1969 (12 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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—Sí, claro. A veces os envidio, ya sabes, a los que sois como tú, tan lanzados con las titis.

—Es un don, Julito, es un don.

—Ya, ya, pero es que, chico, yo me lanzo y me estrello siempre, y el caso es que en nuestro trabajo se presentan ocasiones a pares.

—Muchas, muchas, en el fondo son todas unas zorras y se pirran por los tipos con arma.

Decidió pasar a la ofensiva:

—¿Ves? A eso me refiero precisamente. No me hagas mucho caso porque cuando uno bebe dice cosas que no se atrevería a decir, pero, Raimundo, yo te admiro, se cuentan unas historias sobre ti en comisaría...

—Ya, ya, no te preocupes, es normal. Pero tú también podrías lanzarte, hombre. No tienes mala planta, y la puta de tu mujer se largó dejándote el campo libre. Yo podría darte buenos consejos.

—Coño, Raimundo, me vendrían como Dios. Es que se me ponen los dientes largos de oír historias sobre ti; el otro día, por ejemplo, en la guardia del 22, la gente habla y no para de lo de la putita ésa.

Se había jugado un órdago.

El otro sonrió con expresión lasciva, y entonces, tras apurar un buen trago de su whisky, farfulló con la lengua apelmazada por el alcohol.

—Y que lo digas. Menuda zorra. Y de las de postín, ¿eh? Me vino a avisar el sargento Juárez: «Hay una puta de las caras en el calabozo; barra libre, ya me entiendes». No creas, Julito, que había cola. ¡Menuda hembra! Y encima se hizo la estrecha, se resistía..., pero mejor, así da más gusto. Se fue de allí bien servida. Que yo sepa, se la cepillaron lo menos siete, y hubo que darle unas cuantas hostias.

—¿Se fue? —preguntó Alsina intentando disimular la repugnancia que aquel tipo le producía.

—Bueno, sí, ya me entiendes, se la llevaron.

—Joder, Raimundo, me hubiera gustado catarla, ¿dónde para?

—Se la llevaron los de la Político Social, algo habrá hecho, ya sabes, con esos no hago preguntas. Me parece que había molestado a los gerifaltes, pero en cuanto haya otra ocasión como esa, descuida que te aviso. Será por putas...

—Gracias, gracias. ¿Sabes cómo se llamaba? Es para tirármela si la veo por ahí, aunque sea pagando.

—No seas majadero; ¡un policía nunca paga con una puta, hostias!

Alsina miró a su interlocutor como simulando sentir una profunda admiración:

—¿Ves? —dijo—. Ese tipo de cosas son las que me tienes que enseñar.

—¡Para eso estamos, coño!

—¿Y sabes cómo se llamaba? La zorra, digo.

—Ivonne, me parece —contestó el otro antes de comenzar a vomitar allí mismo.

Cuando Joaquín Ruiz Funes entró en el salón de baile saludando a unos y otros, se encontró a Julio Alsina sentado al fondo, en una mesa. Observaba cómo los demás bailaban y parecía deprimido, taciturno. Miraba fijamente un vaso vacío.

—Licor 43, ¿eh?

—No, Joaquín, Coca—Cola. Llevo cinco. Esta noche no pegaré ojo.

El otro, que ya llevaba una copa de champán en la mano, contestó:

—Pues entonces, yo a lo mío.

—¿Querías verme?

—Sí, sí, he averiguado algo.

—Yo también, Joaquín. Estuvo detenida.

—Y se la llevaron al «Picadero»; los de la Político Social.

—Entró el día 22 y palmó el 24. Pasó dos días detenida en agujero. ¿Sabes qué le hicieron allí?

—No, no he podido llegar a tanto, Julio. Sé que la llevaron allí, en efecto, y ya sabes que cuando sacan a un detenido de comisaría es para torturarlo...

—Y luego matarlo.

—Exacto. La mayor parte de las veces no se les vuelve a ver el ¡pelo.

—Mierda.

—Deberías dejar este asunto.

—Sí, lo sé, pero sé adónde fueron las chicas, a Gea y Truyols.

—A una finca, supongo, porque allí no hay otra cosa aparte de conejos.

—Eso imagino. El asunto me parece claro: fueron a una fiesta de postín, supongo que a una cacería. Algo vieron, algo hicieron, quizá hablaron de más, pero el caso es que, fuera lo que fuese, les costó la vida. Supongo que la rubia debe de estar muerta también y quiero saberlo.

—Ten cuidado, amigo.

—Lo sé. Eso de los televisores no pinta mal. Quizá me lo piense.

—Harás bien, tú sabes que conmigo tienes futuro.

—Lo sé —contestó poniéndose de pie.

—¿Y adónde coño te crees que vas?

—Necesito salir de aquí, Joaquín. Creo que me voy a casa.

Ruiz Funes lo miró sonriendo con ternura:

—Espera —repuso—. Así no te vas. En el Río Club, en el barrio del Carmen, actúan Julia Rives y las Mulatas del Caribe, no puedes perdértelas. Son de escándalo. Vamos por los abrigos y te vienes conmigo, allí soy el amo y he quedado con Blas Armiñana, el forense. Nos vamos con ellas después de la función. Te hará bien echar unas risas y aprovechar lo que pueda surgir. Y no te acepto un no por respuesta.

Julio miró hacia al suelo.

—¿Tienes miedo de volver a beber?

—La verdad, sí.

—Yo me encargo de eso, amigo. Esta noche te pondré tibio a Coca-Cola, confía en mí.

Alsina y su amigo Joaquín salieron de allí del brazo, se pusieron los abrigos y escucharon las campanadas que daban las doce de la noche justo cuando salían a la calle. Julio levantó la mirada y contempló, al final de la calle, la imponente torre de la catedral. Pensó en Ivonne, de nombre Montserrat Pau.

Rosa Gil salía de misa de la iglesia de San Antolín. Iba cogida del brazo de su madre, cuando el sonido del claxon de un coche le hizo mirar hacia el bar de Pepe el Automático. Allí estaba Alsina, que desde el seiscientos de don Serafín le hacía señas.

—No me esperes a comer —dijo soltándose para entrar en el coche con el policía.

Don Urbano, el severo sacerdote del Opus Dei que regentaba la parroquia con mano de hierro, sus feligresas y la propia madre de la chica, doña Ascensión, quedaron petrificados ante tamaña desvergüenza. ¿Cómo era posible que una mujer decente se subiera a solas en un automóvil con un hombre casado?

—Vamos —indicó Rosa al policía mientras se quitaba el velo de ganchillo negro con que se cubría la cabeza para acudir al templo—. No tenemos todo el día.

Salieron de inmediato y se encaminaron hacia el Puerto de la Cadena, que tardaron casi tres cuartos de hora en atravesar, pues tuvieron que ir detrás de un camión repleto de cerdos que a duras penas avanzaba por aquellas empinadas cuestas. Alsina intentaba adelantar, pero era difícil hallar un tramo con visibilidad suficiente para hacerlo en el que no vinieran vehículos de frente. A consecuencia de aquel ritmo desesperante, el seiscientos de don Serafín comenzó a dar evidentes síntomas de recalentamiento, por lo que al llegar a lo alto pararon en la Venta del Puerto para añadirle agua al radiador. Aprovecharon para tomarse dos Cholecks, él de vainilla y ella de chocolate.

—¿Y cómo es que don Serafín te presta su seiscientos? —inquirió ella con aire desconfiado.

—Es una larga historia —replicó, intentando darle largas.

—Me gusta escuchar —contestó Rosa—. Vamos a medias en esta historia. ¿Recuerdas?

Alsina sonrió.

—Lo chantajeo —espetó de golpe.

—¿Cómo? —dijo ella sorprendida—. Me ha parecido entender que hablabas de chantajear...

—Júrame que no dirás nada.

—Jurar es pecado, Julio.

—Bueno, pues promételo entonces

—Prometido.

—Pillé a don Serafín en actitud digamos... poco decorosa con una jovencita en el gallinero del cine Coy.

—¡Vaya!

—Con Clara, la hija de la viuda ésa que cose.

—La señora Tomasa.

—La misma que viste y calza.

—Jesús, María y José! —exclamó la falangista santiguándose

Julio sonrió, divertido.

Rosa ladeaba la cabeza como negando la realidad.

—Pero... si es una cría.

—Sí, por eso lo tengo trincado por donde más duele.

—¡Madre mía! Ya había oído yo que la niña es ligerita de cascos, pero no suelo hacerme eco de esas habladurías.

—No te gustan.

—No, en efecto.

—Pues en la puerta de la iglesia...

—Qué.

—Te han mirado raro.

—¿Y?

—Quizá no debías haber venido. La gente tiende a murmurar

—Me importa un bledo la gente, cumplo con mi deber.

—¿Tu deber?

—Sí, el Lolo era uno de mis descarriados.

—Yo soy el culpable de su muerte.

—No —rebatió ella muy seria—. Los culpables son los que mataron a esa mujer.

Al fin, pensó el policía suspirando aliviado. Rosa lo exoneraba de toda culpa. Se hizo un silencio sólo roto por el sonido

del motor de un mil quinientos que pasó a gran velocidad por la carretera que cortaba la montaña. El paisaje era hermoso allí arriba; en el puerto todo era verde debido a los pinos de las repoblaciones de la Dirección General de Montes y, al fondo, el cielo azul, despejado y claro, dejaba ver el Mar Menor, y delante, el árido campo de Cartagena.

—Anoche, en la fiesta, averigüé algo.

Ella lo miró esperando que hablara, dándole tiempo.

—Ivonne, o sea, Montserrat Pau, estuvo detenida, la golpearon y violaron en comisaría y luego fue llevada al «Picadero».

—¿El «Picadero»?

—Es un piso de la Político Social. Tienen dos, el «Picadero», en Murcia, y la «Casita», en La Alberca. Sólo se lleva a esos sitios a gente de la que se quiere obtener información y, luego, hacerlos desaparecer.

—¿Y qué podía saber una simple prostituta como para querer torturarla?

—Creo que buscaban el diario. Debía de comprometer a gente importante.

Quedaron en silencio de nuevo. Rosa miraba al suelo. Alsina esperaba que, en cierta medida, justificara aquellos métodos; al fin y al cabo, aquellos mastuerzos eran sus correligionarios.

Pero no.

Ella no lo hizo y le sorprendió, una vez más.

—Vamos, nos queda aún camino —dijo Rosa Gil levantándose.

La Tercia

Llegaron al pueblo de la Tercia a eso de la una y media de la tarde. Esa población había surgido de la unión de varios pequeños núcleos: Lo Gea, La Tercia y el Caracolero; de ahí su denominación compuesta, derivada del nombre de uno de los caseríos de por allí, Lo Gea, y el apellido de una conocida familia de la zona de origen aragonés, Truyols.

Aquella parte era árida, muy árida, y surgía de la falda de la sierra que protegía a la ciudad de Murcia por el sur. Desde allí hasta el Mar Menor se extendía una planicie que la gente llamaba el campo de Cartagena, aunque Gea y Truyols pertenecía al llamado campo de Murcia, ya que ni siquiera tenía ayuntamiento propio y tributaba al de la capital de la provincia.

Daba la sensación de ser un lugar dejado de la mano de Dios.

Apenas quedaban quinientos habitantes de los dos mil que había llegado a tener en 1964, pues el despegue económico del país, debido a la buena gestión de los tecnócratas del Opus, había provocado un éxodo rural hacia las grandes capitales. Los jóvenes se fueron a trabajar a Madrid, a Barcelona y, los más, a Alemania, donde se decía que ataban a los perros con longanizas. Aquellas tierras estuvieron siempre despobladas, eran muy secas y estaban abandonadas a un viento sempiterno y a la mala suerte. Cuando Alfonso X las había intentado repoblar con cierto ahínco, se produjo una nueva invasión musulmana, y luego, con la reconquista por parte de Jaime I, se trajo a nuevos pobladores aragoneses que sufrían las continuas razias de los musulmanes granadinos y los piratas berberiscos. En suma, un lugar poco protegido, expuesto, árido y sin agua, nada propicio para que surgieran poblaciones de cierta envergadura. Era una zona de explotaciones agrícolas ligadas a grandes fincas donde se cultivaban árboles de secano, como el almendro, el olivo o el algarrobo para engordar el ganado.

A Alsina le pareció un lugar solitario y, en cierta medida, triste. Había mucha luz y el viento parecía hacer de las suyas, volviendo locos a los cuerdos y provocando desagradables dolores de cabeza. Aparcaron el coche en la calle principal, frente a un bar con un letrero redondo de Pepsi. Al bajar del vehículo se dieron de bruces con una procesión que paseaba una imagen sagrada, encabezada por el cura, un hombre joven que cantaba algo referente a san Antonio Abad, coreado y seguido por un centenar de feligreses con palmatorias.

—¿Estarán en fiestas? —se preguntó el policía.

—Más bien parece una rogativa —concretó Rosa, mucho más versada en aquellas lides.

Entraron en el bar atravesando una cortinilla de cuentas de plástico. Allí hallaron sólo a cuatro parroquianos que jugaban al dominó. Saludaron y tomaron asiento en una mesa. Aquel establecimiento parecía el único del pueblo y era conocido como el Teleclub, pues hacía a la vez las funciones de centro social y consultorio médico. El coche de línea que comunicaba el pueblo con la capital o bien con la costa paraba en la misa puerta, en una pequeña plaza.

Al momento salió un tipo menudo detrás de la barra.

—¿Quieren comer? —preguntó.

Asintieron, así que el otro trajo un mantel de papel y lo colocó sobre la mesa.

—Tenemos migas o arroz con conejo.

—¿Y de tapa? —preguntó Alsina.

—Almendras, hueva, mojama, calamares plancha, mejillones y magra con tomate.

—Ponga usted una ensalada —ordenó el policía buscando la mirada de su acompañante, que con un gesto de asentimiento aprobó su elección—, una de calamares y un par de platos de arroz.

—Marchando. ¿Y de beber?

—Yo, una Coca—Cola, ¿y tú, Rosa? ¿Te apetece vino y Casera?

—Vale.

Alsina detectó una mirada de respeto en el camarero al advertir la camisa azul de la joven.

Cuando quedaron a solas, Rosa dijo:

—No parece un sitio muy animado.

—Es un lugar muy pequeño. Apenas una calle principal y cuatro casas.

—No me imagino fiestas de postín por aquí, la verdad. Ya sabes, con prostitutas de lujo.

—Debe de haber fincas en los alrededores.

El camarero llegó con la ensalada, el pan y las bebidas.

—En seguida marcha el resto —anunció.

—¿Están de fiestas? —se atrevió a preguntar Rosa Gil.

El hombre la miró y repuso:

—¿Lo dice por la procesión?

—En efecto.

El otro se rio y contestó:

—No, no, las fiestas son en agosto; están haciendo una rogativa.

—¿Para que llueva, quizá? —aventuró Alsina—. Esta zona es realmente seca.

—No es eso, no.

—Se hacen rogativas a san Antonio Abad para que reaparezcan los animales perdidos —apuntó Rosa Gil al instante.

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