1969 (4 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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Aquel crimen llegó a conmocionar al país entero: en la calle Carril de la Farola se produjo la muerte de una niña de nueve meses, María del Carmen; el médico dictaminó que a causa de una meningitis. A los cuatro días falleció un hermano de la niña, Mariano, de cinco años. El doctor que atendía a la familia achacó el óbito de nuevo a dicha enfermedad, pero unas fechas después fallecía otra hermana más de aquella nutrida prole, una niña de cuatro años, Fuensanta. La policía tomó cartas en el asunto y el caso fue a parar a Ruiz Funes. El pobre Joaquín no pudo evitar un cuarto deceso, el del más pequeño miembro de la familia que había sobrevivido, Andrés. El despiadado ejecutor resultó ser una niña, la mayor de los nueve hermanos, a quien se le había robado la infancia. A aquella niña le gustaba jugar, pero no podía, se veía obligada a limpiar, a cuidar sus hermanos y a hacerse cargo de las labores de la casa como una versión moderna de Cenicienta. Había acabado por decidir la eliminación de los menores, los que más esclavizaban, con una mezcla de DDT y matarratas. Para Ruiz Funes, que decía que aquella era una niña pizpireta, espabilada y juguetona, fue su último detenido. Ni siquiera fue a la cárcel debido a su edad, sino que ingresó por orden del juez en las Oblatas, un centro para jóvenes descarriadas donde pudo tener, al fin, algo parecido a una infancia. Había quien decía que la verdadera asesina había sido la madre de las criaturas, pero nada pudo probarse al respecto. Un caso horrible.

Ruiz Funes no volvió a ser el mismo, aunque supo reinventarse después de aquello. Al parecer, le iba bien. Mante—

nía buenas relaciones con el Régimen y era un tipo muy listo.

Aquella tarde vestía traje oscuro, con rayas finas de color blanco, apenas perceptibles pero que le daban un cierto aire de acaudalado, corbata roja y camisa azul celeste. Lucía un oloroso clavel en la solapa, a la manera de los triunfadores del momento.

Charlaron un rato y Joaquín le dijo que andaba tras un negocio de envergadura, como siempre; le contó cotilleos sobre lo más granado de la sociedad murciana y se jactó de un par de aventuras amorosas. «Tú lo que tienes que hacer es venirte a trabajar conmigo», le dijo cuando se despedían. Siempre lo había tratado con respeto, hasta con cariño, pese a ser él un apestado cuya compañía todos rehuían. Alsina le estaba muy agradecido por ello.

Entonces, sin saber muy bien por qué, cruzó la Gran Vía —en realidad se llamaba avenida de José Antonio, aunque nadie usaba nunca ese nombre—, y en unos minutos se acercó, caminando a paso vivo, a la plaza de la Cruz. Llegó al pie de la torre de la catedral y miró hacia arriba. Era imponente. «Menuda caída», se dijo.

El templo era bello, sin duda. La fachada, que daba a la plaza de Belluga, le pareció algo barroca la primera vez que la vio tomando café con Adela, quizá demasiado recargada, pero ahora le parecía hermosísima cuando se recortaba contra el cielo siempre azul. Era algo que le gustaba de aquella pequeña ciudad: el sol siempre brillaba y el cielo era de color turquesa, casi sin nubes. La luz del Mediterráneo es algo a lo que uno se acostumbra fácilmente.

Sin saber muy bien por qué, entró en la catedral, pagó al sacristán y se vio escalando las empinadas cuestas que ocupaban las tripas de aquel inmenso torreón. Tuvo que descansar varias veces. En un rincón olía a orines, vio cáscaras de pipas e incluso sorprendió a una pareja besándose junto a una ventana. Cuando lo vieron llegar salieron corriendo a toda prisa cuesta abajo mientras ella intentaba bajarse la falda. Un grupo de niños se cruzó con él cuando iban de vuelta. Parecían felices y sintió envidia. Llevaban golosinas en la mano, un par de piruletas y un paquete de chicles Cheiw. Aquellos rapaces pasaban la tarde entre carreras arriba y abajo. Jugaban a policías y ladrones, a la guerra, y se meaban desde arriba intentando acertar a los viandantes. A veces tiraban petardos que estallaban mucho antes de llegar al suelo. Cuando llegó arriba, donde las campanas, se sintió exhausto. Apoyó las palmas de las manos en los muslos y tomó aire. Entonces vio allí a Ramiro Herrera, un pedófilo muy conocido en comisaría. Pensó en las piruletas que llevaban los niños que se había cruzado al subir.

Cabrón.

Mostró la placa para acojonarlo y le dijo que avisaría al sacristán para que llamara a comisaría si le volvía a ver por allí. El otro salió por piernas farfullando una excusa.

Cuando quedó a solas miró la hora. Las siete menos cuarto. Respiró con alivio, no quería estar allí cuando sonaran las campanas. Se acercó al ventanal por el que debía de haber saltado aquella pobre mujer. Pasó bajo una inmensa campana y se asomó al exterior. Tenía miedo. Volvió a mirar el reloj. Desde allí se veía toda la ciudad, la huerta, el edificio Alba que tenía deslumbrados a los lugareños por su altura, y a lo lejos, el campo de fútbol La Condomina. Pensó que Murcia era aún pequeña.

Su mente, inconscientemente, la comparaba a menudo con su ciudad natal, Madrid. La noche y el día.

Aquélla era una pequeña urbe que había pasado de ser una ciudad compacta en la preguerra a una población desordenadamente estrellada. Su crecimiento se complicaba por la existencia de núcleos rurales muy cercanos y por la nebulosa presencia de la huerta, muy hermosa, que en algunos puntos distaba menos de ochocientos metros del centro de la población. Aun así, el viejo casco había crecido hacia levante, rozando los cien mil habitantes: en el Polígono de la Paz habían nacido seis bloques y se levantaron viviendas de cierta altura junto a la plaza de toros, y la Gran Vía se estaba convirtiendo en una arteria que vertebraba la expansión hacia la plaza Circular que todos llamaban «la Redonda». Pero con todo, aquélla era una ciudad pequeña, coqueta, casi un pueblo.

Alsina miró hacia abajo y contempló a la gente que pasaba: hormigas, tipejos insignificantes cuya vida no importaba a nadie.

Como la suya. Vislumbró por un momento la sensación que vivió la suicida, el viento en la cara, los brazos abiertos y el suelo que se acerca, rápido, rápido...

Entonces la vio.

En un pequeño saliente, en la base de la balaustrada de piedra, había algo rojo que brillaba con el sol: la uña.

Se dobló sobre sí mismo y alargó el brazo sujetándose con fuerza con la otra mano. Temió que la campana sonara en aquel inoportuno momento. Lo lanzaría al vacío. Qué tontería, quedaba tiempo. Su pie izquierdo quedó en el aire. Cuidado, podía caer. Con las yemas de los dedos palpó la uña. Hizo pinza a duras penas con el extremo del índice y el anular y se hizo con ella. Casi se le cae. Poco a poco recuperó la verticalidad. Respiró hondo. Salió de debajo de la campana y se situó en el centro de la torre.

Miró el reloj: menos cinco.

De pronto, todas las campanas comenzaron a sonar haciendo que casi le estallaran los oídos. Salió de allí a la carrera. ¡Su repugnante reloj atrasaba! Se juró a sí mismo que lo machacaría de un martillazo al llegar a la pensión. Por poco lo mata. Había sido cuestión de segundos. Si hubiera sonado la campana cuando estaba suspendido, lo habría lanzado al vacío.

¡Maldito reloj! Recordó que era un regalo de Adela, claro.

Triturar aquel odioso reloj de un martillazo fue algo liberador, terapéutico. Entonces no lo sabía, no era consciente de ello, pero aparte de vengarse de aquel chisme por intentar asesinarle, rompiéndolo se había deshecho del último objeto, el último nexo que, de manera invisible, lo mantenía unido a Adela. Le temblaban las manos, ¡había estado a punto de morir! Sacó la botella de Licor 43 de su mesilla de noche para endosarse un buen trago.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó desde el otro lado de la puerta una voz alarmada por el golpe.

—Nada, nada, doña Salustiana, se me ha caído una cosa. Disculpe.

Hubo un silencio.

—La cena ya está lista —anunció la patrona.

—Ahora mismo voy.

Su mente voló de nuevo a la torre de la catedral. Una uña. La prostituta no había perdido la uña en la caída. De hecho, las otras nueve habían permanecido en su sitio, seguro que las pegaban a conciencia. La uña de porcelana de color carmín que tenía en la mano estaba arriba, en la torre. Junto a la barandilla. A aquella pobre la habían curtido, no dejó bolso ni identificación como todos los suicidas, tenía señales de esposas y además había aparecido una uña junto a la barandilla. La imaginó aferrándose a la balaustrada de piedra, luchando por su vida. ¿No la habrían empujado?

¿Quién era? No le costaba trabajo hacer unas preguntas. Se fue a cenar sin advertir que ni siquiera había abierto la botella.

El hotel

Desayunó en la pensión y salió para la comisaría. Al bajar la escalera se cruzó con la hija de don Prudencio, el dueño del edificio. La saludó educadamente, a lo que ella contestó con un simple «buenos días» sin apenas levantar la mirada. Vestía falda gris, una rebeca de lana negra y una sempiterna camisa azul. El abrigo que ceñía el talle era marrón claro. Iba peinada hacia atrás, siempre con moño, y llevaba unas gafitas que le daban cierto aire de bibliotecaria. Era de la Sección Femenina. Para Julio Alsina aquélla era la visión menos erótica que su mente, ya de por sí abotagada, pudiera imaginar. Además, no le agradaban los militantes del Régimen.

Una vez en comisaría, se acercó a ver a Daniela, la secretaria del comisario, un bellezón teñido de pelirroja como si fuera una estrella de cine yanqui. Era la única mujer de la comisaría y además solía ir muy maquillada, por lo que pensó que quizá podría ayudarle en su búsqueda. Las malas lenguas decían que era la querida del comisario Gambín.

—Buenos días, Daniela —saludó, sin poder evitar compararla con la hija de don Prudencio, la de la Sección. Femenina. No había color. La secretaria era toda una mujer.

—Hola —repuso ella sin apenas levantar la mirada de su máquina de escribir.

—¿Sabes dónde puede encontrarse una como ésta? —preguntó arrojando la uña sobre su mesa.

Aquello llamó la atención de la joven, que parecía entendida en ese tipo de complementos.

—Es de porcelana —dijo, comparándola con sus propias uñas, pintadas en un tono más claro—. Quién las pillara.

—Aquí, en Murcia, ¿dónde puede alguien ponerse unas como ésa?

Ella reflexionó.

—Es una ciudad pequeña; yo creo que, si acaso..., en Llorens.

—Gracias, guapa —agradeció, saliendo a toda prisa.

Aquella era la mayor, por no decir la única, peluquería de Murcia con salón de belleza incluido. Las damas más acaudaladas de la ciudad pasaban allí las tardes enteras charlando y cotilleando mientras se daban masajes faciales, se teñían el pelo o se hacían la manicura. Algo que, sin duda, quedaba muy lejos del poder adquisitivo de la mayor parte de la población, que aún estaba a un paso, como quien dice, del hambre.

Entró en el amplio salón situado en la calle de Trapería, junto a las Cuatro Esquinas, y tres damas que ojeaban revistas con la cabeza metida en inmensos secadores le miraron con cierto interés. No era habitual ver un hombre en un santuario femenino como aquel.

Aún no se habían cerrado las inmensas puertas de cristal cuando una señora que vestía un elegante traje chaqueta de mezclilla con el pelo recogido a lo Audrey Hepburn se identificó como la encargada y dijo:

—¿En qué podemos ayudarle?

Dio los buenos días, sacó la placa con discreción y mostró la uña.

—Quisiera saber si esta uña se colocó aquí.

—Un momento.

Esperó hojeando una revista en la que aparecía Carmen Sevilla en biquini. No se explicó cómo aquellas fotografías habían eludido la censura. Sintió un impulso que creía olvidado y su mente recordó a la hija de la costurera, Clara.

—Pase por aquí —invitó la encargada.

Le hicieron bajar unas escaleras y se vio en una especie de pequeño almacén. Allí aguardaba una joven que llevaba una bata de color azul y se recogía el cabello en una cola:

—Esta es Amalia, nuestra manicura. Ella le atenderá gustosamente —explicó la encargada, y los dejó a solas.

—Alsina, policía —dijo a modo de presentación al tiempo que le daba la uña—. ¿Es trabajo vuestro esto?

La joven la miró con atención. Le dio la vuelta.

—Sí, son caras; lo recuerdo, se las coloqué a una señora hará cosa de..., cinco, quizá seis días.

—¿Era morena? ¿Con un tono de pelo tirando a caoba?

—Sí, muy guapa. Muy elegante.

—Está muerta. Quiero saber dónde vivía. ¿Se lo dijo?

La joven hizo memoria. Asintió.

—Se hospedaba en el hotel Victoria.

—Era una prostituta, ¿verdad?

—Sí. Al principio hablaba poco, pero llevaban aquí más de un mes y venían tres veces por semana.

—¿Venían?

—Sí, ella y una amiga, una rubia, alta; parecían actrices de cine. Me dijo que qué hacía trabajando en esto si de los hombres se podía sacar más dinero.

—¿Cómo se llamaba?

—Nunca lo dijo.

—Muchas gracias, has sido de mucha ayuda.

Al salir pidió a la encargada que le dejara echar un vistazo al dietario.

—Aquí —indicó la mujer señalando—. Una reserva a nombre de Ivonne.

—Ivonne.

Salió de allí a toda prisa y no tardó mucho en llegar al lujoso hotel Victoria, que, señorial y junto al Puente de los Peligros, vigilaba imponente desde lo alto la Gran Vía. Era el mejor y más lujoso establecimiento hotelero de la ciudad. Entró en el hall echando un vistazo hacia arriba como un palurdo y pidió hablar con el director tras enseñar la placa. En seguida compareció un tipo alto, de fino bigotillo, vestido con un elegante chaqué. Le recordó a un pingüino. El pantalón, gris y de mil rayas, le pareció muy elegante, y la corbata le rememoró las de los caballeros que aparecían en las ilustraciones de las aventuras de Holmes que había leído de pequeño.

—Desiderio Córcoles —se presentó estrechando su mano.

—Julio Alsina.

El director lo hizo pasar a su despacho y tomaron asiento. Una fotografía del Generalísimo presidía el cuarto.

—Tengo que saber si dos mujeres se hospedaban aquí, una rubia, la otra morena, tirando a caoba, muy elegantes. Eran unas prostitutas de posibles.

—Perdone, señor, pero éste es un hotel serio y elegante. Serio porque no podemos desvelar la identidad de los clientes y elegante porque nunca, y digo bien, nunca, se ha ejercido la prostitución en el hotel Victoria.

—Perdone usted, don... —dijo el detective encendiendo un pitillo pausadamente.

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