1969 (29 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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Era evidente que una medida así no se adopta porque unos cuantos estudiantes hubieran asustado a un rector; no, aquello tenía más calado.

«Ningún hombre de bien y de paz tiene nada que temer», decía Fraga en la prensa. Lo de siempre.

Buceó en las informaciones y comprobó que los artículos referidos afectaban a los derechos de reunión y a que la policía allanara en un domicilio sin orden previa de un juez. La cosa no era tan grave, y ese tipo de recursos era utilizado por el Régimen con cierta regularidad. Dentro de lo malo, pensó para sí, la situación no era tan difícil. Además, la vida seguía, los periódicos se preguntaban si Mao Zedong había muerto o reflejaban que el Cordobés estaba muy grave por una cogida. Quizá no ocurriera nada malo. O eso querían creer todos.

El domingo por la mañana se levantó agotado por el viaje y desayunó con tranquilidad con su patrona y con el ciego, Rubén. Hablaron del asunto del estado de excepción, y doña Salustiana salió con la clásica frase que la costumbre había terminado por inculcar en la mente de los españoles:

—No, si el Caudillo no es malo, el problema son los ministros que le aconsejan.

Alsina recordó, sonriendo para sí, el motín de Esquilache, sin ir más lejos, evocó las lecciones de Historia que le diera un viejo profesor en una escuela nacional de las afueras de Madrid y convino en que los españoles no se habían movido un ápice en todos aquellos siglos.

A eso de las once se dejó caer por casa de Ruiz Funes, quien leía fumando con aire sofisticado en su butacón.

—¡Dichosos los ojos! ¿Cómo ha ido? —preguntó levantándose para abrazarlo efusivamente.

—¿Los televisores o los juegos de espía?

—¡No, hombre, no, lo de Rosita!

Se quedó mirando a su amigo y no pudo por menos que sonreír.

—Joder, tengo que reconocer que ahí has estado hábil, Joaquín.

—Siéntate, anda, siéntate y toma un café.

—¿En qué lío me has metido? Ha habido detenciones.

—Lo sé, lo sé y perdona. Ese asunto del rector ha complicado las cosas. ¿Te has enterado?

—Estado de excepción.

—Sí, y no será la primera vez ni la última, pero no conviene a nadie.

—¿Qué coño era eso de Juárez?

—Un amigo. Pensé que podía ayudarte.

—Pues no sé, Joaquín, porque me puso los pelos de punta. Ese Richard, el jefe de seguridad de Wilcox...

—Sí, le hablé a Juárez de él.

—Me enseñó unas fotos por si podía identificarlo.

—¡Bien hecho! ¿Y...?

—Es de la CIA.

—¡No!

—Sí.

—Joder —murmuró Joaquín pasándose la mano por el pelo—. Esto se complica.

—¿Es un espía?

—¿Quién? ¿Richard?

—No, coño. Tu amigo Juárez.

—¿Tú qué crees?

—Que sí.

—Pues eso. Necesitábamos saberlo, Julio. Ahora sabemos qué terreno pisamos.

Hubo un silencio entre los dos amigos.

—Joaquín...

—¿Sí?

—Sabes que confío en ti plenamente, pero ¿no estarás metiéndome en un lío? Sabes que la política no es lo mío, ni quiero que lo sea.

—Tranquilo, tranquilo. Nunca haría nada que pudiera perjudicarte y lo sabes.

—Ya.

—Ten fe en mí.

—Sabes que la tengo ¿Eres comunista?

Alsina no podía creerlo: se había atrevido a preguntar aquello.

Se oyó un ruido procedente del cuarto contiguo y Ruiz Funes pidió:

—Espera un momento.

Se incorporó y abrió la puerta de la habitación, lo justo para que Alsina viera a dos chicos jóvenes, con buena pinta, a los que su amigo dijo algo en voz baja. Cuando Joaquín se dio la vuelta para cerrar la puerta, a Julio le pareció que uno de los jóvenes decía algo al otro en catalán. No entendió lo que era, pero le pareció catalán, seguro.

—Perdona, Julio, pero tengo unos invitados imprevistos y tengo que hacer unas cosas; si te parece, hablamos mañana —propuso Ruiz Funes dando por terminada la entrevista.

Cuando lo acompañaba por el pasillo, el anfitrión dijo de pronto:.

—Por cierto, no he podido conseguir planos de la finca de don Raúl.

—Vaya, qué fastidio.

—Sí, mi amigo del Ministerio de Agricultura me ha dicho que el centro de El Colmenar, justo el lugar donde está la casa de los americanos, está clasificado como C-5T. ¿Y sabes lo que quiere decir eso?

—¿C-5T?

—Zona restringida de uso militar.

Salió de allí blanco por la impresión. Ni siquiera había caído en que Ruiz Funes no respondió a su pregunta sobre si era comunista.

Comió en la pensión y, sin dormir la siesta, se fue al cine a ver
El loco del pelo rojo,
un estreno con Kirk Douglas que le ayudó a alejar su mente del caso. Volvió a la hora de la cena a la pensión, donde, tras reponer fuerzas, pidió un termo de café con leche bien cargado y se retiró a su cuarto, donde se vistió de manera un tanto extraña: botas
chirucas
y pantalón militar que guardaba desde la mili, jersey negro, una cazadora de cuero vieja y oscura y un gorro de lana azul marino. Se entretuvo en dar algunas pinceladas de betún al pantalón de color caqui antes de salir. Salió sin hacer ruido y tuvo la suerte de no cruzarse con el sereno hasta el lugar en que tenía aparcado su coche. Condujo sin prisa, escuchando un programa deportivo en un pequeño transistor, y llegó a las inmediaciones de la finca de don Raúl, El Colmenar, a eso de las doce y media de la noche.

Aparcó en un camino lateral que salía hacia la izquierda, tras unas cañas que crecían a una altura considerable. Debía de haber cerca una balsa o una fuente de agua. Rezó porque nadie reparara en el vehículo que, afortunadamente, no quedaba a la vista, y bajó de él estirando los brazos para deshacerse del frío. Miró las estrellas, comprobando que hacía una noche despejada pero muy fría, y se echó a la espalda la mochila en que había guardado algunas cosas que supuso podría necesitar. Caminó junto a la alambrada y se adentró hacia el este, en paralelo a la sierra. Cuando estaba lejos del camino se quitó la mochila, sacó los alicates y cortó los alambres jalonados de pinchos. Pasó agachándose, y por segunda vez en su vida se adentró en aquella maldita finca donde la gente desaparecía para siempre. Intentó utilizar la linterna lo menos posible y caminó a paso vivo, orientándose por lo poco que recordaba de su visita anterior. Aquello era C-5T, o sea, territorio vedado de uso militar. No había ningún cartel al respecto en la zona, así que fuera lo que fuese lo que hacían allí los americanos, era secreto. Al cabo de una media hora se sentó en una roca y sacó el termo. El café le sentó bien; lo tomó mientras contemplaba, al fondo, el grandioso silo o depósito de agua que había visto en la otra ocasión. Según sus cálculos, La Casa, la residencia de los americanos, debía de quedar al este, a un par de kilómetros. Entonces oyó un ruido.

Quedó inmóvil como si la vida le fuera en ello, y ni se atrevió a cerrar el termo por no hacer ruido alguno.

Sí, pasos, sobre la tierra.

Apoyó el termo y el tapón que hacía las funciones de vaso en el suelo, junto a la mochila, y se levantó sin mover los pies.

A la derecha. Alguien venía.

Con cuidado y moviéndose muy despacio, dio un paso atrás sin hacer ruido, hasta quedar oculto tras el tronco de un añoso olivo, a la vez que buscaba a tientas la funda riñonera de la pistola. El corazón le latía desbocado.

¿Desaparecería él como los demás? Una luz, sí, una luz venía en su dirección y se escuchaba un jadeo. Vio que la luz se movía por el terreno justo delante de él y cuando supo que aquella cosa estaba a su altura, giró por detrás del árbol y apuntó hacia aquello tras amartillar el arma.

—¡Quieto o te reviento!

—¡No, no! ¡Soy periodista! —exclamó una voz temblorosa.

—¿Cercedilla? —preguntó Alsina, comprobando que tenía ante sí al tembloroso ufólogo ataviado como un explorador, con una mochila a la espalda, y pertrechado con un casco de minero con una potente linterna.

—¡Alsina! ¡Alabado sea Dios! Me ha dado usted un susto de muerte.

—¿Qué coño cree que hace con esa linterna? Apáguela o nos van a descubrir.

—¿Qué hace usted aquí?

—Pues supongo que lo mismo que usted. ¡Apague esa puta linterna ahora mismo!

Entonces, en mitad de aquel silencio desolador se escuchó el ruido de un motor. Al principio era un rumor apenas perceptible, pero en unos segundos fue evidente que venía a toda velocidad. La luz indirecta de los faros iluminó unos almendros a apenas unos doscientos metros.

—¡Rápido! ¡Al suelo! —susurró Alsina lanzándose sobre aquel suicida.

Cayeron junto a un pequeño promontorio de tierra, boca abajo, y la linterna de Dionisio Cercedilla iluminó algo que hizo a Alsina gritar de espanto. En las escasas décimas de segundo en que su cerebro logró comprender qué era aquello, sintió un miedo atroz, atávico, que lo dejó inerme.

Junto a él, a unos centímetros apenas de su cara, había una boca abierta, unas horribles fauces de dientes afilados, demoníacos, que en un gesto hostil amenazaban con devorarlo.

Un perro y otro perro

Su mente volvió a la realidad y le dijo que aquello era un animal muerto, de color rojizo; el hedor no dejaba lugar a dudas.

—¡La luz, hostias! —masculló el policía.

Antes de que el otro reaccionase, destrozó la linterna del casco de su acompañante de un culatazo. En ese momento, tras un repecho, apareció un
jeep
de aspecto militar que pasó junto a ellos a toda velocidad, enfocando aquí y allá con una potente luz. Buscaban a alguien. Debían de haber visto la luz de aquel loco. La respiración de los dos intrusos era agitada. Poco a poco, el sonido del motor se fue apagando.

—Se han ido —musitó el policía.

—Me ha salvado usted. Pero ¿qué demonios es esa pestilencia?

—Un perro muerto.

Iluminó los restos del animal que yacía junto a él enfocando la linterna hacia el suelo y haciendo pantalla con la mano.

Observó que era pequeño y de color canela. Llevaba un collar azul.

—Pero ¿qué hace? —preguntó Cercedilla al ver que Alsina tomaba el animal con las manos.

—Me lo llevo. Me voy de aquí. ¡Ya! Y usted debería hacer lo mismo.

Entonces se oyeron disparos a lo lejos, varias ráfagas y una explosión. Las llamaradas que salían de las armas iluminaban la noche a un kilómetro hacia el oeste. Algo comenzó a arder. Como una gran hoguera.

—Allí he aparcado mi coche —murmuró el periodista con aire resignado.

Julio Alsina dejó el perro en el suelo, guardó el termo, se colgó la mochila y sin soltar la pistola tomó de nuevo al animal entre los brazos diciendo:

—No vuelva por él, al menos esta noche. Acompáñeme y no haga ruido, hay que salir de aquí con vida.

Cuando Blas Armiñana llegó al depósito tenía cara de pocos amigos. En la puerta se encontró con Alsina vestido como si acabara de protagonizar
Los cañones de Navarone.

—Pero ¿qué tripa se te ha roto, Julio? —dijo el forense por todo saludo.

—Ábreme y espérame en el laboratorio, que voy al coche a buscar algo.

Armiñana entró, encendió las luces y se quitó la chaqueta, impecable como siempre, para ponerse una bata de color blanco. Entonces llegó Alsina con un pequeño perro muerto en brazos y lo dejó caer encima de la mesa de disección.

—Pero ¿qué coño haces? ¡Dios, qué olor!

—Pues imagínate cómo ha quedado mi maletero. No conseguiré que se le vaya ese pestazo en la vida —comentó Alsina.

Armiñana ladeó la cabeza, como negando, y dijo:

—Sabes que no soy veterinario.

—No, no, hay que hacerle la autopsia.

—Hasta ahí llego.

—¿De qué murió?

—¿Tienes alguna idea?

—Era un perro de caza.

—Es un comienzo.

—Luego te aclaro.

Armiñana colocó el cadáver del perro en una pequeña mesita con ruedas y se fue a Rayos.

Volvió a los veinte minutos con el animal y una radiografía que ojeaba al trasluz muy ufano.

—Mira, es un cuerpo extraño.

—¿Una bala?

Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, el forense introdujo unas largas pinzas por un orificio que quedaba semioculto por el estado de avanzada putrefacción del animal, y tras emplearse a fondo hurgando en el interior del perrillo, dio un tirón y mostró algo que dejó caer sobre una bacinilla.

Aquello sonó metálico.


Voilà
—dijo el forense.

Alsina se asomó a mirar el contenido del pequeño cazo. Había un proyectil de plomo, retorcido y con aspecto casi esférico.

—Es de gran calibre. Me lo llevo. Y el collar también.

—Oye, oye —reclamó Blas Armiñana a Alsina, que ya se perdía por la puerta—. Dijiste que me ibas a explicar...

En apenas quince minutos, Julio se hallaba en comisaría. Entró saludando a unos y a otros muy educado, pero sin pararse, para dirigirse directamente a ver a Paco Cremades, de balística, un tipo calvo, muy miope y algo pasado de peso.

Lanzó el proyectil sobre la mesa y saludó:

—Hola, Paco, ¿cómo te va?

—Bien, bien, ¿y a ti? He oído que te estás forrando con lo de los televisores.

—Has oído bien. ¿Sabrías decirme qué es esto?

—Una bala.

—Ya, ¿y...?

—Está muy deformada; ¿de dónde coño la has sacado?

—De un perro.

—Jesús, ¡qué gente! No se ven muchas como ésta por aquí.

—¿De qué calibre es?

—Pues, como te digo —contestó Cremades mirándola y remirándola mientras la sujetaba con el índice y el pulgar de la mano derecha—, está muy deformada y podría equivocarme, pero juraría que es del 5,56.

—¿Arma?

—Un M16 Al.

—No me sorprende. Me voy, tengo prisa.

—¿Puedo quedármela?

—Sí, claro. Ah, no harías mal pasándote a lo de los televisores como yo.

Antes de que el de balística pudiera darse cuenta, aquel loco de Alsina había salido del cuarto.

—Ni ángeles, ni ovnis, ni hostias, con perdón —resumió Alsina mirando de reojo a Rosa—. Esto es cosa de humanos, y hablamos de humanos armados con fusiles M16.

—Los americanos —dijo Ruiz Funes.

—Exacto —confirmó Alsina.

Blas Armiñano, sentado en la butaca favorita de Joaquín, ladeaba la cabeza como indicando que aquel asunto no le gustaba.

Rosa Gil tomó la palabra:

—O sea, a ver si me aclaro, que encontraste el perro del tal Jonás.

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