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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

1969 (21 page)

BOOK: 1969
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—¿Como qué?

—Los vecinos que transitaban por las inmediaciones de la finca por la noche decían ver luces raras, voces extrañas y sonidos que ponían los pelos de punta. Como estruendos que surgían de pronto. Comenzaron a murmurar. Luego, con las desapariciones, todos nos asustamos más. Yo incluido. Algunos me dijeron que habían visto desde lejos figuras blancas, espectrales, pululando por los campos. Hablan de las ánimas benditas.

—Por eso hizo usted la procesión.

—Exacto. Vinieron a verme varios vecinos que habían visto luces, resplandores, en la finca de don Raúl. Hacia el monte.

—¿Donde tienen la casa los americanos?

—Sí, y más arriba.

—¿Cómo puede visitarse aquello? Me gustaría echar un vistazo.

—Imposible. La finca es enorme y la casa de don Raúl está en el centro, rodeada de hectáreas de árboles: algarrobos, almendros... Luego la casa de los americanos está más adentro aún, a varios kilómetros de distancia.

—¿Qué clase de empresa es?

—De fertilizantes, creo.

—¿Y sacan los materiales de la finca?

—No, creo que en La Casa los procesan o algo así. Los materiales los sacan de la sierra, al sur de la Cresta del Gallo. Si entra usted por el puerto del Garruchal, yendo hacia Murcia, uno de los primeros caminos a la izquierda. Los camiones son inmensos, van y vienen continuamente de la finca a la montaña.

—Ya. Y la empresa, ¿se llama?

—Wilcox.

—Don Críspulo...

—¿Sí?

—¿Cree usted que puede haber una relación entre la llegada de los americanos y los sucesos extraños?

El cura pareció concentrarse.

—Primero vino míster Thomas, y no pasaba nada. Él está muy bien relacionado y trajo la empresa. Después..., quizá sí.

—¿Y qué cree que está pasando?

El joven sacerdote se incorporó sobre la mesa como tomando impulso y dijo:

—Hay cosas que no se pueden explicar bajo los parámetros de la razón. Supongo que algo habrán hecho, a alguien habrán molestado y se ha provocado todo esto.

—¿Algún cementerio?

—Hay gente enterrada por ahí, sí, de cuando la Guerra Civil; quizá con tanto remover tierras... No me miren así. La misma Fe es algo irracional, Alsina, no estaba de más hacer una rogativa y protegernos.

—Al alcalde no le gustó la idea. —El pedáneo pensaba que aquello podía dar mala fama al pueblo.

—Ya. Bien, me ha sido usted de mucha ayuda, le agradezco sinceramente que nos haya atendido. Todo lo que nos ha contado es confidencial, y espero que me disculpe si le hemos causado alguna molestia.

Por primera vez desde que lo conocieran, don Críspulo esbozó algo parecido a una sonrisa al oírlo.

—No hay de qué.

Ambos le estrecharon la mano y salieron al patio:

—¿Te apetece un café? —ofreció él.

—Sabes que no deben vernos a solas por la calle, Julio.

—Ya, pero ¿y aquí?

—Les he contado una trola, les he dicho que eres un policía que investiga un caso de una descarriada a la que yo atendía en el Auxilio Social.

—Ah...

—Es por mis padres. No creas, me gustaría charlar un rato.

El detective quedó pensativo por un momento. Luego sacó su bloc de notas y dijo:

—Mira, esto es lo que haremos.

Minutos después, Rosa pulsó el timbre del cuarto derecha en el lujoso portal de la avenida de José Antonio cuyo número le había anotado Julio.

—¿Quién es? —contestó una voz femenina.

—Rosa —contestó según lo convenido.

La puerta se abrió y encaró el recibidor hasta llegar al ascensor. El corazón le latía desbocado, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuese a un encuentro amoroso de los que sólo se daban en las novelas de amor. Entró en el ascensor, que olía a limpio.

Llegó al cuarto piso y le abrió una joven bien parecida:

—Pase.

La siguió y, tras atravesar un lujoso pasillo con el suelo de madera y con alguna que otra escultura griega, llegó a un amplio salón donde le aguardaban Julio y un caballero bien parecido.

—Éste es mi amigo Joaquín —dijo él.

—Bienvenida a mi casa, Rosa, los amigos de Julio son mis amigos. ¿Quiere usted tomar algo? ¿Un café? ¿Una Coca—Cola? ¿Un licorcito?

—Un café —contestó sonriente.

Ruiz Funes hizo un gesto a la criada, quien fue a buscar lo que le pedían. Rosa tomó asiento en un sofá junto a Alsina mientras el anfitrión fumaba en pipa en una butaca, ante ellos. Tenía un libro en el regazo que le daba un aire ciertamente sofisticado.

—¿Qué lee? —preguntó ella intentando entablar conversación.

—Algo prohibido; no quiera saberlo o tendría que denunciarme.

Los tres rieron la ocurrencia de Joaquín.

—Puede usted tutearme —dijo Rosa mirando a Alsina como buscando su aprobación.

—Me dice mi amigo Julio que tenéis ciertas dificultades para poder charlar con tranquilidad sobre el caso. Bien, mi casa es vuestra casa, y descuida, Rosa, que mientras yo sea el dueño de esta vivienda, aquí estarás a salvo, pues me encargaré personalmente de que vuestros encuentros se mantengan dentro de los estrictos límites de la decencia. Este tunante está vigilado por mí, y ésa es garantía más que suficiente.

Ella sonrió. Aquel tipo le leía el pensamiento.

Ruiz Funes siguió hablando:

—Pero... Me dice Julio que habéis hablado con el cura del pueblo. Contadme, contadme...

La joven y el policía en excedencia le narraron la extraña historia que les había relatado el sacerdote.

—Vaya... ¿Hablamos entonces de sucesos paranormales? —preguntó el anfitrión con aire divertido.

—No creo en esas cosas —sentenció Julio.

—¿Y qué otra explicación cabe? —intervino la joven.

—Creo que hay algún asesino operando en la zona y la superstición ha hecho el resto. Aquella es gente humilde, creen en supercherías.

—¿Un asesino, dices? —repitió Joaquín.

—Sí, y me temo que alguien importante. Todo apunta a don Raúl o a míster Thomas, el americano.

Entonces les contó su entrevista con Jonás y el asunto de la paliza de los hombres de don Raúl a Pepe «el Bizco».

—Eso no cuadra con tu historia de un asesino múltiple, sino con una simple lección de un cacique a los lugareños —observó Ruiz Funes.

Alsina asintió. El dueño de la casa aprovechó para recordar lo que les había dicho el tonto del pueblo sobre unos «ángeles blancos». Resultaba llamativo, sí. Los tres se miraron como dudando.

Quedaron pensativos durante un buen rato; habían llegado a un punto muerto.

En aquel momento, Rosa dijo de repente:

—Debo irme, es tarde.

—Sí, sí —asintió Alsina—. Sal tú primero.

Ruiz Funes los miró sonriendo con cariño. Sabía lo que era eso, una vida de subterfugios, de encuentros fugaces y de simulación. Así era aquel mundo en que vivían, y que a veces le asqueaba.

Alsina madrugó mucho al día siguiente, pues quería acercarse hasta Torre Pacheco, la localidad más populosa del campo de Cartagena, donde esperaba hacer ventas provechosas. Salió a la calle a las ocho menos cuarto tras tomar un buen café y se encontró en el portal con Clarita, que vomitaba apoyada en el marco del enorme portón. Se acercó solícito y le apartó el pelo de la cara para que no se manchara. Entre arcada y arcada, la adolescente acertó a decir:

—Me ha sentado mal el desayuno.

Entonces observó que detrás de él surgían los inquilinos del bajo, los plataneros, Blasa y Joaquín. Ella, que ya le había visto protagonizar aquel incidente con la joven en el pequeño garaje en que don Serafín encerraba el seiscientos, se lo quedó mirando con muy mala cara. Como reprobándole algo. Continuaron su camino.

Alsina decidió avisar a la madre de la chica, pero ella se apresuró a decir:

—No, no, no la molestes. Estoy bien, estoy bien.

Se quedó mirándola pensativo. Tenía realmente mala cara y estaba pálida como la cera.

—Me ha sentado mal el desayuno.

—Ya. Lo has dicho antes.

La joven lo miró con mala cara y abandonó el portal de camino al colegio sin despedirse. El policía salió de allí a toda prisa y subió al coche algo molesto por la mirada de «la platanera». Durante el trayecto tuvo mucho tiempo para pensar. Una joven de conducta algo alocada, bueno, una niña, con náuseas matinales de las que no quería que su madre supiese nada. Estaba embarazada. Pensó en don Serafín. ¿Sería suyo? Definitivamente, aquel tipo estaba metido en un buen lío. Por si no fuera poco padecer, sufrir y mantener a aquella insoportable prole, había dejado embarazada a una adolescente. A una vecina. Quizá debía avisarle. No. No era asunto suyo. Él solito se lo había buscado. Bastantes problemas tenía ya él.

Su mente volvió al caso: Ivonne y Veronique habían acudido a una fiesta, probablemente en la finca de don Raúl. Seguro que para atender a los americanos. Después de aquello, la Político Social fue por Ivonne. De Veronique nada se sabía. ¿Qué habían hecho? ¿Habrían robado algo?

Quizá se pasaron de listas y hablaron de su famoso diario. Sí, era lo más lógico. Por eso se llevaron a la chica al «Picadero», donde había sido torturada antes de que la hicieran volar desde la torre de la catedral. Seguro que la hicieron hablar y recuperaron el diario, sabían resultar muy convincentes. Le asqueaban. ¿Y Veronique? Muerta, seguro. No le cabía la menor duda.

Luego pensó en aquel desgraciado de Honorato Honrubia, que supuestamente había despachado a Antonia García. Era inocente. La prueba de cargo que le había endosado el muerto era falsa, eso era seguro. Y luego estaba lo del robo de la fotografía en casa de la joven, el día de su sepelio. No faltaba nada más, ni dinero ni joyas, sólo la foto. Por esos días el tal Robert ya se había ido a América, luego el robo debía de haberlo perpetrado algún amigo. Sara López, la madre de la chica, decía que un amigo de Robert, Richard, se había quedado turbado al ver la instantánea. ¿Por qué?

Le pareció obvio que Robert, que debía de tener mujer e hijos en Indiana, se había encoñado con una lugareña y la había dejado embarazada. Mal negocio.

Luego estaba lo de los cazadores. A Pepe «el Bizco» ya le habían dado una lección por cazar en los terrenos de don Raúl, y pese a ello, su amigo Sebastián y él mismo habían seguido cazando en El Colmenar. Una cosa es matar un par de liebres, pero tirar a los jabalíes era harina de otro costal. Se les sacaba mucho rendimiento en las monterías. El perro de Jonás,
Hocicos,
también había desaparecido con ellos. Podía ser una buena pista.

Su mente siguió trabajando como antaño. Paco Quirós y su novia habían estado junto a la finca, en el coche, él había visto las rodadas. Y habían desaparecido. Podían haberse ido del pueblo a empezar una nueva vida, sí, pero ¿con un coche robado? Aquello no encajaba.

Todas aquellas desapariciones que habían alentado en los lugareños la aparición de rumores de seres blancos, de ánimas que hacían desaparecer a la gente, bien parecían tener una explicación lógica, pero había algo que no le convencía. Todos aquellos incidentes tenían un nexo común: El Colmenar. ¿Qué estaba pasando en aquella finca? ¿Habría algún asesino operando en la zona amparado en la seguridad de la empresa americana? ¿Sería el propio don Raúl? ¿Míster Thomas, quizá?

Una cosa era segura: lo averiguaría.

Cada vez crecía más en él la necesidad de acercarse a la finca, de colarse en su interior a investigar, a ver qué pasaba. Era peligroso sí, pero sabía que no tardaría en hacerlo.

Las cosas en Torre Pacheco le fueron bien. No sólo colocó cuatro televisores, sino que vendió una partida de cincuenta transistores. Aquello iba viento en popa. En el momento en que subía al coche en la avenida de la Estación, y antes de ponerlo en marcha, levantó la mirada y vio una furgoneta blanca de reparto de comestibles. Un joven con bata blanca se afanaba subiendo y bajando mercancías del vehículo. Alsina descendió de su coche a echar un vistazo.

Mientras el repartidor volvía al interior de un comercio de comestibles situado a unos pasos, miró el lateral de la camioneta. «Métodos evolucionarlos de avituallamiento Moliner», rezaba un inmenso rótulo.

El joven volvió.

—¿Es usted David? —preguntó el detective.

—Sí, claro —contestó el otro, un joven alto, moreno, de pelo abundante y desgreñado.

—Julio Alsina. Soy policía —aclaró el vendedor de televisores mostrando su placa.

El joven repartidor lo miró con suspicacia.

—¿No vende usted televisores? Le he visto en la tienda de Matías.

—Es una tapadera —mintió—. Investigo la muerte de Antonia García.

Lo había dicho con tanta seguridad que su interlocutor mordió el anzuelo. —¿Pero no estaba resuelto ese asunto? Trincaron al novio, ¿no?

—Sí, en efecto, así es, pero se suicidó hace un par de semanas en la cárcel, y antes de cerrar el caso estamos haciendo unas comprobaciones de rutina.

—Pues usted dirá —dijo David apoyado en su carretilla—. No sé en qué podré ayudarle yo, pero si se empeña...

—¿Visita usted La Casa?

—¿Cómo?

—La Casa, en la finca de don Raúl, donde los americanos.

—¡Ah, sí! Claro.

—¿Va muy a menudo?

—Un par de veces por semana. A veces casi a diario. Depende de los pedidos que hagan. Suelen traérselo todo de Madrid en unos camiones inmensos; género de primera, se cuidan como reyes; pero hay productos que necesariamente compran aquí, ya sabe, fruta y cosas perecederas.

—¿Son muchos?

—Va variando según épocas, pero normalmente entre treinta y cuarenta. Ha habido momentos en que han llegado a juntarse allí casi cien tíos, y no vea usted cómo comen. Sobre todo los de seguridad.

—¿Seguridad?

—Sí, gente armada, yo creo que antiguos militares, porque llevan armas de ésas como las de las películas de guerra. Unos mastodontes.

—Ya. La casa será grande.

—Sí, sí. Muy grande. Tienen un pequeño campo de golf, pistas de tenis, piscina e incluso saunas. Trabajan mucho, pero luego descansan bien. Hacen turnos de tres días seguidos y luego libran cinco. Suelen irse a Madrid o a Barcelona. Los llevan en avión desde San Javier.

—¿Van mucho por el pueblo?

—Los que se quedan durante los días de descanso en La Casa, no. ¿Para qué? Allí tienen de todo.

—¿Es fácil llegar a La Casa?

—No, hombre, hay que atravesar la finca, pasar junto a la casa de don Raúl y luego tomar un camino entre olivos en el que hay varios controles con gente armada.

BOOK: 1969
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