13 balas (17 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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—Me está culpando sin que ni si quiera sepa qué es lo que ha ocurrido.

Aunque Caxton, al igual que Arkeley, sabía perfectamente lo que iban a encontrar, no quería ver el pueblo, o lo que quedaba de él. No quería hacer nada que estuviera relacionado con aquel caso.

—Si cree que no soy lo bastante dura para usted.

—Lo será. Se endurecerá en un periquete —la interrumpió.

—Pero ¿Y si no?

—No hay ningún pero. Se endurecerá y punto. No tengo tiempo para buscar a un nuevo compañero, ni tampoco para mostrarle los peligros que puede entrañar este trabajo. Así que no vuelva a fallarme.

Eso fue todo lo que tenía que decir. Por lo menos Caxton ya había aprendido algo: ahora sabía cuándo Arkeley había terminado de hablar y ya no hacía falta hacerle más preguntas. Dejó que realizara el resto del trayecto en un silencio inquietante.

Bitumen Hollow se encontraba justo al otro lado del peaje, cerca de la Reserva Estatal de French Creek. Resultó ser un pueblo-almacén que se extendía a ambos lados de la vía del ferrocarril. A juzgar por las inmensas carboneras oxidadas que había detrás de la única calle del pueblo, en el siglo anterior la aldea debió de haber servido como estación de término para los trenes que transportaban el carbón de las minas de los alrededores. Ahora era simplemente un lugar donde los granjeros de la zona compraban abono y alimento para el ganado. O, mejor dicho, lo había sido hasta hacía unas horas. El pueblo contaba con un pequeño café, una librería cristiana, una zapatería de saldos y una estafeta de Correos. Había luz en los cuatro negocios, pero estaban desiertos.

Los dos extremos de la calle estaban cortados con un cordón policial de color amarillo que atravesaba la calzada. En el interior de la zona acordonada no quedaba nadie vivo, aunque estaba sembrada de cuerpos humanos.

Arkeley no le dirigía la palabra y era mejor así. Caxton no necesitaba sentirse más culpable. Se agachó para pasar por debajo de la ondeante cinta y recorrió toda la calle. Contó catorce cuerpos. No podía evitar fijarse en los ojos de cada uno de ellos, abiertos como platos. El cuerpo de una adolescente estaba tumbado encima de un banco, le habían destrozado el tórax de un inexplicable zarpazo. Su abrigo acolchado tenía una manga desgarrada y el brazo que había debajo estaba hecho picadillo. Caxton no podía apartar la mirada del rostro de la chica. Ralos mechones de pelo rubio le cubrían parte de la frente y de la nariz, y se le pegaban en la saliva reseca de la comisura de los labios. En la oscuridad era difícil distinguir el color de sus ojos, pero eran preciosos, o al menos lo habían sido.

Detrás del mostrador de la librería cristiana había tres cuerpos apilados, todos ellos con la garganta desgarrada. Caxton ignoraba si las tres víctimas habían corrido a esconderse ahí detrás o si los vampiros los habían amontonado en aquel rincón por lo que fuera. Uno de los muertos se parecía al hermano mayor de Deanna, Elvin. Llevaba una gorra de cazador con unas orejeras a cuadros escoceses.

Al otro extremo de la calle un coche último modelo, un Toyota Prius, había chocado contra una farola. El conductor estaba tendido a lo largo de los dos asientos delanteros. Caxton no pudo distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. Le habían arrancado el rostro de cuajo y el tejido sin sangre de debajo no se parecía en nada a una cabeza humana.

De pronto un destello de luz sorprendió a Caxton. Parpadeó para libarse de la imagen que le había quedado en la retina y alzó la cabeza. Vio a unos veinte ayudantes del sheriff al otro lado del cordón policial. Esperaban con respeto, colocados en fila, como los espectadores de un desfile. Clara, la fotógrafa, le había sacado una foto —la causa del destello—. Había estado fotografiando la matrícula del coche accidentado.

—Hola —le dijo Clara, y Caxton le devolvió el saludo con la cabeza.

—Cuando usted quiera, agente —dijo el sheriff—. Tómese su tiempo.

Entonces se dio cuenta de que los policías estaban esperando a que ella y Arkeley terminaran su investigación. Tenían derecho a ser los primeros en examinar la escena del crimen. En cuanto terminaran, la oficina del sheriff los substituiría.

—Arkeley, ¿ha encontrado algo útil? —le preguntó Caxton.

El federal estaba agachado junto a la adolescente.

—Nada que no haya visto antes. Bueno, sheriff, es su turno.

Arkeley le pasó por delante a Caxton y levantó el cordón policial.

—A lo mejor ellos ven algo que a mí se me ha escapado. Estoy exhausto, jovencita, y creo que quiero irme a casa.

Caxton lo miró fijamente, parpadeó y se echó a un lado para dejar paso a los ayudantes del sheriff.

—Vale —dijo Caxton anonadada—. Permítame conducir.

—De hecho, si no le importa, me gustaría ir solo. Estoy seguro de que el sheriff podrá acompañarla a su casa —le dijo.

‹Qué extraño›, pensó ella. Arkeley debía de estar tramando algo. Tenía la intención de hacer algo que no quería que Caxton viera.

—De acuerdo —le contestó.

Estaba segura de que ella tampoco quería verlo, de modo que le entregó las llaves del coche patrulla.

—Pase a recogerme mañana, a la hora que quiera —le dijo, aunque Arkeley ya se estaba yendo.

—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Clara, a lo que Caxton tan sólo pudo negar con la cabeza.

CAPÍTULO 22

Clara se arrodilló en la acera para fotografiar la mano de la adolescente. Tenía un corte en la palma, aunque sin gota de sangre.

—Tiene toda la pinta de una herida defensiva —dijo Clara, con la corbata del uniforme oscilando entre sus piernas—. ¿No crees?

—Yo no entiendo de estos asuntos —se disculpó Caxton.

No sabía muy bien qué hacía aún en Bitumen Hollow, aparte de esperar a que alguien la llevara a casa. Echó un vistazo al reloj y le sorprendió comprobar que aún eran las ocho y media. Tenía la sensación de que el encuentro con los siervos se había prolongado a lo largo de toda la noche, pero en realidad tan sólo había durado algo más de una hora, incluyendo todo el tiempo que estuvieron esperando en el tejado de la cabaña.

Estuvo siguiendo a Clara de aquí para allá porque el suyo era el único rostro que le resultaba familiar, el único miembro de la oficina del sheriff del Condado de Lancaster al que conocía por su nombre. Se suponía que estaba supervisando la escena del crimen, un trabajo que técnicamente correspondía a Arkeley y a los Marshals. De vez en cuando uno de los ayudantes del sheriff se le acercaba para que le firmara algún formulario o documento de renuncia. Caxton no siquiera se molestaba en leerlos. Era evidente que Arkeley no estaba interesado en particular en las tareas policiales ordinarias. Su
modus operandi
consistía en ponerse a él mismo, y a quienes lo rodeaban, en peligro y luego solucionarlo todo mediante la violencia.

Se había marchado solo, en un coche patrulla de la policía estatal que estaba bajo la responsabilidad de Caxton, pero ésta no siquiera sabía adónde pensaba dirigirse. Recordó que le había hablado de torturar a siervos para sonsacarles información. Ella le había dicho que no podría presenciarlo de brazos cruzados, y él había sugerido que lo haría cuando ella no estuviera delante. Pero en aquel momento no había ninguno detenido. ¿Dónde pensaba encontrarlo?

De no ser por el cansancio se habría esmerado más en intentar desentrañar aquel misterio. Se dejó caer en el banco de enfrente de la librería cristiana y se frotó los ojos. Clara se le acercó y se quedó de pie junto a ella.

—¿Necesitas algo? —preguntó—. Llevo una farmacia entera en el bolso. Está en el coche; iré a buscarlo.

—No, no —dijo Caxton agitando la mano—. Estoy bien. Llevo un tiempo funcionando con la reserva. Sólo tengo que dormir una noche entera y volveré a estar al cien por cien.

Le dedicó una sonrisa a la ayudante del sheriff, que se encogió de hombros. Clara se acercó al cuerpo de un granjero que había tumbado en medio de la calzada, a menos de tres metros de donde se encontraba Caxton. El hombre llevaba una chaqueta de piel y le habían arrancado un brazo, que después habían arrojado a un cubo de basura. Le había desaparecido por completo parte del pecho y también toda la garganta. Clara se inclinó encima del cuerpo, a menos de medio metro de la lívida y flácida piel de la cara, y lo fotografió con su cámara digital.

—No temes a nada —observó Caxton, admirando a su compañera—. Yo no soporto ver sangre y vísceras.

Clara se levantó y la miró.

—Yo creía que habías estado presente en la matanza vampírica de anoche en la tres veintidós.

—Eso es distinto. Cuando estás luchando por tu vida, la adrenalina te mantiene en vilo. Pero cuando tengo que vérmelas con una montaña de cadáveres, es que no puedo. Demasiados recuerdos traumáticos, ¿sabes?

Clara asintió con la cabeza y se acercó de nuevo al banco.

—A mí también me molestaba bastante. Déjame que te cuente el truco —dijo. Entonces le pasó la cámara a Caxton y le indicó que sacara una fotografía. Caxton enfocó el cadáver que yacía en medio de la carretera y estudió el pequeño visor. Quiso apartar la mirada, pero Clara la detuvo—. No, fíjate. ¿No crees que la imagen está demasiado oscura?

—Sí, claro, es de noche —respondió Caxton—. Necesitas el flash.

—Eso es. —Clara señaló el botón de flash y Caxton lo pulsó—. Ahora intenta encuadrar mejor la imagen. Que incluya todos los detalles, pero que no se vea demasiado lo que hay detrás. Bien, ¿y qué tal está el balance de color?

Caxton comprendió de pronto de qué se trataba.

—Ah, ya veo. De este modo no es un ser humano, sino la fotografía de un ser humano. Y eso no es tan grave.

Clara asintió, encantada.

—Todo se reduce a los colores, las sombras y la composición. Me preocupa más que la sangre tenga un color que debe que la cantidad de sangre que pueda haber. Y ahora, —dijo, pero se detuvo a media frase y giró la cabeza como si hubiera oído algo.

Caxton se levantó de un brinco.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Pero entonces lo oyó también ella. No era muy difícil; alguien estaba gritando. Era un hombre y sus gritos sonaban sordos y apagados, como si salieran de debajo de la tierra. Caxton siguió el sonido y vio una alcantarilla en medio de la calle. Ella y Clara pidieron ayuda a gritos, se acercaron a la alcantarilla e intentaron abrir la tapa con las manos, pero era como tratar de empujar un coche patrulla estropeado montaña arriba. Un ayudante del sheriff se aproximó corriendo con una palanca y, con grandes esfuerzos, logró abrir la alcantarilla. Apartaron la tapadera y, a la luz de las farolas, vieron una escalera metálica oxidada que descendía hasta la oscuridad absoluta. Caxton fue la primera en bajar; sus pies descendieron por los chirriantes peldaños hasta que llegó al fondo. Sintió las aguas residuales bajo las botas y a punto estuvo de marearse por el hedor. Se llevó la mano al bolsillo y encontró su linterna Maglite. Su estrecho haz de luz barrió las maltrechas paredes de ladrillos, que formaban un arco encima de su cabeza y que parecía que se le iban a desmoronar encima en cualquier momento.

Iluminó el túnel con la linterna y divisó la figura temblorosa de un hombre que sujetaba entre los brazos una enorme cruz de madera de aproximadamente un metro de largo por medio de ancho. Caxton vio el terror en sus ojos cuando se los iluminó y el hombre volvió a gritar.

—¡No, no! —tartamudeó—. No, no, no. No te acerques, ¡no te acerques! Aléjate, ¡aléjate de mí! Dios me guarda, Dios me guarda, ¡Dios me guarda!

Caxton se le acercó despacio, mostrándole una mano abierta, para que viera que iba desarmada, y la linterna en la otra. No era ni un vampiro ni un siervo, pero no había duda de que tampoco estaba en sus cabales.

—No quería chillar —susurró el hombre—. ¡No quería revelar mi posición! Dios, oh Dios mío. No permitas que me lleven. ¡No permitas que me roben la sangre!

—Soy una agente de la policía estatal, señor —dijo Caxton, arrullándolo—. Todo ha terminado, los vampiros se han marchado.

Estaba tan cerca que casi podía tocarlo. Alargó la mano y se la puso encima del hombro, tal como le habían enseñado: un contacto tranquilizador que de ningún modo podía ser interpretado como una amenaza.

El poder de Jesucristo te lo ordena! —gritó el hombre, y blandió la cruz como si fuera un bate de béisbol.

Alcanzó a Caxton en el estómago y la dejó sin respiración. La agente soltó la linterna, que cayó en el lodo, y se dobló; la súbita oscuridad se le echó encima como si se hubiera derrumbado el túnel. Oyó el silbido de la cruz atravesar el aire y levantó el brazo para parar el golpe. Entonces se revolvió y le arrebató al tipo la cruz de las manos. El esfuerzo le hizo ver las estrellas. Arrojó la cruz al suelo, agarró al hombre por la cintura y le inmovilizó ambos brazos; tan sólo esperaba que ahora no se le ocurriera morderla. Entonces le golpeó la entrepierna con la rodilla con suficiente fuerza como para hacerle daño de verdad.

En aquel momento llegó alguien con una luz más potente y Caxton vio que al hombre se le contraían las pupilas; su rostro se encontraba a pocos centímetros del de la agente, tenía la boca abierta de par en par y los dientes cubiertos de saliva, pero se trataba de dientes humanos. El hombre boqueaba desesperadamente: Caxton lo soltó y entre varios ayudantes del sheriff le pusieron las esposas.

—No es un delincuente —dijo ella cubriéndose la cara con una mano, profundamente avergonzada—. Es un superviviente.

De nuevo en la calle, echó un vistazo a sus propias heridas. Tenía tan sólo una marca en el estómago, pero estaba segura de que al día siguiente estaría amarillenta y morada. En fin, se dijo, lo sumaría al corte de la mano y a la herida de la pala, y se iría a dormir.

—Que tome fotos otro —dijo Clara—. Te llevo a casa.

Caxton asintió con la cabeza, pero su trabajo en Bitumen Hollow aún no había terminado.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó.

—El gerente de la librería —respondió Clara—. Se ha calmado en cuanto lo hemos sacado de la alcantarilla. Por lo que sabemos, ha sido la única persona del pueblo que ha logrado sobrevivir —añadió y frunció el ceño, cabreada—. Dice que no se acuerda de cómo se metió ahí abajo. Los ayudantes del sheriff están con él ahora mismo, incorporando la información que el tipo pueda aportar al programa de identidad virtual.

El vampiro al que habían matado no llevaba ningún tipo de identificación. ¿Y si el tipo de la librería les proporcionaba un reconocimiento ocular de uno de los otros? Podía ser una buena pista, justo la que necesitaban.

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