—Sí, he ido a verle y me lo ha confirmado al ver el collar.
Rosa Gil siguió hablando:
—Y el día de su desaparición, Sebastián y el Bizco se llevaron a...
—
Hocicos.
—...a
Hocicos,
para que les ayudara a cazar.
—Esto es. Jonás le dejó el perro a su primo, y él y su amigo el Bizco desaparecieron, se los tragó la tierra. Del perro nunca más se supo. Ahora yo lo he localizado, muerto de un balazo, de un fusil como los que usan los hombres de Wilcox, así que de ángeles blancos o extraterrestres, nada de nada.
—No hemos adelantado tanto —apuntó Ruiz Funes—. ¿O acaso creías que este asunto era cosa del más allá?
—Pues si quieres que te sea sincero, con tanta procesión, locos, luces, sonidos y ufólogos, no sabía qué pensar. Además, este asunto del perro me ha dado una idea.
Rosa, Armiñana y Joaquín se quedaron mirando a Alsina, expectantes.
—He hablado con Jonás, me ha dado las señas de un amigo suyo de Pozo Estrecho que tiene sabuesos. Voy a ir a alquilarle uno y, con prendas de los desaparecidos, espero averiguar dónde están enterrados los cuerpos.
—¡Estás loco, joder! —exclamó Ruiz Funes levantándose para caminar por el cuarto.
—¿De verdad crees que vas a poder colarte en la finca a hacer eso? —dudó Rosa.
—Ya lo he hecho dos veces. Comienzo a conocerme bien aquello.
—Deberían encerrarte —cortó Armiñana.
Quedaron en silencio. Sabían que no iban a disuadir a Alsina de aquello. Además, en el fondo, todos querían saber qué estaba ocurriendo en La Tercia.
Entonces Ruiz Funes y su novio se miraron. Pasó un momento y se pusieron en pie.
—Nosotros vamos a salir a cenar fuera, pero no tengáis prisa, quedaos un rato si queréis para hablar del caso —ofreció el anfitrión con una sonrisa cómplice.
Antes de salir, hizo un pequeño aparte con su amigo Alsina y le susurró:
—Usad la habitación del fondo del pasillo; os acabo de hacer la cama con sábanas limpias. No tengas prisa, volveremos tarde.
Rosa y Julio volvieron a casa por separado. Ella iba delante, a escasos cien metros, y él caminaba detrás vigilando que no le ocurriera nada, pues había oscurecido.
Cuando vio que Rosa entraba en el portal, apretó el paso para llegar a la pensión.
Tomó un vaso de leche caliente en la cocina y se fue a su habitación. Antes de acostarse echó un vistazo al patio separando un poco la persiana. Doña Salustiana hablaba en un rincón del mismo con don Diego, el representante de los pantalones Lois. Ella gesticulaba mucho, aunque parecía no querer alzar la voz, y él hizo amago de ir hacia su casa sacando pecho en un par de ocasiones, aunque ella se lo impidió hablándole al oído. Intuyó problemas. Era evidente que su patrona debía de estar contando al viajante el
affaire
de su mujer con Eduardo, el actorucho. Estaba claro que doña Salustiana actuaba movida por los celos, pero iba a provocar una catástrofe.
Decidió tumbarse y descansar, pues bastantes problemas tenía ya como para preocuparse por asuntos domésticos que, además, no eran de su incumbencia.
Se sintió aliviado al pensar en el asunto de
Hocicos.
Su hallazgo ponía un poco de orden, de cordura, en aquella investigación y descartaba apariciones, ovnis y demás zarandajas.
Los hombres de Wilcox habían despachado al perro de un tiro, no había duda. Le parecía evidente que el motivo de todas aquellas desapariciones no era otro que la ocultación de las actividades de los americanos. La Casa estaba situada en C-5T, zona restringida de uso militar, y a buen seguro que la fábrica oculta tras la zona sur de la Cresta del Gallo, también.
Ruiz Funes iba a intentar averiguarlo. Estaba cansado y pensó en su encuentro con Rosa de aquella misma tarde en casa de Joaquín. ¿Sería aquello tan maravilloso por tratarse de algo prohibido o es que se había enamorado como un colegial?
Nada más levantarse se dispuso a desayunar bien, pues le aguardaba un día largo y duro. Doña Salustiana parecía malhumorada y ojerosa; era evidente que no había dormido bien, tal como advirtió Alsina. Salió temprano y condujo hacia la Cresta del Gallo, desde donde, entre pinos, se observaba una hermosa vista del valle del Segura. Llegó a la zona más alta que pudo y en una amplia explanada dejó el coche. Era martes por la mañana, las nueve y media de un día laborable, y no se veía un alma por allí. Entonces abrió el maletero, se puso sus
chirucas
y, tras colgarse la pequeña mochila, atacó las últimas estribaciones de la sierra. No tardó en llegar al murallón calizo en forma de muela, la cresta que daba nombre a aquella pequeña sierra. Caminó por las alturas hacia el este y se encontró con un repetidor pintado de rojo y blanco. Le echó un vistazo. Era nuevo. Al menos, que él supiera. Los artilugios como aquel estaban situados en la sierra de Carrascoy. Entonces reparó en que el cable que salía del mismo flotaba al viento, libre; no estaba conectado a nada.
Era puro atrezo.
Sacó la cámara y lo fotografió. Siguió caminando hacia el este para asomarse a ver el valle apartado en que estaban situadas las instalaciones de Wilcox. Se sintió decepcionado; aquello era un erial, una zona con un paisaje de aspecto desolador, inhóspito y sin vegetación. Era más árido que el peor de los desiertos, con una tierra estéril de tonos grisáceos, a veces rojizos, y muy descarnada. Al fondo, donde el valle formaba un recodo, creyó ver una estructura metálica. Sacó los prismáticos. No se veía bien; parecía la esquina de una nave industrial, quizá una cúpula, y había trasiego de enormes camiones que entraban y salían. Lamentó no poder ver más. Era imposible entr por el puerto del Garruchal, porque había guardias armados, y desde allí, tan lejos, apenas se veía nada. Comenzaba a valorar la posibilidad de bajar desde donde se hallaba, a pie, cuando escuchó una voz tras él:
—¡Alto a la Guardia Civil!
Se giró y vio a una pareja de la Benemérita que lo apuntaba con sus añosos fusiles de cerrojo.
—No disparen —dijo moviéndose con mucha calma—. So policía.
Entonces les mostró su placa y los otros bajaron las armas. Uno de ellos se perdió oteando hacia el oeste y el otro le ofreció tabaco.
—Córcoles —se presentó.
—Alsina —contestó él aceptando el cigarrillo Rex que le ofrecían.
—No se puede estar aquí —dijo el guardia civil atusándose el poblado bigote.
—Disculpe, compañero, no lo sabía. Me interesa la geología, es mi afición —mintió.
—Es zona restringida. Tenemos tres parejas patrullando la zona en turnos de ocho horas.
—¿Y eso?
—El repetidor. Es un posible objetivo para sediciosos. Querían volarlo.
—¿Volarlo?
—Sí, unos comunistas, querían resucitar el maquis.
—¿El maquis?
—Sí.
Era evidente que aquel hombre creía a pies juntillas en la historia que le habían contado sus superiores, pero Julio sabía que el repetidor era puro decorado y que no había guerrilleros en España desde hacía años. Estaba claro que por allí no podría acercarse a Wilcox. Era muy arriesgado. Se entretuvo en dar un poco de conversación a aquel hombre, que parecía preocupado porque el sueldo no le llegaba para dar una buena educación a sus hijos. Mientras simulaba escuchar al guardia, valoraba las posibilidades de acercarse a Wilcox por allí. Resolvió que eran nulas, pues el agente le había dicho que hacían guardia las veinticuatro horas del día. En cuanto pudo, agradeció el rato de conversación y se volvió por donde había venido despidiéndose amablemente de la pareja de guardias civiles. «¡Guerrilleros! Vaya trola», pensó sonriendo.
De camino a La Tercia, pasó junto a la finca y vio los restos del coche de Cercedilla, el ufólogo. Estaba calcinado, abandonado junto a la carretera, en el arcén, en un lugar poco transitado. Cuando llegó al pueblo comprobó que no había ni rastro del Alfonsito, el tonto, así que se distrajo tomando un café en el Teleclub. No tardó en aparecer Edelmiro García, el pedáneo y fiel valedor de los intereses de don Raúl, el verdadero amo del pueblo.
—Vaya, ¿sigue usted por aquí?
—Busco al Alfonsito.
—Y lo dice usted tan fresco. ¿No tiene miedo?
—Pues no; además, no es lo que usted piensa. Le traigo unas chucherías que le prometí. Lo de los televisores me va bien. No vuelvo a la policía ni loco.
Aquel taimado lo miró con desconfianza:
—Ese imbécil sólo dice tonterías. No debería usted dar crédito a sus historias.
—Ya. ¿Se refiere a esas cosas de los ángeles blancos?
—Sí, a eso, bastante pábulo le dan algunos.
—Como don Críspulo.
—Por ejemplo.
—Y si lo del Alfonsito son desvaríos, ¿por qué le molesta tanto que hable con él?
—No me molesta, eso es una apreciación suya.
—Claro. Puede estar tranquilo, no me creo esas historias de extraterrestres o ángeles que rondan el pueblo.
Dejó pasar unos segundos y observó la cara de su interlocutor para ver su reacción cuando dijo:
—Soy más partidario de los hechos, como, por ejemplo, una bala de M16 en un perro de caza.
—¿Cómo dice? No termino de entenderle.
—Sí, el perro que llevaban Sebastián y Pepe «el Bizco». Lo encontré. Murió de un balazo del calibre 5,56, y ¿sabe?, los hombres de Wilcox usan ese tipo de arma habitualmente. ¿No estarán los de Wilcox haciendo desaparecer a la gente?
—No siga por ahí —masculló el pedáneo mirándole con odio a la vez que lo señalaba con el índice.
Alsina pensó que, de alguna manera, había dado en el blanco. Sonrió desafiante. Entonces vio al Alfonsito pasar por delante de la puerta del bar. Se despidió rápidamente de don Edelmiro y salió a toda prisa sin despedirse, aunque notó la mirada de inquina de aquel miserable fija en su nuca.
Halló al Alfonsito sentado en su bordillo, en la parada de los coches de línea que unían aquel pequeño pueblo con la capital. Jugaba con la lata atada a una cuerda.
—Hola, Alfonsito.
—Hola, señor Alsina.
Le sorprendió que aquel pobre chaval recordara su apellido.
—Quería hablar contigo del asunto ese de los ángeles blancos.
—Se llevan a la gente.
—Sí, lo sé. Y creo que se llevaron a una amiga mía, era una joven muy guapa que vestía de negro, muy elegante, unos días antes de Nochebuena. Ella y una amiga suya vinieron a una fiesta en La Casa, digamos que les pagaban por acompañar a los hombres que...
—¿Se refiere usted a las putas?
Se quedó helado. Definitivamente, aquel muchacho sabía más de lo que parecía. Observó que el pedáneo los miraba desde detrás de la cortinilla de bolas de plástico del Teleclub. ...
—¿Las conociste?
—Vi lo que le pasó a una de ellas.
—¿Cómo?
—Sí, yo estaba escondido entre unos lentiscos, quería ver a los ángeles y en La Casa había mucho ruido, música. Mujeres que se reían...
—Una fiesta.
—Sí. Estaba a punto de irme, porque los ángeles no iban a salir. Entonces la vi a ella corriendo por el camino, parecía asustada. Se tropezaba, así que se quitó los zapatos y siguió corriendo con ellos en la mano. Detrás corrían dos americanos.
—¿Armados? ¿Guardias?
—No, eran de los ingenieros. Iban vestidos con traje, muy elegantes. Entonces, en dirección contraria, apareció un coche con las luces apagadas. ¡A toda pastilla! Bajaron tres tipos.
—¿Qué coche? ¿Qué marca?
—Un MG 1300, negro.
Desde luego, aquel tonto era como una guía telefónica. No se le escapaba nada.
—¿Y qué pasó?
—«¡No, no!», gritaba ella. Pero la agarraron y se la llevaron. Los dos americanos que la seguían se quedaron con tres palmos de narices.
Alsina se quedó en silencio. Los chicos de la Político Social solían utilizar un MG1300 negro en sus correrías nocturnas, y muchos lo sabían. Cualquiera que se opusiera al Régimen en la región temía la aparición de aquel coche que, entre los descontentos, era ya tristemente famoso. Poco a poco, sus sospechas se habían ido confirmando: Ivonne fue capturada por Guarinós y sus secuaces, estuvo detenida y posteriormente la torturaron en un piso franco para luego dejarla caer desde la torre de la catedral. Los del búnker querían saber qué estaba ocurriendo en El Colmenar, y él también. ¿Qué había visto aquella joven en la fiesta para salir huyendo de aquella manera? Era algo relacionado con las actividades de Wilcox, seguro, y ese algo había provocado la desaparición y muerte de cinco personas más en el pueblo. ¿Qué habría sido de la amiga de Ivonne, Veronique? Don Raúl, bien relacionado con sectores aperturistas del Régimen, llevaba a medias un negocio con los americanos en un terreno clasificado como zona militar restringida; ¿qué sería?
Estaba confundido porque no sabía cómo iba a hacer que los del búnker pagaran por la muerte de Ivonne o que don Raúl y los de Wilcox penaran por eliminar así a la gente de La Tercia. Sólo podía seguir adelante, averiguar más cosas, husmear. Su instinto le decía que acabaría encajando las piezas. La aparición del pobre
Hocicos
muerto por herida de bala era la primera pista que había aportado algo de luz en lugar de enredar más la trama.
Se despidió del Alfonsito dándole cinco duros, subió al coche sin dejar de sentirse observado y se encaminó hacia Cartagena. Tenía que dejar pasar el tiempo hasta la tarde y qué mejor forma de hacerlo que vender unos cuantos televisores.
Después de una tarde bastante lucrativa en la ciudad departamental, Alsina pasó por el cortijo del Manzano, una pequeña agrupación de casas, misérrima, entre Pozo Estrecho y Torre Pacheco, donde un compadre de Jonás le iba a prestar un sabueso que respondía al nombre de
Sultán.
Allí le esperaba Paco Pepe, un tipo de aspecto bragado, con la boina calada hasta la orejas, que calzaba alpargatas y ceñía una faja como las de los labriegos de las postales. Al fondo, en la puerta de la casa, dormitaba en una silla de mimbre una anciana vestida de negro, con un inmenso pañuelo negro en la cabeza y cuya piel parecía tener el color de la de un cadáver. Tres críos mocosos y llenos de roña jugaban al fútbol con una pelota de trapo. Uno de ellos iba descalzo. No tuvo valor para regatear al hombre las cien pesetas que le pidió por alquilarle el perro. Era un abuso, pero ¿qué más daba?
Subió a
Sultán
en el coche y se detuvo a cenar en un bar de Torre Pacheco. Hizo tiempo viendo las noticias y ojeando la prensa. Barcelona había rendido homenaje a la bandera nacional y al ejército. Una fotografía de las calles repletas de gente brazo en alto completaba la noticia. Era un acto de desagravio por los incidentes de la universidad. Pensó en los dos chicos que había visto de refilón en casa de Joaquín; ¿no serían los fugados de Barcelona, aquellos que habían escapado de sus casas antes de ser detenidos? Él les había oído hablar en catalán, seguro. ¿Dónde estarían ahora? En casa de Ruiz Funes, no. Joaquín no era tan tonto. ¿Sería comunista su amigo? No se lo imaginaba como un idealista, aunque, la verdad sea dicha, antes pensaba que se trataba de un mujeriego y había resultado ser homosexual. Era un tipo listo que daba el pego, proyectaba justamente la imagen que quería proyectar y eso lo hacía triunfar, alcanzar sus objetivos.