13 balas (21 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 13 balas
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Tucker tecleó algo en su ordenador.

—Ah, sí, la lista de todos los que han trabajado aquí durante los últimos dos años. A bote pronto los tipos de estas fotografías no me suenan, pero echémosles una ojeada.

Giró el monitor para que Caxton y Arkeley lo pudieran ver. Los nombres de la lista aparecieron en la pantalla y Tucker fue seleccionándolos uno a uno con el cursor para mostrarle las fotografías a los dos agentes.

—Esta base de datos es muy sofisticada —dijo Caxton con asombro.

Tucker frunció la boca y continuó haciendo clic sobre todos los nombres, uno por uno.

—Tiene que serlo. Yo no sé qué idea tiene usted de este lugar, pero para mí es lo mismo que un centro penitenciario. Hago lo que haría en cualquier prisión; es decir, vigilo con los cinco sentidos quién entra y quién sale.

—Ése —dijo Arkeley al tiempo que señalaba la pantalla—. Vuelva a la fotografía anterior.

Tucker obedeció y al instante tuvieron frente a ellos la ficha de un tal Efraín Zacapa Reyes, un electricista de la Oficina Federal de Prisiones que había trabajado en Arabella Furnace en algunas ocasiones el año anterior.

—Tengo un recuerdo vago de ese tío. Vino a cambiar los fluorescentes antiguos por las luces azules que Hazlitt hizo instalar en su ala del hospital.

Caxton sintió cómo un escalofrío le recorría la columna vertebral. Arkeley frunció el ceño.

—De modo que debió de estar muy cerca de Malvern, lo suficiente para poder comunicarse con ella. Lo suficiente para caer victima de la maldición vampírica.

Caxton estuvo a punto de hacer una pregunta, pero entonces se acordó de algo. Y ano trabajaba en el caso. Podía ayudar a Arkeley en lo que éste considerara oportuno, pero sus ideas y opiniones no iban a ser tenidas en cuenta. Experimentó una repentina sensación de vacío, aunque lo más extraño era que se parecía mucho a lo que había sentido cuando Clara la había besado. Como si por un agujerito pudiera ver una vida completamente nueva y excitante que en realidad nunca podría explorar.

—Reconozco el parecido, pero ése no es su tipo —dijo Tucker, Caxton, sobresaltada, volvió en sí.

—¿Y por qué no? —preguntó Arkeley.

—Bueno, sólo pasó alrededor de una hora en el ala del hospital. Lo único que hizo fue enroscar un par de bombillas y yo puse a tres guardias junto a él mientras trabajaba. Si hubiera intentado algo, mis guardias lo habrían abatido ahí mismo. No estamos para hostias en Arabella Furnace. Nadie mencionó ningún intercambio de sangre, ni de saliva, no de cualquier otro fluido.

Arkeley asintió con la cabeza, aunque era evidente que no descartaba a Reyes como sospechoso. Caxton comparó las dos fotografías, la de su PDA y la que aparecía en la pantalla del ordenador. El parecido entre la frente y la nariz de uno de los vampiros y del electricista era evidente, aunque había una gran diferencia.

—Es latino —dijo Caxton.

En la fotografía del ordenador se distinguía claramente que Reyes tenía la piel oscura. El vampiro, por supuesto, era blanco como la nieve.

—No es usted la primera en caer en ese error —dijo Arkeley—. Ya lo han cometido otras personas, personas que ahora están muertas. Al regresar de la yumba los vampiros pierden todo el pigmento de la piel. Aunque en el pasado fueran negros, japoneses o esquimales, siempre terminan volviéndose blancos. Ya ha visto con sus propios ojos que los vampiros no son blancos, sino albinos —le dijo a Caxton—. Éste es uno de nuestros hombres —concluyó dando golpecitos con el dedo en la pantalla de ordenador.

Tucker imprimió de inmediato la chica personal de Reyes y Caxton se acercó rápidamente a la impresora para coger el documento.

—Déme su última dirección conocida —le pidió Arkeley—. Tras la purga de la cabaña de caza tendrán que buscar otro escondrijo y lo más probable es que se refugien en un lugar donde se sientan cómodos.

Caxton no tardó en encontrar la información que buscaba, pero negó con la cabeza.

—Se trata de un edificio de apartamentos en Villanova. Los vampiros no querrían instalarse allí, ¿verdad? Ahí hay demasiada actividad, se expondrían al riesgo innecesario de llamar la atención al entrar y salir.

Arkeley negó con la cabeza.

—Prefieren las ruinas y las granjas —añadió Arkeley.

—Pues entonces no tenemos nada. Reyes vivía en ese edificio desde hacía años, por lo menos desde 2001. Espere, permítame llamar a ese número, a ver si logro obtener información.

Tal vez, si lograba obtener algún tipo de información útil, Arkeley dejaría de tenerla en tan baja consideración. Caxton se maldijo a sí misma por vincular su autoestima a la opinión que Arkeley tuviera de ella. ¿Podía acaso cometer una estupidez mayor? Sea como fuere, sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó el número que aparecía en la ficha como contacto de emergencia, que en realidad era el número del portero del edificio de apartamentos. En cuanto Caxton se presentó como agente de policía, el portero estuvo encantado de colaborar. Caxton obtuvo todos los detalles que pudo y colgó.

—¿Y bien? —preguntó Arkeley.

—Efraín Reyes era un buen tipo, bastante reservado, sin mujer ni novia, sin familia, o al menos ningún familiar lo visitó nunca. El portero sospecha que quizá fue un inmigrante ilegal, aunque no tiene pruebas de ello.

—Para trabajar habría necesitado por lo menos el permiso de residencia —aclaró Tucker.

Caxton asintió con la cabeza.

—El hombre con quien he hablado estaba encantado con Reyes porque en una ocasión arregló un problema que tenía con los interruptores del edificio sin cobrar nada. Hace siete meses que la policía local le comunicó al portero que el vecino había muerto en un accidente laboral. Dice que le hubiera gustado asistir al funeral, pero le contaron que nadie había reclamado el cuerpo, y que por eso se había celebrado un entierro sencillo a cargo del Estado en la fosa común de Filadelfia. El portero conserva los efectos personales de Reyes en una caja, aunque asegura que no hay nada fuera de lo común, tan sólo un par de prendas de ropa y artículos de aseo. El apartamento estaba amueblado cuando Reyes entró en el piso y no parece que éste cambiara nada.

—Tiene más pinta de fantasma que de vampiro —sugirió Tucker. Caxton se encogió de hombros.

—Por lo que me han contado yo diría que sufría un trastorno depresivo severo. Al parecer, de lo único que jamás se quejaba era de estar cansado y el portero me hizo entender que faltaba bastante al trabajo, sobre todo en invierno. A juzgar por el correo que recibía, leía muchas revistas masculinas
(Playboy, FHM, Maxim),
aunque nunca tenía citas, ni realizaba ninguna actividad social más allá de ir al cine.

Arkeley asintió con la cabeza, como si todo empezara a cobrar sentido.

—Una vida prácticamente insignificante, nadie lo echaría en falta cuando desapareciera. Cuénteme cómo murió.

En un accidente laboral. Tocó un cable eléctrico o algo así y murió de un paro cardiaco antes de que llagara la ambulancia. Eso es lo que el portero del edificio me contó —dijo Caxton; y acto seguido echó un vistazo a la ficha que tenía en la mano—. Sucedió en una subestación eléctrica a las afueras de Kennet Square. —Miró otra vez el documento—. Permítame hacer otra llamada.

Arkeley permaneció inmóvil mientras Caxton llamaba a las oficinas de la subestación. Tucker empezó a jugar al solitario con el ordenador, aunque tuvo que apagar el juego al cabo de menos de un minuto, el tiempo que tardó Caxton en finalizar la llamada.

—Esto le va a encantar —dijo Caxton.

Arkeley arqueó las cejas.

—No trabajó en la subestación, sino que colaboró a desmantelarla. La subestación era centenaria y la estaban cerrando. La mayoría de los edificios de la planta aún se conservan, aunque están sellados, las ventanas cegadas con planchas de madera y las puertas cerradas con candado.

—Un vampiro es capaz de arrancar un candado con las manos —dijo Arkeley. En su rostro empezó a dibujarse una amplia sonrisa.

—Dijo que les gustan las ruinas. ¿Vamos para allá? No nos quedan muchas horas de luz, pero por lo menos podríamos examinar la zona y tal vez conseguir una orden de exhumación de la fosa de Reyes.

A Arkeley se le truncó la sonrisa de golpe.

—¿Quiere decir usted y yo? —preguntó.

Caxton estaba a punto de responder cuando el teléfono sonó de nuevo. Pensó que sería el portero del edificio con algún detalle que acababa de recordar, pero no era él. La llamada provenía de la jefatura de policía estatal, de la oficina del comisionado.

—Agente Laura Caxton —dijo tras colocarse el teléfono en la oreja.

Cuando el secretario del comisionado terminó de transmitirle el mensaje, Caxton colgó el teléfono.

—Tenemos instrucciones de ir a Harrisburg de inmediato.

—¿Usted y yo? —preguntó Arkeley de nuevo.

—Sí, usted y yo. El comisionado nos reclama y dice que es urgente.

CAPÍTULO 28

Cuando llegaron el comisionado los esperaba en la puerta; no era buena señal. Eso significaba que estaba ansioso por tenerlos a su merced. Caxton y Arkeley entraron en la oficina y se sentaron al otro lado del escritorio. En la habitación reinaba un ambiente bochornoso y a Caxton le habría gustado desabrocharse el botón del cuello de la camisa del uniforme y aflojarse la corbata; pero sabía que no le estaba permitido. Arkeley adoptó su habitual postura forzada, las vértebras fusionadas le impedían sentarse con comodidad. Se esforzó para que aquello pareciera tan sólo una reunión rutinaria, tal vez para elaborar un nuevo plan estratégico. Caxton, por el contrario, guardaba un incómodo silencio, mientras que el comisionado se mantenía ocupado detrás del escritorio sin decir palabra, trabajando con papel y cinta adhesiva.

Cuando hubo terminado, había cinco hojas de tamaño A4 impresas en color colgando del borde del escritorio. Se trataba de retratos de agentes de policía, seguramente tomados el día en que se graduaron en la academia. Llevaban el sombrero sujeto por debajo de la barbilla —Caxton sabía que al día siguiente aprenderían a abrochárselo por detrás de la cabeza— y miraban hacia el infinito, por encima de los hombros de Caxton, como si contemplaran el brillante futuro que les aguardaba.

—¿Quieren saber cómo se llamaban? —preguntó el comisionado después de un tiempo prudencial para que echaran un vistazo a los retratos—. Eric Strauss, Shane Herkimer, Philip Toynbee...

—Lo que está insinuando no me gusta —lo interrumpió Arkeley, impasible y tranquilo, como siempre. Apoyó la mano izquierda en el escritorio y se inclinó hacia delante, con los ojos fijos en el comisionado.

—Aún no he empezado a insinuar nada —contraatacó el comisionado. Se abalanzó sobre el escritorio y agarró un bolígrafo y un lápiz hechos de cuerno de ciervo auténtico—. Esos cinco hombre murieron hace dos noches. Formaban la Unidad H y recibieron una llamada pidiendo refuerzos. Estas muerte son inexcusables; ¿cinco hombre muertos para derribar a un solo tipo? Eran agentes con una preparación excelente. Habrían sabido cómo arreglárselas en cualquier situación peligrosa. Es decir, si hubieran podido anticipar lo que encontrarían. Pero no se les proporcionó la información necesaria, murieron porque nadie les dijo que tenían que enfrentarse a un vampiro.

Caxton estaba confusa. Sabía que aquél no era el momento para hablar —los dos hombres esperaban que se mantuviera en silencio durante toda la reunión—, pero fue incapaz de morderse la lengua.

—Nosotros tampoco lo sabíamos cuando hicimos la llamada —se excusó Caxton.

Arkeley alzó la mano para hacer que se callara y miró al otro hombre, como indicándole que podía seguir hablando. El comisionado se aclaró la garganta.

—Y eso por no mencionar a los dos agentes y el policía local que fallecieron mientras vigilaban la cabaña de caza. Murieron por estar sentados en un porche.

Caxton negó con la cabeza. No iba a hablar, desde luego, no tras la advertencia de Arkeley, pero tenía que hacer algún gesto de extrañeza.

—Envié a mis dos mejores rastreadores a aquella cabaña —explicó el comisionado con la mirada fija en Caxton, como si no quisiera perderse su reacción—. Eran dos hachas del FBI, estudiantes brillantes en la academia, cazadores y montañeros de toda la vida; esos dos chicos salían a cazar osos con arcos y flechas y nunca regresaban con las manos vacías. Esos dos mismos chicos decidieron montar guardia en un escondrijo que había construido con sus propias manos a cien metros de la cabaña, mientras esperaban por si aparecía alguien en la escena del crimen. Ése era el plan, por lo menos, hasta que un tal Arkeley les llamó y les dijo que no había peligro, que podían sentarse en el porche, a la vista de todos. Y ahora están muertos.

Caxton se volvió hacia Arkeley, que se limitó a asentir con la cabeza. Debía de haber llamado mientras ella estaba con Vesta Polder. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Qué le podía haber hecho pensar que el porche era un lugar seguro para los agentes? Por lo menos debería haber sospechado que los siervos iban a regresar.

—También tengo sus fotografías —dijo el comisionado, rebuscando por entre los papeles de encima de la mesa—. ¿Quieren verlas?

Arkeley se removió en su silla y carraspeó antes de hablar.

—No entiendo muy bien a donde quiere ir a parar, pero sí sé lo que le falta a su versión. Lo que no entiende, Coronel, es que no estamos luchando contra delincuentes, ni contra terroristas, ni contra traficantes de drogas. Estamos luchando contra vampiros.

—Creo que sé perfectamente. —empezó a decir el comisionado, pero Arkeley lo cortó.

—En la Edad Media, un vampiro podía vivir carias décadas sin encontrar resistencia, comiéndose a personas cuya única defensa consistía en cerrar las ventanas, atrancar las puertas y siempre, siempre, siempre, regresar a su casa antes del anochecer. Cuando era imprescindible dar muerte a un vampiro, había una única forma de hacerlo. Por aquel entonces no existían ni las pistolas ni, desde luego, los martillos automáticos. Por ello, los cazadores de vampiros reunían a todos los varones sanos de la comunidad. Entonces, la turba se enfrentaba al vampiro con antorchas, flechas y palos si era necesario. Muchos morían en la primera embestida, pero con el tiempo algunos lograban amontonarse encima del vampiro y dominarlo. —Arkeley hizo una pausa y levantó un dedo—. Permítame que le repita: se montaban literalmente encima del vampiro para impedir que pudiera huir, lo retenían con el peso de sus propios cuerpos y se exponían a sus dentelladas por pura necesidad. Quienes llegaban tan lejos solían morir mientras el vampiro luchaba por liberarse y el proceso debía empezar de nuevo. Finalmente, nuestros antepasados solían imponerse, pero no sin sufrir un gran número de bajas. Los hombres (y los niños) de esas turbas no eludían su obligación, comprendían que las pérdidas humanas, eran la única forma de proteger sus aldeas y sus familias.

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