero ninguno de ellos había logrado aterrorizarla tanto. Se trataba de personas enfermas, hombres tristes e insignificantes que no contaban con la imaginación necesaria para resolver sus problemas sin recurrir a la violencia. Pero eso no quería decir que fueran malos; estaban trastornados, pero desde luego no eran malos.
—No estoy segura de que el mal exista, no en el sentido al que usted se refiere. —Apoyó las manos en el borde de la mesa y estiró los brazos—. Quiero decir, por supuesto que en nuestras vidas hay un componente moral, y si sabes que estás haciendo algo mal...
—El mal —la interrumpió Arkeley— nunca se da por vencido. El mal no tiene fin, ni fondo. —Arkeley tragó ruidosamente un bocado de comida—. Si no se le opone resistencia acabará con el mundo. Los vampiros son seres contra natura. Son entes muertos que se alzan y representan una farsa de vida por la que deben pagar un precio muy alto. El universo los aborrece incluso más que al vacío.
Caxton asintió con la cabeza, aunque no lo estaba entendiendo muy bien. Sin embargo, percibió la importancia que aquella misión tenía para Arkeley, su necesidad imperante de acabar con los vampiros que aún quedaban. También percibió que en su interior empezaba a gestarse algo que coincidía más o menos con esa necesidad. Deseaba cerrar los ataúdes que aún quedaban. Deseaba destruir a los vampiros. Y estaba a punto de sucumbir a ese deseo, pero no estaba segura de si, una vez se hubiera rendido a él, existiría una forma de saciarlo. De pronto se dio cuenta de que aquello era lo que le había sucedido a Arkeley. Éste ansiaba matar vampiros del mismo modo en que los vampiros ansiaban su sangre.
—Aprender demasiado sobre ellos es peligroso, ¿verdad? —preguntó Caxton—. Tú mismo empiezas a convertirte en un ser contra natura.
Caxton miró a su alrededor, a la gente normal, saludable y feliz, que comía tan tranquila. No eran monstruos. No eran asquerosos. No eran ni buenos ni malos. Su existencia no iba en contra de las leyes de la naturaleza.
—¿Por qué me ha traído aquí? —preguntó Caxton—. Ningún sospechoso vivía tan al Oeste.
—Me gustaría presentarle a alguien —dijo, y extendió el brazo para coger la cuenta.
Subieron por una carretera hasta lo alto de una colina, bajaron por el otro lado y a continuación siguieron el curso de un arroyo. El sol los seguía y oscilaba en la superficie del agua. A Caxton la deslumbraba todo el tiempo, de modo que al final decidió ponerse unas gafas de sol, que ayudaron un poco.
Al cabo de un rato Arkeley volvió a girar y cruzaron un puente cubierto. Aunque iban apenas a quince kilómetros por hora, el puente retumbó y se estremeció. Al llegar al otro lado, el valle adquiría un tono dorado y marrón, y los pastos dejaban paso a los maizales, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Junto a la carretera había vallas eléctricas, oxidadas e intermitentes. Dejaron atrás viejos graneros con los tablones de madera podridos que se habían derrumbado por efecto del viento y de la lluvia. Caxton vio un silo de aluminio al que hacía años había alcanzado un rayo; tenía la bóveda del techo arrancada como por obra de un abrelatas gigante.
La carretera se fue estrechando hasta que se redujo a un solo carril, pero a Caxton no le preocupaba al tráfico que pudiera venir en dirección contraria. Había algo extraño en aquel valle antiguo y silencioso por el que avanzaban. En los maizales había cuervos, unos enormes pajarracos que se turnaban para levantar el vuelo y echar un vistazo, siempre atentos al peligro. A buen seguro que en esos campos habitaban roedores, taltuzas, liebres y serpientes, pero no se veía gente por ninguna parte.
—¿Está seguro de que su amigo vive por aquí? —preguntó—. Parece un lugar bastante desolado.
—A él le gusta.
La carretera se bifurcó y Arkeley cogió el desvío de la izquierda. Unos minutos más tarde la carretera desapareció casi por completo y en su lugar aparecieron dos surcos y una franja de hierba que cruzaban por entre dos campos de maíz. El coche brincaba por culpa de los baches y Caxton iba de un lado para otro, hasta que finalmente Arkeley frenó en medio de una nube de polvo. Caxton bajó del coche y miró a su alrededor; el aire era frío y se abrazó para entrar en calor.
Vio varios edificios, construcciones rurales muy, muy antiguas: una casa blanca de dos pisos con molduras, un establo con un pajar abierto y un silo hecho de planchas metálicas que, a juzgar por su aspecto, no debía de ser demasiado estanco. La luz del sol caía inclinada e iluminaba el lateral de la casa.
Encima de la puerta principal había una insignia contra maleficios blanca y negra, pintada con motivos geométricos más intrincados y delicados que cualquiera que hubiera visto hasta entonces, y eso que Caxton había visto muchas insignias de aquellas en su vida. Normalmente se trataba de símbolos pintorescos y de colores vistosos, pero éste era sobrio y de aspecto más bien maligno. Al verlo, Caxton hubiera preferido no tener que entrar en la casa. En aquel momento atisbó un destello amarillento en una de las ventanas y al levantar la vista vio a una niña rubia que la estaba mirando. La niña corrió la cortina y desapareció.
—¡Urie! —gritó Arkeley. Probablemente estuviera llamando a su amigo—. ¡Urie Polder!
—Estoy aquí, aquí dentro —respondió alguien desde el otro lado de la puerta del establo. La voz sonó débil, como si llegara de muy lejos, y tenía un acento que Caxton no había vuelto a oír desde que era una niña. Rodearon la puerta, entraron en el establo y Caxton se quitó las gafas de sol para que sus ojos pudieran adaptarse a la oscuridad.
No sabía qué esperaba encontrar en el interior, tal vez vacas, cabras o caballos. En realidad el establo se utilizaba como secadero para unas pieles de animal que colgaban en una oscuridad casi absoluta. Estaban colocadas encima de unos tendederos que le llegaban aproximadamente a la altura de sus hombros. Las había de diferentes formas y tamaños, pero todas tenían una palidez tan intensa que casi brillaban en la oscuridad del establo. Caxton se preguntó qué textura tendrían y alargó la mano para comprobarlo. Sin embargo, antes de que llegara a tocarla, una sombra cruzó la superficie de la piel o, mejor dicho, cinco sombras pequeñas, ovaladas, como las yemas de cinco dedos que la acariciaran por el otro lado. Caxton contuvo el aliento y apartó la mano. Sabía que, de haberla dejado, habría notado el contacto de otros dedos, pero no había nadie ni detrás de la piel, ni tampoco cerca de allí.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Arkeley frunció el ceño.
—Teleplasma —le respondió. Caxton no sabía de qué le estaba hablando—. Vamos, adelante —le indicó.
Caxton, sin embargo, sacudió la cabeza.
Arkeley ni se inmutó; estaba claro que iba a quedarse allí hasta que ella accediera a adentrarse en el establo.