Antonio Quirós se quedó mirando al policía fijamente y espetó:
—¿De dónde es usted?
—De Madrid.
—Pues aquí, en Murcia, en la huerta, cuando uno quiere a una moza y la moza lo quiere a él, y la familia de la zagala se opone, lo que uno hace es llevársela. Una noche. Una noche, don Julio. A los Baños de Mula. Luego se vuelve, y como la moza ya no es... ya sabe usted.
—Virgen.
—Eso, pues ya no hay peros a la boda. Le recuerdo que lo de mi hermano fue hace más de un mes y también que el coche era de un cliente del taller del señor Dimas, eso es un robo. No me casa, don Julio, no me casa.
—¿Le dijo su hermano adónde iba a ir después de enseñarle el coche?
—Pues claro, a darle una vuelta a la Pascuala y luego, ya sabe,
ande
Los Mosquites.
—¿Cómo?
—Sí, un caserío abandonado, por el camino que rodea la finca de don Raúl.
—¿Me lleva allí?
—No puedo; el negocio... Además, es de noche.
—¿Podría indicarme el lugar haciéndome un plano?
—Claro.
Le tendió una servilleta y el joven le hizo un croquis con un bolígrafo Bic que sacó del bolsillo de su mono de trabajo azul. Mientras el mecánico anotaba, el policía preguntó:
—¿Y qué hay de los dos cazadores desaparecidos?
—Ese asunto está claro —sentenció Antonio Quirós.
Alsina iba a preguntar qué quería decir el joven con su frase, pero no tuvo tiempo: reapareció el camarero en la barra. Jadeaba. Los miró sin disimulo. Al momento sonó la cortinilla de bolas de la entrada; era el pedáneo.
—¡Vaya! —dijo entre aspavientos—. ¡Si está aquí la policía!
En cuanto vio venir al alcalde, Antonio Quirós farfulló una disculpa y abandonó el bar, no sin antes entregar la servilleta con el plano a Alsina con mucho disimulo. Éste la guardó en el bolsillo del pantalón, bajo la mesa.
—Iba a decirle que se sentara, señor alcalde, pero ya lo ha hecho usted.
—Pedáneo, amigo, pedáneo. ¡Una cerveza, Infantes! ¿Usted se llamaba?
—Alsina, Julio Alsina.
—Ya.
—Usted era don Edelmiro, ¿no?
—En efecto, Edelmiro García. El mismo que viste y calza.
El camarero trajo la cerveza y el pedáneo dio un buen trago.
—¡Qué buena! —elogió—. ¿Y qué le trae por aquí? Le ha tomado usted gusto al pueblo...
—Investigo una desaparición. La del hermano de Antonio.
—Paco Quirós se llevó a la novia. Los padres de la Pascuala no querían que la rondara y se fugaron. Punto —dictaminó el pedáneo con cara de pocos amigos, mirándole con rabia desde sus profundos y primitivos ojos negros de labriego.
—¿Y los dos cazadores? —inquirió de manera abrupta el detective a la vez que consultaba su bloc de notas—. Sebastián y Pepe «el Bizco» creo que se llamaban.
—No tengo ni idea de eso.
—Pero desaparecieron, ¿no?
—No hay puesta ninguna denuncia.
—Me gustaría hablar con sus familiares.
—La familia del Sebastián se mudó a Gerona hace tres semanas y el Bizco era soltero, no tenía a nadie.
—¿Adónde se dirigían a cazar?
—No lo sé.
—Eran furtivos, ¿no?
—Sí, eso todo el mundo lo sabía. Créame, no es buen asunto ir por ahí a colarse en fincas ajenas y agotarles la caza.
—Ya. ¿Cazaban por la finca de don Raúl? ¿Sabe usted si se colaban en ella?
—Nunca hubieran tenido cojones para hacer algo así; aquí, a mi jefe se le respeta.
—¿Le temen?
—No, he dicho que se le respeta. No cambie usted mis palabras. Don Raúl ha hecho mucho por este pueblo.
—Trajo a la empresa americana ésa, ¿no?
—Exacto.
—Se dejarán sus buenos dineros.
—Sí.
—¿Y paran mucho por el pueblo?
—No, no, en La Casa tienen de todo.
—¿La Casa?
—Sí, donde la empresa, más allá de la finca de don Raúl tienen una casona que él les restauró. Hay de todo, piscina, cocinas, un mini bar y hasta un pequeño campo de golf, no necesitan salir de allí.
—¿Les organizan ustedes fiestas?
El otro lo miró con cara de pocos amigos. Era obvio que sabía de qué estaban hablando.
—No —repuso secamente.
—El otro día me llamó la atención lo de la rogativa. El pueblo parece nervioso por las desapariciones.
—Ya le he expuesto los dos casos. Todo tiene una explicación lógica.
—Y queda lo de Antonia García.
—Eso no fue una desaparición, fue un crimen. Y el asesino pagó como debía. Así se pudra en el infierno.
—¿Está seguro de que fue él?
Comprobó que había dado en el blanco, pues su interlocutor se movió como si hubiera encajado un golpe imaginario. Lo miró sorprendido, sus ojos parecían decir «¿cómo sabe usted eso?», pero en unos segundos Edelmiro García, alcalde pedáneo de La Tercia, logró recomponerse lo suficiente como para farfullar:
—Honorato siempre fue muy violento, pregunte por ahí; ella lo dejó por eso.
Alsina comprendió que no debía apretar más. Se levantó y dejó unas monedas sobre la mesa.
—Ha sido un placer, don Edelmiro. Hasta más ver —se despidió.
Salió a dar un paseo por el pueblo. No le agradaba aquel tipo. Caminó calle abajo e intentó preguntar a un par de lugareñas, pero ambas cerraron las puertas de sus casas sin siquiera dirigirle la palabra. La gente tenía miedo. Volvió sobre sus pasos. Justo al llegar a la puerta de la ermita se dio de bruces con el cura, don Críspulo, que luchaba por arrancar un dos caballos, modelo Azam 6, haciendo girar la manivela que se insertaba delante del motor en caso de emergencia.
—¡Don Críspulo! —gritó caminando hacia él.
El cura lo miró con desconfianza y siguió a lo suyo.
—Julio Alsina, policía. Investigo una desaparición.
El joven sacerdote giró la cabeza, lo miró y, sin contestar, volvió a voltear la manivela. El motor comenzó a rugir, y se encaminó hacia la portezuela del coche.
—Espere —dijo Alsina tomándolo por el brazo—. Tiene que hablar conmigo, aquí ha desaparecido gente y...
—¡Tengo prisa, apártese! —exclamó el cura deshaciéndose del agarrón del policía con violencia. El sacerdote parecía muy asustado, nervioso. En un momento estaba subido en el coche, metió la primera, pisó el acelerador y salió de allí a toda prisa. Alsina se quedó inmóvil viéndolo alejarse.
Definitivamente allí había gato encerrado. ¿Qué pasaba en aquel pueblo?
Volvió por el seiscientos dando un paseo y ojeando las calles por aquí y por allá. No vio a nadie. Estaba oscuro y no había farolas, sólo alguna que otra bombilla sujeta a las paredes o colgando del tendido eléctrico. Comenzaba a refrescar. Decidió volver a Murcia.
Llegó a la pensión agotado. Se preparó un vaso de leche con magdalenas y se fue a dormir. Apenas pudo pegar ojo. ¿Qué estaba ocurriendo en La Tercia? Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en aquel pueblo, todo era extraño allí y la gente parecía asustada. La sombra del verdadero amo, don Raúl, lo cubría todo, y era evidente que su influencia movía absolutamente todos los hilos. ¿Sería un asesino psicópata? Quizá su íntimo amigo, míster Thomas, se entretenía cazando palurdos como si fueran conejos.
Un momento. Intentó ser racional: bien podía ser que las desapariciones tuviesen una explicación lógica y que no existiera ningún asesino operando en la zona. Antonia García era víctima de un crimen pasional; ¿y si fue de verdad Honorato Honrubia? No tenía mucha lógica que hubiera dejado el arma del crimen tan a la vista, pero cuando él era un policía de verdad, en los años en que había llevado cientos de casos, había visto de todo. Los asesinos eran así, brutales, incoherentes y a veces idiotas, por qué no decirlo. Por eso se les acababa echando el guante. Eran gente ida, locos, y no se podía entender su forma de actuar, a veces hacían cosas absurdas, sin explicación, que terminaban por provocar su detención. De ser así, bien podía ser que Honrubia hubiera colocado allí el cuchillo, en su taller, porque nunca pensó que fueran a buscarlo. Imbécil. O traicionado por su subsconsciente para ser capturado. Sí, bien podía ser así.
Pensó entonces en la desaparición de los dos cazadores: el alcalde pedáneo había insinuado que no era buen negocio ser furtivo. Eso era evidente. Pensó en que Antonio Quirós, el mecánico, le había contestado con una frase enigmática al preguntarle por los cazadores: «Ese asunto está claro», dijo. Las cosas en el campo eran así de broncas. No era la primera vez que un novillero dormía el sueño de los justos por colarse en una finca a «hacer la luna», y lo mismo podía ocurrir con los furtivos. Pensó en don Raúl. La finca era suya.
Quizá esos dos estaban criando malvas.
Y por último estaba el caso de Paco Quirós y su novia, Pascuala. Igual se habían fugado de verdad. Él no tenía coche y quería «llevarse» a la novia. Era plausible que se hubieran decidido a empezar una nueva vida lejos de allí. No le faltaba lógica a aquel argumento.
Por otra parte, quizá Ivonne se había suicidado de verdad y Veronique había cambiado de aires al saber lo de su amiga, simplemente. A lo mejor le estaba buscando tres pies al gato. Un delirio de borracho que buscaba algo a lo que aferrarse, un caso que diera sentido a su vida.
Pero no. Ivonne fue detenida, golpeada y llevada al «Picadero» por la Político Social. Él lo constató. Pero ¿por qué la habían interrogado? ¿Qué podía saber una pobre furcia? ¿Quizá buscaban su diario? Sí, eso era, el diario. Querían el diario de las jóvenes, que contenía notas comprometedoras.
Entonces pensó en Rosa. Su mente vagó hacia el seiscientos de don Serafín aquella misma tarde.
Sintió pena. Ella le había comprado un regalo. Hacía mucho tiempo que nadie hacía algo así por él. Era una muestra inequívoca de afecto.
No quería comprometerla. Él no era libre, y en una sociedad como aquella, su compañía no hacía sino perjudicarla. Rosa era esclava de sus rotundas convicciones, de su vida previa y de su militancia en Falange. Religión, castidad y sumisión al varón.
La recordó aquella misma tarde sin gafas y con el cabello suelto. Le había parecido guapísima.
¿Acaso estaba volviéndose loco? Hacía apenas unas semanas le parecía una solterona poco atractiva. Se durmió, una vez más, con una sonrisa en los labios.
—Pasa, pasa —dijo el comisario, don Jerónimo Gambín, sin apenas levantar la vista de
El Alcázar
—. ¿Qué se te ofrece Alsina? ¿Una copita?
Lo había dicho como con retintín, y además, eran las diez de la mañana, así que Julio le lanzó una mirada asesina que provocó que el otro dijera:
—Perdona, chico, olvidaba lo que se dice por ahí.
—¿Y qué se dice por ahí, si puede saberse?
—Se rumorea que has dejado de beber.
—Pues se rumorea bien, don Jerónimo.
—Vaya —murmuró el comisario, con una sonrisa que a él le resultó demasiado amable—. Pues no sabes lo que me alegro. Aquí necesitamos gente con ganas, sangre nueva. Cuando llegué estuve viendo tu historial y debo decir que eras un buen policía. Hasta que te perdiste el respeto a ti mismo, claro.
No contestó, por lo que el silencio llegó a poner violento al comisario, que se puso nervioso al comprobar que ya no podía mantenerle la mirada. Algo había cambiado.
—Bueno, bueno. Pero eso forma parte del pasado. Has mostrado ciertas aptitudes, ya sabes, cuando comenzaste a investigar el asunto ése de la puta que con tan buen criterio abandonaste cuando yo te pedí. —Alsina sintió que le daba un vuelco el corazón—. Pero, dime, dime, ¿vienes a pedirme tu reingreso en alguna brigada de las de verdad?
—Pues no —negó Julio para sorpresa de su jefe, que advirtió que su subordinado llevaba un papel en la mano.
—¿Cómo?
—Que no, que vengo a solicitar una excedencia de tres meses.
—No entiendo...
—Mire, don Jerónimo, usted se ha portado conmigo como un padre —mintió— dándome cobijo en la sección de documentos de identidad en mis horas más bajas.
—Y hacías bien tu trabajo.
—Sí, sí, pero he estado alejado del trabajo policial y me he dado cuenta de que, ahora, retomar aquella vocación será difícil. He tenido una oferta de trabajo, de Ruiz Funes.
—Ah, Ruiz Funes. No lo tuve a mis órdenes, pero dicen que era muy bueno, que ese tipo es la bomba, un rompebragas de cuidado, ya sabes —comentó aquel cabestro a la vez que se carcajeaba con malicia—. No para.
Julio rio para sus adentros y se ratificó en que su amigo Joaquín era un tipo listo, un superviviente que jugaba con los demás y con el sistema a su antojo.
—Bueno, pues Joaquín —continuó diciendo— me ha ofrecido unas representaciones muy buenas, de la ITT, para vender televisores.
—¡Ah, la televisión, el futuro! ¿Has visto
Historias para no dormir?
—Curiosamente, sí, el otro día vi un episodio.
—A mí me gusta «
La cabaña
», si lo reponen no te lo pierdas. ¿Y «
Es usted un asesino
»? ¿La has visto? ¡El asesino del paraguas! ¡Memorable! A mi señora le encantan esas historias, y luego, ya sabes, con el miedo, se arrima más a la noche.
Volvió a soltar una carcajada que al detective le resultó un tanto desagradable.
—El caso es que he pensado en probar suerte. El sueldo es bueno y este trabajo me viene grande.
—Sí, hay que ser muy hombre para ser policía —asintió aquel imbécil, que, al instante, y al darse cuenta de que había metido la pata, añadió—: Y más hombre para ver las limitaciones de uno mismo.
—Me pregunto si me firmaría usted la excedencia. No sé cómo andará de personal.
—Para ti, lo que sea, Julito, lo que sea. Pero ya sabes que pasados los tres meses, si quieres, aquí te esperará tu puesto. Eres como el hijo pródigo.
—No sabe usted lo que se lo agradezco —musitó Alsina sin poder evitar que se le escapara una sonrisa mientras don Jerónimo avalaba su solicitud con una costosa estilográfica de oro, una Parker. Salió de allí con un suspiro de alivio.
—No me la das con queso —dijo Ruiz Funes.
—¿Cómo? —replicó Alsina pisando el acelerador para salir del taller.
—Sí, esta repentina decisión, aceptar así la representación de la ITT pidiendo una excedencia...
—Tú lo dijiste, era una buena oferta.
—Que conste que tendrás que hacer un curso de ventas en Barcelona.
—No hay problema. ¿Cuándo?
—Ya nos avisarán, descuida.