Volvió de nuevo desde los sueños a la realidad y pasó unas páginas más; el Murcia había ganado al Alavés por dos a cero. El Madrid era líder tras vencer al Málaga, y el Adeti, su Atleti, había palmado y ya tenía un punto negativo.
—Mierda —musitó para sí.
Su mente volvió a caer en el duermevela tras un nuevo trago. Su padre había sido denostado por la estirpe de su madre, los Atienza, conservadores hasta la médula y católicos píos de Almagro, de quienes apenas hubo noticias durante la guerra. Tampoco es que se trataran mucho con su madre, Helena, a la que negaron el pan y la sal por casarse con un empleado de imprenta socialista en lugar de hacerse monja como se esperaba de ella. Acabada la guerra y con cinco años, su madre le dijo que los «fascistas» habían encarcelado a su padre. Eso era que lo habían vencido, pensaba él.
Aunque, la verdad, no reparaba mucho en ello, porque era demasiado pequeño y no acertaba a entender de política, bandos o guerras. La realidad era que vivía más preocupado por llevarse algo a la boca que por otra cosa, porque pasaban mucha hambre, mucha. Eran perdedores. Lo llevaban en la sangre.
Su madre fregaba escaleras para salir adelante, y Alsina recordaba que de vez en cuando venían unos tipos con gabardinas que inmovilizaban a la mujer, le rapaban la cabeza y le daban aceite de ricino. Él los odiaba, pero algunas veces, al irse, le daban chocolatinas. Quizá no eran tan malos, se decía su mente inocente de niño. No entendía demasiado aquello ni le importaba mucho. Sólo pensaba en vivir, en jugar y en conseguir que el estómago dejara de rugirle como un león.
Abrió los ojos. Volvió a ojear el periódico: «Una bella tradición española: el belén». Siguió leyendo desde el mundo consciente al que había retornado: «Rusia, a pesar de la propaganda ateísta, no ha podido borrar la fe». Joder. Estaba harto, decididamente, de consignas.
A veces fantaseaba con la idea de irse a otro país, a otro lugar donde las cosas fueran normales, pero le faltaban huevos. Eso, huevos. Era un pusilánime. Un no hombre. Por Adela.
Otro trago.
Fue un crío débil y enfermizo, acosado por la desnutrición y sus frecuentes ataques de asma que le hacían pasar el invierno entero en cama. Apenas podía jugar. Además, los otros niños le llamaban «el rojo», pues tenía a su padre en la cárcel y aquello lo estigmatizaba como un potencial enemigo de la sociedad al que había que perseguir, lo mismo que a masones y judíos. Sus compañeros no sabían bien lo que significaba aquello (ni él tampoco, claro), pero era excusa más que suficiente como para que le persiguieran al acabar las clases y lo ahuyentaran a pedradas.
No tuvo una infancia feliz, para qué negarlo.
Diez años tardó en volver su padre, diez años de cárcel en los que sólo se les permitió verlo dos veces. Al fin salió. Él tenía quince por aquel entonces, y cuando vio al capitán de su niñez, a su héroe, convertido en un despojo humano, flaco, apocado y con los ojos hundidos en unas cuencas profundas y cavernosas, sintió que su mundo se desplomaba.
Segismundo no volvió a ser el mismo; ya no había orgullo en sus ojos, ya no caminaba con la barbilla levantada, como comiéndose el mundo. No; se había convertido en un ser dócil, domesticado, que pasó el resto de sus días yendo de casa a la imprenta y de la imprenta a casa. Se indignaba con su mujer cuando la sorprendía escuchando Radio España Independiente, en el añoso aparato de transistores escondida bajo una manta. No quería problemas. Nunca hablaba de la cárcel, pero era evidente que vivía atenazado por el miedo. ¿Qué habría visto allí? ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo era posible que hubieran domesticado así a un hombre orgulloso?
Murió a los cuarenta y cinco. Nunca superó la tuberculosis que había contraído en la humedad del presidio. Era el año cincuenta y dos, y Alsina ya no pudo eludir por más tiempo el servicio militar. Gracias a las prórrogas por estudios había podido mantenerse al margen de sus deberes patrios, pero su moratoria acababa, así que salió de Madrid a la vez que su madre volvía al pueblo con su hermana Marisa. Estuvo en Melilla y luego lo enviaron a Barcelona, donde al saber que estudiaba segundo de Derecho, le ubicaron como oficinista bajo el mando del secretario del capitán general Huete, un coronel llamado Biedma que le trató como a un hijo.
Pese a que era un tipo corriente, de mediana estatura, más bien tirando a alto, ojos negros y pelo oscuro y abundante, resultó buen tirador. Así que, aun sin ser un portento de la naturaleza físicamente hablando y como tenía letras, aquel buen hombre le recomendó para ingresar en la policía, que necesitaba inspectores jóvenes y preparados. La sangre nueva del Régimen.
Llegó a la ciudad de Logroño con apenas veintitrés años. Allí las cosas le fueron relativamente bien. Cinco años tranquilos y una nueva vida. A los veintiocho volvió a Barcelona.
Su madre murió, como todos.
Era una especie de fracasado congénito, el pesimismo fluía por sus venas, abocándolo a una existencia gris y melancólica. Pero la vida seguía, y en Barcelona se encontró con Adela; fue en el bar de enfrente de la comisaría, El Paraíso. Se acostaron la misma noche en que se conocieron. Quizá debió sospechar que era una chica demasiado fácil, bien podía ser una fresca, pero a él le daba igual. Alta y morena, de formas generosas, pechos turgentes y prieto trasero. Sus labios eran carnosos, muy apetecibles, siempre propicios y rojos, muy brillantes por el carmín; sus ojos, inmensos, negros y aceitunados; ella, graciosa y despierta. Luego supo, entre burlas, que se había acostado con medio cuerpo policial, aunque en realidad eso a él no le afectaba.
Se casó con ella a las dos semanas de conocerla.
Las risitas a sus espaldas no le importaban. Ahora era su mujer, y la quería. Aquello era pura envidia. Sí, eso era, le envidiaban porque aquella hembra era suya y sólo suya. Ingenuo.
Poco a poco los rumores comenzaron a minar su moral. Las evidencias se acumulaban. Un día reparó en un cigarrillo apagado en el cenicero de la mesita de noche: un Lucky. No era su marca.
A veces la sorprendía mintiendo, pues decía haber estado en tal o cual sitio, de compras, cuando le decían que la habían visto con algún hombre en un café. En otra ocasión le abordó la mujer de un compañero para contarle que su marido le era infiel con Adela. Aquello comenzaba a complicarse.
Pidió el traslado.
Una vida nueva lejos de allí en una ciudad pequeña, Murcia.
Allí podía llegar incluso a comisario, quién sabe. Volver a empezar siempre es bueno. Al menos para él. Y, de hecho, al principio la cosa fue bien. Adela llegó a adaptarse a la perfección a su papel de amante mujercita de provincias. Durante unos años llegaron a ser un matrimonio modélico, se diría que casi felices, pero ella se aburrió y acabó por volver a las andadas.
Se vio de nuevo convertido en el hazmerreír. Un pusilánime cornudo en una ciudad demasiado pequeña y provinciana donde todo se sabe. Y además, policía.
Se arrepintió de no haberse quedado en Barcelona, donde los chismes se diluían entre tantos miles de desconocidos. Sus posibilidades de ascenso se vieron mermadas. «Un tío que no manda en su casa...», llegó a comentar el comisario.
Comenzó a beber para soportar el día a día. Era la comidilla de Murcia. Así aguantó hasta que ella se fue con Matías «el Sobrao». Un cabestro rudo, brutal, conocido en la comisaría por sus alardes y sus bravatas, en las que contaba cómo chillaba tal o cuál fresca a la que se había beneficiado.
Cuando no se vanagloriaba de haber hecho pecar a alguna incauta ama de casa o de haber
fostiado
a la puta de turno, alardeaba de su hombría paseándose entre las taquillas con el miembro en la mano. Decían que era un caso de congreso médico yél se sentía orgulloso de aquello. «Burro grande, ande o no ande», decía entre risotadas el muy cabrón.
Lo trasladaron a Ceuta, y Adela desapareció con él.
Aquello fue un golpe definitivo para su autoestima y su ya menguada buena fama. ¿En qué momento perdió el norte? Ni se sabía. Él era un joven policía con un brillante porvenir, un tipo inteligente y perspicaz. Destacaba, tenía futuro. Y ahora, de pronto, todo era rutina, tristeza y soledad.
Sonó el teléfono, haciéndole volver a la vida. Ah, sí, la guardia, Nochebuena, el flexo, el periódico y el Licor 43. Le extrañó.¿Quién diablos llamaba a comisaría en una noche así?
—¿Diga? —contestó con voz cansina, amodorrada.
—Buenas noches, soy el sereno de Trapería. ¿Comisaría?
—Sí, esto es la comisaría, dígame.
—Manden a alguien en seguida. Una mujer se ha tirado de la torre de la catedral.
—¿Cómo? ¿Qué dice? —preguntó sin poder creerlo—. ¿Dónde ha sido?
—El cuerpo está en la plaza de la Cruz. He oído el golpe desde las Cuatro Esquinas y he venido corriendo. Le llamo desde el teléfono de la parada de taxis.
—Ya.
Un silencio.
—¿Oiga? —dijo el hombre al otro lado de la línea telefónica.
—Sí, sí. Estoy aquí. El caso era suyo y tenía que ir. Además, estaba a un paso.
—¿Vienen o qué?
—Sí. En cinco minutos estoy ahí. Soy el inspector Alsina.
No sabía muy bien por qué, pero aquello le hizo sentir bien. Algo que hacer. ¿A quién se le iba a ocurrir que sucediera algo así en una pequeña ciudad como aquella y precisamente en Nochebuena? Bajó a los calabozos, donde una puta hacía una felación a un agente mientras el otro penetraba a la segunda prostituta sujetándola por detrás, en tanto que ella, muy fina, apuraba a morro una botella de sidra. Ni le oyeron llegar.
«¡Menudo cuadro!», pensó para sí.
—¡Dejad la fiesta! —ordenó, sorprendiéndose a sí mismo y a ellos por su tono autoritario que no dejó lugar a dudas—. Ha habido un suicidio y tengo que salir. Martínez, avisa al forense y al coche patrulla de Ruiz. Que vayan a la plaza de la Cruz. ¡Ah, y avisad también al juez de guardia!
Salió de allí a toda prisa y vio de reojo cómo aquellos cerdos se subían los pantalones a la vez que recomponían sus uniformes grises. Llegó a la calle de inmediato y giró a la derecha. La noche era fría, y el zarpazo del viento lo espabilódefinitivamente. Nunca se acostumbraría a aquella humedad. Prefería el frío de Madrid, más seco, más llevadero. Fue caminando por la calle de Trapería, una arteria estrecha, peatonal y repleta de comercios que moría al fondo, al pie de la catedral. Iba pensando en que aquello era raro, inusual, pero no se paró a meditarlo demasiado hasta que llegó a la plaza de la Cruz, que quedaba en penumbra, oculta a la luz de la luna por la sombra de la imponente torre.
—¡Dionisio Herrera! —dijo el sereno, y se le cuadró como si él fuera un general.
—Inspector Alsina.
Se dirigió hacia el cuerpo de la finada. No había duda. Estaba muerta: despatarrada, con los huesos rotos, en esa postura antinatural que, al azar, adoptan los suicidas tras precipitarse contra el suelo. «No hay dos iguales», pensó. Como ocurre con las huellas digitales de las personas. Entonces reparó en que siempre aparecían en posturas ridiculas, atroces, perdiendo cualquier pequeño rescoldo de dignidad que pudiera quedar de sus tristes vidas.
Tomó nota mentalmente de ello: nunca se suicidaría. Seguro.
Había un charco de sangre junto a la cabeza de la muerta. Casi negra, aún líquida y de olor dulzón. Pobre mujer. Otra solitaria como él. Miró sus manos: delicadas y con las uñas pintadas de rojo, de manicura. Olía que apestaba a perfume caro, francés, y lucía un vestido negro que, pese a las circunstancias, evidenciaba una muy buena situación económica. La falda había quedado levantada y se entreveía que la ropa interior era de seda, carísima. Igual que las medias. No era un ama de casa, estaba claro. Había perdido un zapato que rumiaba su soledad al fondo, junto a una farola.
—¿Qué tenemos aquí?
Miró hacia atrás al oír la voz. Era el juez Barreiros. Iba muy elegante. Sin duda, aquella desgraciada había interrumpido una cena de postín.
—Una puta —respondió—. De posibles.
—Sí que ha averiguado usted cosas en tan poco tiempo... —repuso el magistrado con retintín, demostrando su malestar por tener que estar allí.
Dos vehículos llegaron al mismo tiempo: el coche patrulla por la calle de Barrionuevo y el mil quinientos negro del forense por la de Salzillo.
—En cuanto la vea el forense, me la levantan y al depósito —dispuso el juez de guardia sin siquiera acercarse a aquella desgraciada, pues tenía prisa—. Ah, y sáquenle un par de fotos. No quiero perderme los chistes del gobernador civil. Aún llego a los postres.
Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, Barreiros había desaparecido y caminaba a paso vivo por la calle Amores con las manos en los bolsillos de su elegante abrigo. No había permanecido ni un minuto en la escena del deceso. El detective se quedócomo hipnotizado, perplejo, mirando hacia la calle por la que el juez se había evaporado.
—¿Una suicida? ¡Joder, qué momento! —exclamó Blas Armiñana, el forense, haciendo que el detective saliera de su ensimismamiento.
Armiñana era un tipo alto, bien parecido, de pelo totalmente blanco, abundante y peinado hacia atrás. Las mujeres se pirraban por él, pero se rumoreaba que era homosexual. La verdad era que parecía un galán de cine, siempre bronceado y con una dentadura perfecta de las que llaman la atención. El policía se giró y lo saludó con una sonrisa. Ordenó a los dos agentes recién llegados que subieran a la torre de la catedral por si aquella pobre mujer había dejado allí su bolso con su documentación, quizáalguna carta que les facilitara el trabajo. Era lo habitual. Los suicidas solían firmar así. Sobre todo para que se pudiera avisar a la familia. Siempre lo mismo. Entonces, sin saber muy bien por qué, recordó sus tiempos de policía, cuando era uno de los de verdad.
Al día siguiente despertó a eso de las cuatro de la tarde en su cuarto de la pensión. Salió a la cocina en bata y doña Salustiana le dijo a Inés, la cocinera, criada y fregona de aquel establecimiento, que le sirviera un plato de cocido con albóndigas. Por primera vez en mucho tiempo comió con verdadero apetito, mientras la zagala fregaba los platos entre observaciones y reprimendas de su jefa.
La arpía de doña Salustiana le trituró las meninges con sus cotilleos de portera de barrio. Era una mujer delgada, que siempre llevaba el pelo recogido en un moño y que, invariablemente, lucía vestidos de florecitas de colores que compraba en el mercado de los jueves. Su marido había sido guardia civil: una impresionante fotografía suya en un horrible portarretratos presidía la entrada a la pensión, bajo el espejo, sobre una pequeña mesita con flores de plástico y un san Pancracio. Daba grima. Alsina sabía que tras aquellos fieros bigotes se escondía un tipo ruin y ambicioso que había muerto de una cuchillada cuando apretaba las tuercas a un chulo del barrio de San Juan al que quería subir el importe de la mordida. Ella creía que su hombre había expirado acuchillado por el último de los maquis que quedaba en la región. Jesús. ¡En pleno casco urbano y en el año sesenta!