—Le di tu recado a Práxedes. ¡Menudo tipo!
—Sí, vino a verme; es peculiar, pero me hace bien los recados. Mañana, sábado, te invito a comer, he decidido reunir a unos amigos en casa para despedirte.
—Sólo me voy una semana.
—Te vendrá bien conocer gente agradable.
—No te digo que no, porque llevo unos días terribles. Ayer me pasé por La Tercia.
—¿Y?
Julio le contó lo de míster Thomas, las alusiones del Alfonsito a aquellos siniestros ángeles blancos y la rocambolesca entrada en escena del ufólogo, Dionisio Cercedilla.
Joaquín Ruiz Funes optó por reírse.
—Pues no le veo la gracia, la verdad —gruñó el policía.
—¿Que no? ¡Si esto es el acabose! Marcianos, procesiones, un asesinato, dos furtivos que desaparecen, un tío que roba un coche de su taller para echar un polvo con la novia y no vuelven ni él ni ella... por no hablar de lo de las dos fulanas esas del hotel Victoria.
—Ivonne y Veronique. Esta mañana he llamado a Herminio Pascual, de Madrid, que me buscó los antecedentes de Ivonne. No hay gran cosa. Varias detenciones por prostitución silenciadas por amigos importantes, sólo eso. Pienso pasarme a ver a sus padres, en Barcelona. A darles la noticia.
—Es evidente que te has metido en un buen lío, Julio. Guarinós y los de la Político Social están a oscuras. Me temo que por eso detuvieran a la puta y por eso la torturaron. No tiene pinta de que sacaran nada en claro.
—Eso me pareció a mí también.
—Ese don Raúl, el amigo de los americanos, está bien relacionado con la Obra y con los sectores católicos del movimiento. Creo que los del búnker desean meterle mano y no saben cómo. Debes tener cuidado.
—Si quieres que te sea sincero, comienzo a plantearme la posibilidad de dejar correr el asunto.
—Harías bien, pero ¿no te pica la curiosidad?
—Pues eso es, que sí. Pero creo que temo más a Guarinós.
—Sí, es un loco, un sádico —murmuró; luego hizo una pausa y ladeando la cabeza dijo en voz alta a la vez que se carcajeaba—: ¡Marcianos! ¿No te jode?
Decidieron pasarse por la calle de las Mulas, y allí, en Pepico del Tío Ginés saludaron al dueño, el propio Pepico, sentado en una silla de mimbre a la puerta de su establecimiento. Pudieron picotear a su antojo degustando los pequeños bocadillos de atún y mahonesa o de bonito que tan famosos se habían hecho y que llamaban
blayers.
Eran las dos y media cuando Alsina se fue a echar la siesta a la pensión.
El sábado, el detective llegó a casa de Ruiz Funes a eso de las dos y cuarto. Ya habían llegado varios invitados que departían en el amplio salón de Joaquín, quien, junto a Blas Armiñana, recibía a los recién llegados con una copa en la mano, un Martini Bianco. Alsina se fijó en que los dos hombres se daban la mano como una pareja.
—Cierra la boca —dijo Joaquín con gracia—. Te va a entrar una mosca.
—¿Vosotros... vosotros sois novios? —preguntó señalándoles con el dedo y con una cara de sorpresa que casi resultaba cómica.
El forense sonrió y asintió:
—Sí, claro, hijo mío. Ahora ya lo sabes. ¿Te sorprende?
Julio se quedó quieto, como haciendo memoria:
—Pues, la verdad, ahora que lo dices, no. Me alegro por vosotros, de veras.
—Llevamos diez años juntos —explicó Ruiz Funes—. Diez años de felicidad, pero no quisiera ponerme cursi. Ven, te presentaré a mis invitados. Y por cierto, cierra la boca, te digo.
Acompañó al anfitrión y pudo conocer a un juez, Román Senillosa, al poeta Arturo Díaz y a su esposa y a un cura rojo que se hacía llamar Ernesto y tenía una parroquia en un barrio marginal de Cartagena. No se sorprendió al hallar allí a Guillermo Yesqueros, el jefe de Homicidios, que tenía fama de ser adepto al Régimen, aunque no simpatizaba con el gobernador civil o el comisario, los del búnker.
La mesa había sido dispuesta primorosamente por la doméstica de Ruiz Funes, aquella mujerona que en esta ocasión se hacía acompañar por una joven de su pueblo, ambas vestidas de criada, a lo clásico. Había tarjetas personalizadas que indicaban dónde debía sentarse cada invitado, lo que a Alsina le pareció algo sofisticado y moderno. En el tocadiscos, al fondo, sonaba un cuarteto de cuerda que interpretaba a Mozart. Había velas encendidas aquí y allá y olía a incienso.
Sonó el timbre y la asistenta fue a abrir. Joaquín y Blas Armiñana se dispusieron a recibir al recién llegado, cuyos pasos sonaban ya en el pasillo. Julio miró hacia allí movido por la curiosidad y le sorprendió ver a Rosa Gil haciendo su entrada en el salón. Estaba guapísima. Llevaba un abrigo negro que se quitó con cierta elegancia para dejar al descubierto un vestido del mismo color, sencillo pero muy acertado para la ocasión. No llevaba puestas las gafas, se había maquillado y calzaba zapatos de tacón.
Ruiz Funes y Armiñana miraron como dos niños traviesos a Alsina, y entonces éste comprobó que junto a su etiqueta en la mesa había otra que decía: Rosa.
Ayudó a la joven a tomar asiento a la vez que los anfitriones hacían las presentaciones de rigor.
Aquella fue, para todos, una reunión agradable en la que departir con libertad con gente de ideas abiertas. Curiosamente, Rosa no desentonó en aquel ambiente algo elitista, sofisticado y de abierta oposición al Régimen para el cual ella trabajaba. También era cierto que aquellos contertulios no eran exactamente unos radicales; hacían críticas inteligentes y salpicadas de sentido del humor.
No dudaban en reconocer las cosas que salían bien, como el milagro económico, pero se mostraban muy críticos con otras carencias de aquella sociedad, como la falta de libertades, la hipocresía y la ausencia de elecciones libres o partidos políticos. Intentó clasificar ideológicamente a los presentes en función de las cosas que decían: el juez, Senillosa, bien podía ser socialista; el cura era un comunista convencido; el poeta, Arturo Díaz, parecía monárquico, y su esposa, probablemente fuera anarquista por cómo hablaba de Bakunin. Guillermo Yesqueros, el jefe de la Brigada de Homicidios, era más moderado. No supo dónde encuadrar a su amigo Joaquín, que, como siempre, nadaba con habilidad entre aguas, mientras que Blas Armiñana se definió a sí mismo como un
bon vivant.
Todos pensaban de manera diferente, pero tenían algo en común, un nexo que los unía, y era una voluntad de cambio inequívoca, una indudable ansia de libertad que la mayor parte de la población, acomodada, feliz con su seiscientos, su televisor y sus excursiones de domingueros, no sentían. Estaban abotargados. Exactamente como había estado él durante años. Hablaron de las noticias, las pocas que les llegaban. Al parecer, la prensa decía que se había suspendido la actividad académica en Barcelona porque el rector y un grupo de profesores fueron acorralados por un grupo de alumnos (probablemente comunistas) en el despacho rectoral.
—Mal asunto —sentenció el forense, Armiñana—. Eso no nos traerá nada bueno.
Los periódicos no aclaraban nada más, aunque todos sabían cómo se las gastaba el Régimen con aquellas actitudes que consideraba «sediciosas». Hablaron de otros temas de actualidad. El diario
Línea
destacaba mucho una noticia en la que Rosa estaba implicada: había ya 91 niñas recogidas en el centro Crucero Baleares, que Auxilio Social tenía en Mazarrón.
Ella sonrió por las felicitaciones que le dirigieron los demás comensales.
—Sólo intento ayudar a los más desfavorecidos —dijo.
—¿Ves? —apuntó Joaquín—. En el fondo no somos tan diferentes.
La comida resultó deliciosa:
foie
de pato, que Julio no había visto ni probado en su vida, con mermelada de frambuesa, pavo con salsa de nueces y unas patatas pequeñas que Ruiz Funes importaba de Francia, cocinadas con esmero al vapor. La ensalada era exótica, multicolor y sabía riquísima; también sirvieron unas almejas con una salsa algo picante y unas verduras a la plancha, típicas de la tierra. Fue muy celebrado el postre, una tarta de chocolate, cuya receta heredara Ruiz Funes de su abuela. Después de comer, pasaron a un hermoso gabinete anexo al salón para el café, la copa y el puro.
Entonces pudo Alsina hablar a solas con Rosa.
—¿Cómo has venido?
—Pues andando —repuso ella muy resuelta.
—No, digo que qué has dicho en casa.
—Que me habían invitado a comer en casa de unos amigos. Ya soy mayorcita, ¿recuerdas?
—Sí, sí, claro, pero ¿no te sientes violenta entre esta gente? Tú no piensas como ellos.
—Ni tú.
—Ya sabes que yo no me meto en política.
—Sí, es lo mejor aquí. El propio Franco suele decirlo.
—Me refiero a que tú estás muy significada con el Movimiento.
—Si me han invitado es porque confían en mí, ¿no?
—Sí, claro.
—Entonces sería descortés por mi parte causarles cualquier problema.
Julio aprovechó el momento para cotillear un poco:
—¿Y qué opinas de lo de Blas y Joaquín?
—Bueno, a mí no me importa lo que hagan, siempre y cuando sean discretos y no molesten a nadie —contestó Rosa, lo cual dejó al policía boquiabierto. Viniendo de una falangista, era más de lo que podía esperar.
Poco después, mientras ella se encaminaba hacia una bandeja en la cual la asistenta ofrecía unas trufas deliciosas, Guillermo Yesqueros se acercó a él.
—Joaquín me ha contado algo sobre el asunto ese que llevas entre manos.
Julio mantuvo silencio.
Joaquín Ruiz Funes lo miró desde el otro extremo de la habitación; estaba en todas las conversaciones y en ninguna, y lo demostró diciendo:
—Julio, cuéntale, es de confianza.
El detective hizo un repaso de la historia de la suicida, de sus sospechas, y Yesqueros le escuchó atentamente:
—Eso entraría dentro de Homicidios, si fuera cierto, claro —resumió su interlocutor—. Pero, si es verdad, como sospechas, que es cosa de la Político Social, no podríamos ni meternos. Por eso me fui a Homicidios, no quería ejercer mi trabajo de policía en labores de represión política. Además, todo el mundo sabe que soy un demócrata, democristiano. En lo mío la cosa es sencilla y me gusta; alguien se carga a alguien y lo buscamos para meterlo en la trena. Sin complicaciones.
—Excepto cuando el asesino es alguien importante.
—Sí, ahí me has pillado. Sigue contando.
Le relató entonces lo de las desapariciones en torno a la finca, le habló de Wilcox, de gente armada con aspecto de militares, de la procesión de rogativa, de los ángeles blancos y de un ufólogo que investigaba sucesos extraños.
—Joder; ¡extraterrestres! —comentó el jefe policial entre risas—. Es un asunto que tiene su miga, sí.
Por unos segundos, ambos hombres quedaron en silencio. Yesqueros parecía valorar el tema, los pros y los contras. Dio una calada a su habano y expelió el humo. Apuró un trago de su copa de coñac tras moverla en círculos, con parsimonia, dejando que el licor girara.
—Mira, Alsina —dijo por último—, es evidente por lo que me cuentas que algo pasa en esa finca. ¿Qué es? No lo sé, quizá tenga relación con lo que los yanquis estén sacando de las instalaciones de Wilcox en el sur de la Cresta del Gallo. Los del búnker, no sé por qué, quieren saber de qué se trata y por eso capturaron a la puta, ella debía de saberlo. No les dijo nada, está claro.
—Hasta ahí estamos de acuerdo.
—¿Estás seguro de que la otra prostituta, la rubia, está muerta?
—No, pero creo que lo más lógico es pensarlo.
—¿Has llamado a su casa?
—No. Herminio Pascual, de Madrid, me envió su informe de antecedentes.
—¡El bueno de Herminio! Somos amigos de toda la vida. El lunes lo llamo, hablaré con él con discreción, si te parece le diré que envíe un par de muchachos a casa de la familia de esa chica...
—Veronique o, si prefieres, Assumpta Cárceles Beltrán. Pero, aguarda, mejor llamo yo a su casa.
—Como quieras.
—Mientras tanto... la clave está en que hay gente desaparecida. A los del búnker eso se la trae al pairo, claro, pero sería una buena forma de hincarle el diente a don Raúl. No son amigos de aperturas y los tecnócratas han hecho buenas migas con los americanos. Me consta que han tanteado a algún juez para obtener una orden de registro, pero la finca es inmensa y el propietario, un miembro destacado del Régimen. Están muy cabreados.
—¿Y si yo localizara los cadáveres?
Guillermo Yesqueros suspiró ruidosamente:
—Eso sería otra cosa. Si fueran a tiro hecho, sabiendo lo que hay ahí dentro, quizá podrían mover hilos en Madrid e inclusa conseguirían una orden. Se enfrentan dos facciones muy potentes, Alsina, pero sí, si das con los cadáveres, yo de ti daría el soplo al comisario, me asignarían a mí el caso y quizá se podría entrar para ver qué coño está pasando ahí.
—De acuerdo entonces.
Iba a separarse de su interlocutor dando por terminada la conversación, cuando éste lo interpeló:
—Oye, Alsina...
—¿Sí?
—Eres bueno. Si te reincorporas después de la excedencia, me gustaría que trabajaras con nosotros.
—No sé, te lo agradezco, pero lo de los televisores me va bien y no tiene tantas complicaciones.
—Chico listo. ¿Dónde has estado metido todos estos años?
—En una nube lejana, amigo, en una nube.
La tarde dejó paso a la noche, era invierno, y todos brindaron por la marcha de Julio, quien, algo azorado, insistía en que sólo se iba para una semana.
Poco a poco la gente se fue despidiendo, hasta que sólo quedaron Rosa, Alsina y la pareja de anfitriones. Blasales sirvió una cena con las sobras y se marchó a su pueblo en la motocicleta de su novio. El detective apenas probó el alcohol durante la cena. Antes de que abandonara el piso, dando fin a una agradable velada, Ruiz Funes hizo un aparte con él y le dijo, entregándole una tarjeta:
—Cuando llegues a Barcelona, llama a este número. Desde una cabina, ojo. Es del consulado de México. Pregunta por Juárez y te dirán. Es un buen amigo y quiere ayudarte, quiero que te entrevistes con él.
—¿Cómo?
—Tú haz lo que te digo, ¿de acuerdo?
Asintió pese a que no sabía ni media palabra de qué trataba aquel asunto. Había aprendido a seguir al pie de la letra las instrucciones de Joaquín, porque siempre daba en el blanco. Daba la sensación de saber más que nadie de las entretelas del sistema y eso hacía que él se sintiera, en parte, protegido.