Estaba cerrada.
Dio la vuelta y halló una tapia que debía de dar a una especie de patio interior, pero con el brazo herido no podía ni soñar en saltar por ahí. Volvió a la puerta y se cruzó con una señora vestida de negro y con un pañuelo del mismo color en la cabeza, que, con una enorme cesta en el regazo, iba camino del campo. Esperó a que se alejara. Miró a uno y otro lado hasta cerciorarse de que estaba solo y comprobó que sólo se escuchaba el sonido del viento. Sacó una pequeña navaja del bolsillo de la gabardina y la introdujo entre la puerta y el marco, justo donde el pestillo se alojaba en éste, de madera endeble y corroída por el tiempo.
La puerta cedió y se coló en la casa, cerrando tras de sí rápidamente. Dio la luz. Apenas una bombilla alumbraba un sombrío salón con un camastro en el suelo. Todas las paredes se hallaban cubiertas de fotografías y láminas: santos, vírgenes y símbolos religiosos. Había ilustraciones de ángeles de todo tipo. Un auténtico santuario repleto de velas que alguien había apagado. Resultaba inexplicable que, en vida, al Alfonsito no se le hubiera incendiado la casa.
Pasó a la cocina, que daba acceso a un pequeño patio. No vio nada de interés. Sólo mugre.
Volvió al salón y entonces reparó en que en el camastro descansaba la lata del Alfonsito. Con su cordel. No creía que el joven la hubiera dejado así como así. Su mente lo recordaba siempre con la lata y su cordel entre las manos. Le pareció raro. Se sentó en la pequeña cama con la lata entre las manos y pensó. ¿Qué estaba sucediendo en aquel maldito pueblo?
Aquello era de locos. Nada encajaba. Nada parecía tener sentido. Entonces se giró y advirtió que allí había algo que desentonaba. Junto al camastro, en la pared, había un recorte de prensa que no encajaba. Destacaba en aquel mural, pues era el único motivo no religioso que había en el cuarto. Miró alrededor y comprobó que, en efecto, era la única estampa laica en aquellas atestadas paredes. Leyó la noticia en voz alta: «Frank Berthold de gira por Europa. El intrépido astronauta, miembro de la misión que con el Apolo VIII dio por primera vez la vuelta a la Luna, despedido por Nixon ante la gira que realizará por varios países europeos».
Recordó que aquella misión había tenido lugar en los primeros días de la investigación de aquel caso. Se acordaba de los detalles como en un sueño, la prensa, los comentarios en la barbería y algo que escuchó en la radio. Entonces aún estaba atrapado por el Licor 43, aunque salía del letargo por aquellos días.
El Alfonsito recortó la noticia de un periódico y se molestó en rodear la cara de aquel tipo con rotulador rojo, un hombre de aspecto sano y despejadas entradas, casi calvo, que, vestido con un traje impoluto, estrechaba la mano del presidente Nixon.
¿Qué tenía que ver aquello con sus «ángeles blancos»?
Decididamente, el joven estaba loco, pero Alsina se metió el recorte de prensa en el bolsillo. En el fondo pensaba que el tonto del pueblo podía darle la clave para resolver el caso. Antes de salir de allí, y con el corazón aún en un puño, rezó un Padrenuestro por el alma de aquel desgraciado sin saber muy bien por qué.
Antes de volver a la pensión, pasó junto al Teleclub y se encontró al cura, don Críspulo, que metía una pesada maleta en el maletero de su dos caballos.
—¿Se va? —dijo el detective.
El cura, con el rostro muy cansado que evidenciaba la falta de sueño, se giró y contestó:
—Vaya, ¡usted por aquí! Se rumoreaba que lo habían matado.
—Sí, así debía de haber sido.
—Me han concedido el traslado. No fue fácil, pero mi familia me echó una mano. He venido a por unos libros.
—¿Adónde se va?
—A Burgos. Y me alegro. Me siento mal por hacer esto, créame, no nos aleccionan para salir huyendo a las primeras de cambio, pero este pueblo...
—No se excuse, padre, yo mismo también estoy pensando en hacer las maletas.
El cura, quizá demasiado joven para aquellos menesteres, miró al suelo mientras con la punta del zapato jugueteaba con una vieja colilla.
—Si me quedaba alguna duda —murmuró—, con la muerte del Alfonsito he visto claro que debo irme. Esto es demasiado para mí, no sé qué está pasando, la verdad.
—¿Cree que se suicidó?
—No sé, era un alma cándida, un loco, igual podía hacer una cosa que la contraria y todo parecería lógico.
—¿No cree usted que quizá sabía demasiado?
—Es obvio que era el único de los que habían visto a esos ángeles blancos que vivía para contarlo. Nadie hacía caso a las tonterías que decía, pero al venir usted preguntando...
Los dos hombres quedaron en silencio. El cura subió al coche. No daba la impresión de querer entretenerse mucho hablando con el detective. Arrancó y le dijo adiós con la mano.
—Suerte —musitó éste.
Se dijo que igual el cura tenía razón. Los delirios del Alfonsito habían sido eso, tonterías de loco a las que nadie presta atención. Incluso podían divertir a los parroquianos del Teleclub, pero la aparición de un policía o un vendedor de televisores, o lo que fuera aquello en que él se había convertido, había colocado al Alfonsito en una situación más delicada.
¿No sabría demasiado?
Pensó en Ivonne: un suicidio. El Alfonsito, ahorcado. Había una epidemia de suicidios, desapariciones y muertes en relación con aquel pueblo.
Quizá su presencia allí no hacía más que empeorar las cosas. Subió al coche y regresó a la pensión de muy mal humor. Comió con desgana y se tumbó a hacer la siesta. A eso de las cinco y media lo despertaron unos gritos. Venían del patio. Se incorporó, se sentó en el borde de la cama y miró entreabriendo la persiana. Don Diego, el representante de los pantalones vaqueros Lois, arrastraba por el pelo a su mujer, en mitad del patio, a la vez que la golpeaba en la cara con el puño una y otra vez diciendo a voz en grito:
—¡Puta, puta!
La pobre mujer, a cuatro patas y vestida apenas con una combinación color crema, luchaba por levantarse, pero no podía. Sangraba a chorros por la nariz.
Alsina comprobó que todo el vecindario contemplaba el espectáculo entre conmocionado, expectante y curioso. Había ropa por el suelo, y pequeñas lamparitas de mesa, trastos viejos y figuras de porcelana tiradas aquí y allá, hechas añicos. Entonces el hombre entró en la casa y salió con un puñado de ropa que arrojó al suelo para dar una patada a la mujer, que cayó de bruces. Volvió a entrar por más cosas. Julio salió del cuarto y comprobó desde el pasillo que doña Salustiana contemplaba el espectáculo desde la ventana de su cuarto con los brazos cruzados y una evidente sonrisa de satisfacción. Ahora entendía por qué parecía tan alegre los últimos días: había logrado eliminar a su rival.
Bajó las escaleras a toda prisa y se encontró con varias personas que, atraídas por los gritos, habían entrado desde la calle para enterarse de qué pasaba. Allí estaba Inés:
—¿Qué coño es esto? —preguntó a la criada justo en el momento en que don Diego, totalmente fuera de sí, arrojaba un jarrón de cristal que se rompió en mil pedazos a la vez que gritaba:
—¡A la puta calle, zorra!
Inés contestó a la pregunta de Julio:
—Don Diego ha hecho como que se iba a Valencia y ha vuelto para pillar a esa golfa con el actor. Tenía que haberlo visto, don Julio, ha salido por patas, desnudo, cubriéndose las vergüenzas con un trapo.
Se reía disfrutando de veras con aquello.
Entonces don Diego agarró a su media naranja por el pelo, pues volvía en sí, y le asestó un tremendo puñetazo en la boca. Alsina se abrió paso entre los curiosos y se plantó delante de él.
Intentó interponerse.
—¡Quítese de en medio hostias! —gritó aquel probo ciudadano que se había convertido en una bestia, mientras alguna comadres animaban al cornudo a que continuara.
—¡Los grises, los grises! —avisó alguien.
—¡A ver! ¿Qué pasa aquí? —inquirió uno de los guardias que acababan de entrar en el patio.
—¡Es una puta! —gritó don Diego.
—Está fuera de sí, llévenselo —indicó Julio.
—Hola, Alsina —saludó el más alto de los dos guardias, que luego miró a la mujer, medio desnuda y arrodillada en el suelo, e inquirió—: ¿Es su mujer?
—Sí. La he pillado en la cama con otro.
El guardia ladeó la cabeza como diciendo que el marido estaba en su derecho.
—Váyanse a casa y arreglen allí sus cosas —dijo.
—¿Qué? —espetó Alsina.
La mujer, Fernanda, apenas se enteraba de lo que sucedía. Parecía confundida y se hallaba en otro mundo, conmocionada por los golpes y por la vergüenza.
—Huele a alcohol, está borracho; deténganlo y que duerma en el cuartel —sugirió Alsina—. No podéis dejarlo que se la lleve, la va a matar.
—¿Y acaso no es mía? —cuestionó el marido burlado, a su modo de ver cargado de razón.
Era evidente que los guardias no simpatizaban con la adúltera. Julio hizo un aparte con uno de los dos, el más alto de ellos, y le dijo:
—Éste la mata; lleváoslo y que se le pase el calentón. Mírala, si parece un Cristo.
—Es su mujer, una adúltera.
—Si la mata es responsabilidad vuestra.
—No lo condenarían.
—Con la ley en la mano, sí.
—¿Y quién lo iba a juzgar, una mujer?
Alsina conocía el sistema. Un crimen pasional, y más tratándose de un marido ofendido, podía salir relativamente barato al autor.
—No lo dejéis a solas con ella. Está fuera de sí. Debe reflexionar y ya le ha atizado bastante, ¿no crees?
El guardia reflexionó, miró a la pobre Fernanda como con pena, se volvió y decidió:
—Esta mujer necesita atención médica.
Julio suspiró. Parecían entrar en razón.
—Venga, se viene usted con nosotros. Simplemente le tomaremos declaración —añadió el otro guardia.
La platanera acudió en auxilio de la pobre mujer y, ayudada por otras vecinas, se la llevó a su casa para curarla. Don Diego accedió a acompañar a los guardias a regañadientes, aunque seguía mirando hacia atrás como buscando a su presa. No había tenido suficiente.
—No la dejen volver a su casa —indicó Julio a las vecinas. Una de ellas contestó:
—Tiene una hermana en Lorca; ahora mismo llamamos para que vengan a por ella.
Cuando el gentío comenzó a disolverse comentando aquí y allá los detalles más escabrosos del suceso, se sintió más tranquilo. Sabía que en aquella sociedad una adúltera lo tenía mal, muy mal; por de pronto, perdía cualquier derecho sobre hijos o patrimonio, por no hablar de la consabida reacción violenta que se esperaba del marido ofendido. Él no se comportó así con Adela y ello provocó que todos a su alrededor le perdieran el respeto, desde el comisario a los vecinos, pasando por los agentes hasta llegar al último delincuente. Él no era así y le importaba un bledo que todos esperaran de él que hubiera dado una paliza a su mujer y se hubiera enfrentado al Sobrao y a media comisaría. Por primera vez se sintió orgulloso de su comportamiento. No era como el representante o los demás. Aunque era algo consabido, casi un derecho, a él no le agradaban los tipos que pegaban a sus mujeres. Cualquier excusa podía provocar un bofetón, un empellón o un grito: una comida muy salada o fría, la casa demasiado sucia o un escote algo pronunciado. Si se trataba de una infidelidad, todo el mundo esperaba y aceptaba como natural una reacción violenta por parte del marido: una buena paliza o incluso algo más. Alsina no entendía aquello, aunque quizá él era raro.
Nunca le agradó la violencia gratuita. Aunque así le iba, pensó para sí. Si una persona engañaba a otra, si le era infiel, ¿no era lo más lógico dejarla? ¿A qué tanta violencia? Por otra parte, él no había sido capaz de abandonar a su mujer, que era lo procedente. Con la ley en la mano, la habría dejado de patitas en la calle.
Pero... ¿por qué?
Entonces recordó aquel dolor. La quiso, era eso. Amó a Adela, que desde siempre lo había utilizado. Fue quien se portó mal con él, ella lo hundió, degradó y abandonó y, aun así, la había querido.
Se sintió bien por haber ayudado a Fernanda; a lo mejor incluso le había salvado la vida.
Al parecer, el actorucho había llegado corriendo semidesnudo hasta la plaza de San Pedro, donde un urbano lo detuvo por escándalo público. Un gran espectáculo para una ciudad tan pequeña como aquella. Cuando volvía a su cuarto, se cruzó con doña Salustiana. Lucía una evidente sonrisa de satisfacción.
—Enhorabuena, patrona. Estará usted satisfecha... —le dijo antes de encerrarse en su cuarto.
No salió a cenar. Estaba malhumorado, deprimido, y sentía una vieja sensación que le recordaba su niñez, una especie de pesimismo endógeno, casi genético, que quizá había anidado en su ser alentado por su madre y por el hecho, a todas luces deprimente, de que creciera sin padre por hallarse éste en la cárcel. En el fondo nunca había sido un tipo optimista ni vital, y le habían afectado los últimos acontecimientos: el atentado contra su vida, el supuesto suicidio del Alfonsito y el desagradable incidente que acababa de vivir en el patio de su comunidad de vecinos. ¿Por qué la gente era así? Violenta, mentirosa y egoísta, así era la raza humana. Lo había comprobado con creces en su trabajo, y lo ocurrido con don Diego era la prueba. Su mujer, Fernanda, le engañaba con el actor. Doña Salustiana gozaba de los favores sexuales del chico a cambio del alojamiento y la comida. El joven se aprovechaba de ambas mujeres de mediana edad, y el cornudo, al saberse burlado, había actuado de aquella manera tan violenta, tan cruel.
Todos se habían comportado egoístamente, sin pensar en las consecuencias de sus actos. Doña Salustiana, la peor: había ido con el cuento al marido engañado, que aguardó pacientemente el momento de actuar. Aquello no había acabado peor de milagro. ¡Cuánta mezquindad!
Lo mismo ocurría con La Tercia. Nada había trascendido a la prensa y nadie lo sabía, si acaso los del pueblo y cuatro más, pero allí había desaparecido gente por satisfacer los intereses de alguien. No importaba que por el camino se hubieran quedado Ivonne, Honorato Honrubia, Antonia García o Pepe «el Bizco». Alguien estaba llevando a cabo su plan, maquiavélico, de manera inexorable y mecánica, sin importarle cuántos cadáveres quedaran a su paso.
¿Qué era aquello? ¿Un fenómeno extraño? ¿Los asesinatos de un loco? ¿Un complot de la CIA y de Wilcox que investigaban algún tipo de recurso de uso militar ultrasecreto?