1969 (18 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: 1969
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Julio había adquirido un Simca 1000 de segunda mano, un coche de 1962, muy bonito, pintado en crema, y con la tapicería de color naranja. Había tenido que luchar para lograr un buen precio, pero, cómo no, Joaquín conocía al dueño de aquel taller situado en Santiago y Zaraiche, un tal Eusebio.

—Bueno, tenemos que echarle el alboroque.

—¿Cómo?

—Joder —masculló Ruiz Funes con fastidio—. ¡Estos madrileños...! Echar el alboroque, hostias, cuando se compra algo nuevo hay que celebrarlo, convidar a los amigos.

—¡Ah, bueno! No hay problema.

—Pues vamos a Corvera, a la Venta del Cojo, hacen unas migas de muerte.

—De acuerdo. ¿No estará muy lejos?

—Quiá. Además, te vas a forrar, amigo, has hecho bien en salir de aquella cueva de torturadores. Los odio.

—Sí, me alegro de alejarme de aquello.

Alsina quedó en silencio por un momento, debía incorporarse a la plaza Circular y necesitaba concentrarse.

—Por la Gran Vía y luego hacia el barrio del Carmen —le indicó Joaquín.

—Casi el mismo camino que a La Tercia.

—No se te va de la cabeza el asunto, ¿no?

Asintió con la cabeza e hizo sonar el claxon a la vez que gritaba a otro conductor:

—¡Tío loco!

—No puedes negar que eres madrileño, desde luego. Os gusta conducir como bárbaros.

Sonrió. A aquella hora había bastante movimiento por la Gran Vía.

—Intentaré hacer pesquisas a la vez que vendo tus televisores.

—¿Ves? Lo sabía.

—No, no, discretamente.

—Ya.

—De hecho, después de comer me gustaría que nos pasáramos por allí, quiero ver una cosa y me gustaría que me acompañaras.

—No irás a meternos en un lío, ¿verdad?

—No, no, será un momento.

Tardaron más de una hora en llegar a Corvera, pues una vez más les tocó subir el puerto detrás de un camión que parecía a punto de reventar. Comieron bien, migas con tropezones, regadas con vino tinto. Julio se bebió dos vasos como si nada. Notó que Joaquín lo miraba con cierta suspicacia.

—No voy a caer, descuida —dijo muy serio.

Tomaron café entre requiebros a la camarera, una joven de buen ver que lanzaba miradas incendiarias a Joaquín, quien cuidaba mucho de que su fama de galán no decayera. Alsina reía divertido por lo bajo. Ruiz Funes era listo, muy listo. A eso de las cuatro y media pusieron rumbo a La Tercia, cruzaron la carretera de Cartagena y se encaminaron hacia aquel pueblo que vivía momentos difíciles. Antes de llegar a la población, Julio giró a la izquierda por un camino de tierra, tras sacar la servilleta con el croquis que le había dibujado el mecánico. Pasó junto a la enorme verja que daba acceso a la finca de don Raúl y continuó hacia el norte. El camino estaba en mal estado por las recientes lluvias.

—Menudo estreno le estás dando al coche. Cuando te entreguen el mil quinientos de la empresa no se te ocurra darle estos tutes.

—Lo pagaré yo, ¿no? —contestó Alsina sonriendo cínicamente.

—Ahí me has dado. Comienzo a pensar si tenerte como subordinado no será un error.

—¿Ahora te das cuenta?

Conforme avanzaban hacia la sierra, el paisaje se hacía menos árido. Al principio no se notaba mucho, pero había más densidad de tomillos, de romeros, de jaras e incluso algún lentisco. Luego comenzaba a aparecer alguna que otra coscoja, y algarrobos, olivos y almendros fueron sustituidos por pinos carrascos. Pasaron junto a un pequeño caserío abandonado, Los Mosquites.

—Aquí debe de ser —dijo Alsina.

Detuvo el coche junto a unas casas abandonadas. Miró el croquis y bajaron. Hacía buena tarde. A lo lejos volaba un águila perdicera emitiendo sonoros graznidos.

La sierra de Columbares quedaba a un paso. Aquella zona lindaba con la parte norte de la finca de don Raúl, que llegaba hasta la misma falda del monte.

—Aquí —apuntó Julio, caminando hacia un pequeño recodo del camino donde éste se ensanchaba tras unas inmensas adelfas.

Se puso en cuclillas, miró el suelo y explicó:

—Hace quince días que Paco Quirós y su novia, Pascuala, desaparecieron sin dejar rastro. Antonio dice que su hermano solía venir aquí con la novia. Mira.

Joaquín Ruiz Funes se arrodilló y vio unas huellas profundas en aquel lateral de un camino perdido.

—Son anchas, de un coche grande.

—¿Un mil quinientos?

—Bien podría ser, sí.

—O sea, que estuvieron aquí. Si pensaban fugarse lejos, lo lógico es que se hubieran largado de inmediato y no que se vinieran aquí a echar un «feliciano».

—Más bien.

Observaron otras huellas de automóvil más secas y menos evidentes. Eran más estrechas.

—A veces venían con el seiscientos del hermano del chico, el mecánico —dijo Alsina—. Éste es el sitio, no hay duda.

Intentaron echar un vistazo por el camino que llegaba a su fin en una valla de madera, junto al monte.

—Sigue hacia adentro —observó Joaquín.

—Sí, se mete en la finca de don Raúl. Debe de tener muchos accesos secundarios como éste. Parece una finca inmensa.

No encontraron más huellas, pues el camino era de gravilla.

—¿Qué les pasaría? —preguntó Ruiz Funes.

Quedaron en silencio escuchando el sonido del viento. Aquello era relajante.

—Es lo que pretendo averiguar. Piensa en Ivonne. Todo el que se acerca a esta finca, desaparece o muere.

—Como los dos furtivos.

—Como los dos furtivos. ¿Te importa que pasemos por el pueblo? Tengo que ver a una persona.

—¿Al cura?

—Quiá, ése no quiere hablar. Será rápido.

—No tengo prisa.

—¡Pues anda que yo...! Te recuerdo que estoy en excedencia. Por cierto, ¿cuándo empiezo?

—Tengo los catálogos en mi casa, podrías empezar poco a poco, si te parece.

—Me parece, Joaquín, me parece. Vamos al coche.

La pequeña tienda de Sara López, la madre de Antonia García, era apenas un cuarto de dos por dos metros sito en una casa baja y encalada de la calle principal. Una puerta de madera, con un cristal, quedaba abierta hacia fuera y hacía las veces de expositor. Allí se mostraban, colgadas de cordeles con pinzas de la ropa, desde revistas de actualidad hasta sobres de papel con pequeños soldados de plástico, Grupos de Combate, se llamaban; recortables de muñecas, álbumes y sobres de cromos; el
Teleprograma
y pegatinas para la ropa completaban aquel colorido muestrario. En su interior se vendían pequeños muñecos de indios y americanos, golosinas y pastelitos de Mi Merienda, que incluían delicias como el Bony, el Tigretón o los Bucaneros. Alsina entró acompañado de Joaquín y mostró su placa a una señora de negro que permanecía sentada junto al brasero haciendo punto. Se presentó:

—Julio Alsina, policía.

La mujer dio un respingo y se levantó de inmediato, alarmada:

—¿Pasa algo? —acertó a decir.

—No, no. Éste es mi compañero Ruiz Funes. Simplemente, reviso el caso de su hija. La acompaño en el sentimiento.

—Gracias. Hace ya más de tres meses y no me acostumbro. ¿Les apetece un café con leche? Hace frío.

—Sí, no vendría mal.

La señora, de luto, delgada y algo avejentada, pasó junto a ellos y cerró la puerta del pequeño comercio. Entonces los hizo entrar por otra que se abría tras el humilde y desvencijado mostrador. Llegaron a una coqueta cocina con un sofá, una mesa de formica verde y un mueblecito con una televisión. Funes miró a Julio como diciendo, ¿ves?

Tomaron asiento en el sofá.

Mientras la buena mujer disponía la cafetera les aclaró:

—Ese hijo de puta que me robó a mi hija se ahorcó, ojalá que se pudra en el infierno.

—Sí, así fue. Pero querría hacerle unas preguntas. Es para el archivo, lógicamente no caben más apelaciones y se va a cerrar el caso. Pero yo llevo los últimos flecos —mintió una vez más, lo que, decididamente, se empezaba a convertir en una costumbre.

—Usted dirá.

Sara se sentó en una silla frente a ellos. Era menuda y flaca, sus brazos, nervudos, y las ojeras que mostraba evidenciaban que dormía mal desde hacía tiempo.

—Su hija Antonia —comenzó Alsina sacando un bloc para tomar notas— fue novia de Honorato Honrubia durante tres años y lo dejó.

—Así fue.

—¿Por qué?

—Tenía muy mal carácter.

—Ya.

—Sí, sobre todo desde que volvió del ejército. ¿Sabe?, antes de irse a la Legión era un buen chaval, pero allí, en Ifni, les daban de beber para que tuvieran valor, eran un legionario por cada veinte moros, y acabó alcoholizado. Cuando volvió era otro. Bebía a diario, y cuando bebía se ponía violento, muy violento.

—Su hija lo dejó por eso.

—Sí. Debe de ser el destino, ese desgraciado había nacido para quitármela. Primero perdí a mi marido cuando ella tenía tres años, me las vi y me las deseé para sacarla adelante, y ahora...

Sara comenzó a hipar mientras las lágrimas asomaban a sus ojos, pero en ese momento la cafetera silbó y se levantó como activada por un muelle, interrumpiendo su duelo sin más.

Siguió hablando mientras servía las tazas. Aquella mujer era admirable, se había repuesto en un momento tras un instante de debilidad. Julio supuso que la vida no debía de ser fácil en aquel lugar agreste y solitario.

—Creo que no pudo soportarlo, me refiero a verla feliz.

—Su hija tenía un pretendiente.

—No, no, un novio.

—El hijo que esperaba era de él, creo, y se iban a casar, ¿no? ¿Se llamaba?


Robes,
con t.

—Robert —anotó el policía en excedencia disimulando una sonrisa.

—Pues lo que yo he dicho. Era un sol, la quería con locura. Lo conoció en la playa, en verano, ella iba a bañarse al Mar Menor, a Santiago de la Ribera, y allí una amiga y ella hicieron amistad con unos ingenieros americanos.

—De la empresa que opera en la finca de don Raúl.

—Esos, así conoció al
Robes.
¡Qué hombre! Es ingeniero. Se fue el día antes de que ese desgraciao la matara. No dejó ni pasar un día, en cuanto la supo sola..., pero no crea,
Robes
iba a volver por mi hija,
p'a
casarse. Él vive en
Diana.

—¿Indiana? —terció Ruiz Funes.

—Eso.

—¿Podríamos ver la habitación de su hija? —pidió Alsina apurando el café.

—Sí, claro. Si les sirve de algo...

La mujer los guió escaleras arriba hasta un cuartito. El papel de la pared era granate y simulaba motivos arborescentes, a la moda. Antonia García tenía un armario muy antiguo, de madera vieja. Junto a la cama, había una pared llena de fotografías de fotonovelas.

—Le encantaban las fotonovelas. Yo se las guardaba —dijo la pobre mujer.

—Ya —asintió el policía—. ¿Y ese hueco?

Obviamente, en mitad de la pared faltaba una fotografía. Pequeña.

—Se la llevaron cuando el robo.

—¿El robo?

—Sí, el mismo día del entierro de mi hija entraron aquí a robar.

—Vaya, espero que no corriera usted peligro.

—No, no, si yo estaba en el cementerio...

—¿Y eso fue?

—El dieciséis de octubre. Me forzaron la puerta de la tienda, entraron por ahí. Se aprovecharon de que todo el pueblo estaba en el entierro de mi hija.

—Vaya. ¿Y le robaron mucho dinero?

—Pues no, curiosamente había dinero en el cajón del mostrador, pero no lo tocaron.

—Qué raro. ¿Joyas?

—No, sólo tengo un par de cosas de la familia en un joyero en mi dormitorio, pero tampoco se las llevaron.

—Se llevaron la foto.

—Sí —asintió Sara López muy orgullosa—. Es que estaba guapísima.

—¿Sola?

—No, no, con el
Robes.
Recuerdo que unos días antes de irse vino con otro compañero,
Rischard,
y el
Robes
se la enseñó muy hueco. El otro la miró como con celos —y la mujer, tras mirar con discreción a ambos lados, añadió como el que hace una confidencia—: Yo creo que también le gustaba mi hija.

Julio y Joaquín se miraron.

Volvieron a bajar por aquellas estrechas escaleras tras echar un vistazo al armario y la mesita de noche de la joven, donde no hallaron nada raro. Cuando llegaron a la tienda y antes de despedirse, Alsina preguntó:

—¿Vive usted desde siempre en el pueblo?

—Aquí nací y aquí me moriré, sí.

—Entonces conocerá a todo el mundo.

—Claro, esto es muy pequeño. Aquí nos conocemos todos.

—¿Conocía a los dos hombres que desaparecieron? Me refiero a los que cazaban sin permiso.

—Pues claro, de toda la vida.

—Pepe «el Bizco» no tenía familia.

—No tenía, no.

—Pero lo que me extraña es que la familia del otro desaparecido, Sebastián, se marchara del pueblo tan pronto. Apenas hace un mes que desapareció. ¿No le parece que ha pasado muy poco tiempo?

—No sé, eso no es asunto de mi incumbencia. Hable usted con Jonás, el cabrero. Tiene unas tierras más allá de la casa de míster Thomas, en la carretera de Sucina. Es primo del Sebastián y desde pequeños iban mucho juntos. Eran íntimos.

Alsina permaneció silencioso por un momento. Al cabo dijo:

—¿Conoce usted a alguien que tenga tratos con los americanos? ¿Alguien del pueblo que conociera a Robert?

Ella hizo memoria:

—Daniel, el chico que conduce el camión de reparto de comestibles. Trabaja para una tienda de Torre Pacheco, él va mucho por La Casa.

—¿La Casa?

—Sí, está más adentro de la finca de don Raúl, la de los americanos. La llamamos así, La Casa.

—Ah.

El detective volvió a quedar pensativo, examinando su siguiente movimiento:

—Doña Sara, ¿cree usted que están pasando cosas raras en este pueblo?

Se quedó mirándolos muy seria, como sopesando la respuesta, y contestó:

—A mí todo me da igual. Yo no digo ni que sí, ni que no, pero cuando la gente habla...

Salieron de allí con el corazón encogido. Hacía frío y el viento soplaba con furia en aquellos páramos. Entonces, para terminar de desmoralizarles, justo cuando llegaban donde el coche, vieron al tonto del pueblo sentado en la parada de autobús en la plaza del Teleclub.

—Me llamo Alfonsito —dijo.

Ni le contestaron.

—Los ángeles blancos vendrán a por ti y a por ti —añadió el tonto señalándoles.

—¿Cómo? —dijo Julio.

—Sí, son ángeles, pero se llevan a los que son malos, como vosotros. Yo los he visto y no me llevaron.

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