—Desiderio.
—Eso, Desiderio. Yo no he dicho que ejercieran aquí, pero es muy probable que se dedicaran a la vida fácil. Una de ellas ha muerto, no creo que quiera usted que se asocie su nombre en la prensa al cargo «obstrucción a la justicia».
—Espere, espere, señor Alsina. Yo no he dicho eso.
—Tengo que hablar con la amiga, la rubia.
—No quería darle una impresión equivocada; aquí se colabora con las fuerzas de seguridad, descuide. De hecho... —añadió mirando a uno y otro lado a la vez que bajaba la voz— colaboro con el Somatén.
Alsina miró a aquel tipo con asco.
—Acompáñeme —solicitó entonces el director a la vez que se levantaba.
Llegaron a recepción y le mostraron la ficha de ingreso; estaba a nombre de Assumpta Cárceles Beltrán.
—Ésa es la mujer rubia —precisó el recepcionista—. Hace varios días que no se les ve el pelo.
—¿Y no sospecharon nada?
—Es normal, a veces acuden a fiestas, monterías, qué sé yo, y tardan un par de días en volver.
—¿Y la otra, la morena?
—La señorita Ivonne.
—Un nombre de guerra.
—La rubia, se hace llamar Veronique —añadió el director—. Una auténtica belleza.
—Quiero ver su habitación.
—El botones le acompañará.
Un crío, pecoso y de aspecto despierto, lo acompañó en el ascensor hasta la tercera planta.
—Tienen dos habitaciones contiguas que se comunican por una puerta.
El chaval abrió la puerta y se quedó boquiabierto.
Alsina entro.
Deambuló entre los dos cuartos. Parecía que por allí había pasado un maremoto. Las camas y las cómodas, volcadas; la ropa por el suelo y los colchones y almohadones rajados. Había plumas por todas partes.
—Esto lo han registrado a conciencia. Llama al director, ¡rápido!
Mientras subía don Desiderio, realizó una inspección a fondo. No halló ni un solo documento, ni un solo papel. Había dinero en un cajón; obviamente, no se trataba de un robo.
—¡Válgame Dios! —exclamó el director al ver aquello.
—Llame a la camarera que ha hecho la habitación esta mañana.
—Fernando, que suba Juana echando leches —ordenó el jefe al botones perdiendo un tanto su estudiada compostura.
Mientras el director maldecía intentando ordenar algo todo aquello, el policía siguió inspeccionando a su alrededor. El baño que compartían las dos mujeres aparecía con el suelo lleno de frascos rotos y olía en exceso a perfume. Faltaba el aire. Alsina abrió la pequeña ventana. En un rincón había una especie de polvera, quizá una pitillera. Sabía qué era aquello. Se agachó, tomó el pequeño estuche y comprobó que había restos de cocaína.
—Vaya...
Entonces llegó la camarera, Juana, una joven baja, casi enana, de brazos fuertes y aspecto retraído.
—¿Has hecho tú esta mañana la habitación? —dijo el director.
—No —contestó ella, resuelta—. Hice las camas y el cuarto por última vez dos días antes de Nochebuena, desde entonces no han vuelto. Cada mañana me asomo y veo que sigue igual.
Alsina tomó la palabra:
—¿Te has asomado esta mañana?
—No —negó la joven bajando la mirada—. Iba mal de tiempo y en recepción me dijeron que anoche tampoco habían venido a dormir.
—Ya —asintió el policía—. Gracias.
En aquel momento supo que no iba a sacar nada en claro allí, así que añadió:
—¿Va usted a poner una denuncia?
—No, no, esto no debe saberse —rehusó el director.
—Descuide. En lo que a mí concierne, no ha ocurrido. Buenos días.
Cuando cruzaba la Gran Vía, ya a la altura de la parada de taxis, oyó que le chistaban:
—¡Oiga! ¡Señor! —dijo una voz.
Era el botones.
—Dime, hijo.
—Las dos señoras, eran mis amigas, creo que les ha pasado algo.
—La morena se suicidó en Nochebuena. Lo siento.
El crío quedó quieto, mirando al suelo. Parecía afectado.
—Eran muy buenas conmigo; cuando terminaba mi turno, subía a su cuarto y me invitaban a una Coca—Cola. A veces me dejaban echarle un poco de ginebra.
—¿Sabías el verdadero nombre de la morena?
—No; eran las señoritas Ivonne y Veronique.
—Ya. ¿Algún amigo? ¿No las visitaba nadie?
—Muchos señores. Y muy importantes.
—Me lo imaginaba, Cosme.
—La señorita Veronique decía que si algún día se hiciera público su diario, se hundiría hasta el Vaticano.
—¿Cómo? ¿Llevaba un diario?
—Sí, eso decía cuando se emborrachaba.
—Eso que me cuentas es muy interesante. Toma, hijo, un duro. Y no hables con nadie de esto. Con nadie, recuerda.
Todo comenzaba a encajar. Aquellas dos prostitutas llevaban un diario. Gente importante. Quizá de ahí el registro de los dos cuartos. Comenzó a temer de veras por la vida de la rubia, Assumpta, alias «Veronique».
Justo cuando iba a comenzar a andar sintió que le tiraban de la manga de la chaqueta.
Era el botones de nuevo.
—Tenían un amigo —dijo—. Un maricón. Acudía todas las noches a verlas. A veces trabajaba con ellas.
—¿Sabes dónde vive?
—Ni idea, pero le llaman el Lolo; es rubio y delgado.
—Gracias, Fernando. Que no te echen de menos, vuelve a tu trabajo.
Mientras el crío regresaba trotando al hotel, Alsina contempló su estridente uniforme, con el ridículo gorro y las excesivas hombreras. Parecía un buen chaval.
Advirtió entonces que se había metido en un caso. Un caso. Había interrogado testigos y hecho indagaciones como si nada. Como un verdadero policía. Palpó el hierro bajo el sobaco, en la funda. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, reparó en que llevaba más de un día sin beber. Decidió acercarse al bar El 42 a tomarse un buen café con leche con churros. Tenía apetito.
Después de comer, se tumbó un rato en su cuarto. Hacía frío, así que encendió el brasero eléctrico que solía calentar la pequeña habitación en unos minutos.
No podía evitar que su mente analizara una y otra vez el caso: dos prostitutas de lujo que habían desaparecido un buen día. Quizá habían viajado a hacer algún servicio especial, pues dejaron el equipaje en las habitaciones y no liquidaron su cuenta en el hotel Victoria. Una de ellas, Ivonne, se había suicidado en Nochebuena saltando de la torre de la catedral. Tenía marcas de esposas en las muñecas y le habían atizado de lo lindo. La uña en la balaustrada de piedra de la torre le hacía sospechar que fue obligada a saltar. La otra, Veronique, se llamaba en realidad Assumpta Cárceles Beltrán.
Había telefoneado personalmente a la Dirección General de Seguridad, donde habló con un viejo conocido, Herminio Pascual. Le encargó copia de los antecedentes de la joven. Tardaría lo menos una semana. Había pedido que se los enviara a la pensión. «Ah, ¿pero te dejan investigar aún? Creí que estabas retirado», oyó decir a su viejo amigo al otro lado del teléfono.
Le parecía obvio que aquellas dos prostitutas se habían metido en un lío. La rubia se jactó delante del botones de tener un diario. Mal asunto. Consideró muy probable que si cometía ese tipo de indiscreciones cuando bebía, bien podía haber hablado de más delante de oídos indiscretos. Alsina conocía bien la hipocresía del Régimen. La Religión, la Patria, el Imperio, la reserva moral de Occidente, toda aquella palabrería no era más que eso, propaganda; pero luego, en la intimidad de sus dormitorios, aquellos prohombres del Régimen eran tan viciosos, decadentes y pervertidos como el peor de los chulos de los bajos fondos de Marsella o de Nápoles.
Marcas de esposas. Sabía lo que iba a hacer aquella misma tarde, en comisaría. Además, tenía que localizar al Lolo. Igual podía ayudarle. ¿Estaría viva la rubia? Pensó que probablemente, no.
Ojeó el periódico: «Hoy ameriza el Apolo en el Pacífico», rezaba el titular. Al parecer habían preparado una cabina de cristal para que las familias de los intrépidos cosmonautas pudieran reencontrarse con ellos sin riesgo de violar la cuarentena a la cual debían ser sometidos para cerciorarse de que no traían del espacio ninguna enfermedad extraña. La misión había sido un éxito. Habían llegado a orbitar alrededor de la Luna.
Aquello le cansaba. Propaganda sí, pero norteamericana.
Tiró el periódico y cerró los ojos. Una siesta no le vendría nada mal. Comenzaba a llover.
Pasó la tarde entre papeles en comisaría, pues se le había acumulado bastante trabajo. No tuvo la tentación de abrir el cajón y buscar la botella de Licor 43 en ningún momento, aunque tampoco era consciente de ello. Su mente se hallaba ocupada y no pensaba más que en las dos prostitutas. ¿Averiguaría la identidad de la fallecida?
Esperó a las ocho de la tarde a propósito, era viernes y estaban en plenas Navidades, así que la comisaría fue quedando paulatinamente desierta. Entonces se acercó a hablar un rato con el agente uniformado que hacía guardia en el mostrador, Eufrasio. Era del Atleti, como él, y maldijeron su mala suerte mientras que Alsina se sentaba a su lado. Como quien no quiere la cosa, comenzó a consultar el libro de registros, pasando páginas de aquí para allá con aire despreocupado. Entre comentario y comentario sobre fútbol, hacía algún inciso y, señalando algún nombre del registro de detenciones, decía «éste es una buena pieza» o «a éste lo detuve yo hace cuatro años por falsificación, ¿qué ha hecho ahora?». Con aquel simple truco no levantó sospechas y encontró lo que buscaba. Era un registro de entrada del día 22, el del sorteo de la lotería. Había sido cubierto con corrector blanco y luego escribieron un nombre encima: «Juan Velasco Martínez». La hora de entrada, las seis y cuarto de la tarde. Antes había ingresado una tal Juana Galián y, justo después, un tal Pancracio Cuestablanca. ¿Por qué habían hecho una corrección para escribir encima «Juan Velasco Martínez»?
Se despidió de Eufrasio amablemente y pasó al archivo. Allí, en una bandeja, aún descansaban los impresos de las detenciones para ser archivados a final de mes.
El impreso número 75.343 correspondía a Juana Galián, en efecto, detenida por escándalo público, y el siguiente era el 75.345, de Pancracio Cuestablanca, un agricultor de Patiño que, al parecer, había abierto la cabeza a un vecino por un asunto de lindes.
Un momento...
Faltaba un impreso: el 75.344.
Era obvio que el tal Juan Velasco Martínez no existía. El suyo, en el libro, era un registro falso, hecho a posteriori, una vez que el líquido corrector había secado. No existía la papeleta número 75.344 a nombre de Juan Velasco. Había desaparecido.
Ahora venía lo más difícil: era obvio que en Nochebuena la joven suicida no estaba en los calabozos. Él la habría visto, pues al entrar de guardia había dado una vuelta de rutina y, por otra parte, sabía que había ingresado en comisaría el día 22 por la tarde, de ahí la corrección, la anotación falsa de un nuevo nombre y la desaparición de la papeleta 75.344.
La sacaron de allí y la llevaron a otro lugar por algún motivo. Solía hacerse con determinados detenidos que no debían «constar» en los papeles. Había dos posibilidades: la «Casita» o el «Picadero». Así llamaban los de la Brigada Político Social a los dos inmuebles que utilizaban como lugares de retención y tortura de los detenidos. La «Casita» era una vivienda señorial situada junto a la falda del monte que cerraba el valle por el sur, en una localidad llamada La Alberca. El «Picadero», un ático situado en la calle de Platería, en un cuarto piso de un inmueble con el tercero vacío. Sin oídos indiscretos debajo.
Sólo había una forma de averiguar si la joven, Ivonne, había sido llevada allí, y suponía que debía descubrirse. No era un buen asunto.
Decidió irse a la pensión a cenar; tenía sueño. Luego escucharía un poco la radio en su cuarto.
—Hombre, don Julio —dijo Madame La Croix abriendo la puerta a Alsina—. No le esperaba hoy, es sábado. Encarni está ocupada en este momento.
—No, no —repuso él—. Vengo por una investigación.
—Vaya. Pase por aquí.
Parecía sonreír divertida. Madame La Croix se llamaba en realidad Pascuala, y se decía que regentaba desde siempre aquella casa de citas sita en la calle de Sagasta. Contaba ella que había sido corista en los mejores cabarets de París, aunque todos sabían que, en realidad, había sido puta en Barcelona. Pasaba de los cincuenta y vestía una túnica amplia, negra, de raso con incrustaciones de pedrería (a todas luces falsa) rematada con un turbante negro que ocultaba su calvicie.
—Mire, Madame —comenzó diciendo el policía tras tomar asiento en un sofá—, he pensado preguntarle a usted porque conoce a todo el mundo aquí.
Ella sonrió halagada.
—Ay, señor Alsina, si usted supiera quién pasa por aquí... se sorprendería. Diga, diga, qué se le ofrece.
—Ya. El caso es que quería preguntarle por dos chicas que se hospedaban en el hotel Victoria; muy finas, vinieron de fuera.
—Mercancía selecta, claro.
—Sí, exacto, aunque usted tiene aquí lo mejor, claro está —mintió para halagarla.
—Evidentemente, señor Alsina, evidentemente. Pero no, no tengo noticia de esas dos chicas. Irían por su cuenta.
—Sí, creo que así era. Usted presta todo tipo de servicios, ¿no?
—¿Cómo? No le entiendo.
—Sí, claro, digamos que alguien buscara... compañía de sexo masculino.
Aquella arpía se le quedó mirando por un momento. Se hizo un silencio. Ella sacó un cigarrillo fino y alargado y lo colocó en una boquilla. Lo miró escrutadora.
—¿Usted?
Entonces Alsina lo vio claro. Si decía que era por un asunto oficial, era probable que se cerrara en banda; en cambio, la posibilidad de ganar un dinero haría que Madame La Croix le dijera lo que quería.
—Sí, me temo que sí —asintió, pensando que, de perdidos, al río. Total, era alcohólico, su mujer lo había dejado y ya no ejercía de policía, ¿qué más daba que pensaran que era homosexual?
—¡Acabáramos! —exclamó la alcahueta soltando una carcajada tremenda—. Ya decía yo que siempre me pareció usted algo... rarito. Aunque no estará usted de broma, ¿no? Hoy es el Día de los Inocentes.
—No, no es una inocentada.
—Pero ¿usted...? No me cuadra la cosa.
—Sí, bueno —repuso él evidentemente incómodo—. El caso es que busco a alguien especial, quisiera probar.
—Todo puede arreglarse, hijo mío, todo puede arreglarse —dijo la Madame dándole unos golpecitos en la mano—. Claro que eso es más caro. Pero todo puede conseguirse con dinero; y diga, ¿de qué se trata?