Eran las cinco de la madrugada y hacía un frío de mil demonios. Jerónimo Gambín, el comisario, terminó de dar instrucciones a sus hombres con un plano desplegado sobre el capó de un 124 camuflado y se acercó a Alsina para decirle:
—Como te cueles otra vez, te capo. Si esto no sale bien, esta misma tarde estarás en manos de Guarinós. Me ha costado Dios y ayuda conseguir una orden de registro.
—No fallaré —aseguró Julio.
Dos agentes de uniforme cortaron la cadena del candado que cerraba una puerta metálica del camino lateral mientras todos subían a los coches. Cinco vehículos. Unos veinticinco hombres, todos armados, de confianza y preparados por si las cosas se ponían feas.
Aún era de noche cuando entraron en los terrenos de don Raúl.
—Es aquel depósito —dijo Alsina señalando la construcción que se recortaba con las primeras luces del alba.
Llegaron al lugar en unos minutos y bajaron de los vehículos. Los guardias hicieron un círculo guardando el perímetro. Iban armados con fusiles de asalto Cetme L, del 5,56.
El comisario, Guarinós y sus perros llegaron al depósito y lo miraron desde abajo. Estaba a unos siete metros de altura y se podía subir a él por una escalerilla situada en una de las cuatro patas que lo sostenían.
—Martínez —ordenó el comisario a un agente uniformado, que subió presto y pertrechado con una linterna.
El viento resonaba, gélido, helándoles el alma, y Alsina se sintió invadido por la expectación y quizá el pánico a haberse equivocado.
—No veo bien —informó el guardia desde arriba—. El agua está muy negra.
—Habría que conseguir abrirlo por debajo —apuntó el comisario—. ¡El soldador!
Los guardias dejaron pasar a un tipo vestido con un mono que se cuadró como si don Jerónimo fuera un almirante. Dispusieron una escalera y el operario se subió tras ponerse una máscara. Al instante encendió un soplete y comenzó a hurgar en la tripa del enorme depósito que más bien parecía una araña gigantesca o un monstruo antediluviano. En cuanto traspasó la hojalata el agua comenzó a rezumar, pastosa, negra y hedionda. Varias veces se le apagó el soplete, aunque, en previsión, el hombre llevaba otro de repuesto. Amanecía y la luz permitía ya ver algo. El operario había hecho un corte siguiendo el diámetro de la base porque las dos zonas de la chapa cortada comenzaron a doblarse sobre sí mismas haciendo que el agua saliera a raudales.
—¡Joder, qué pestazo! —gritó Guarinós.
Alsina sacó su pañuelo y se lo puso sobre la nariz.
El operario practicó otro corte, esta vez perpendicular al anterior. Cuando iba a llegar al centro de la base, se escuchó ruido de vehículos acercándose.
Eran los hombres de Wilcox. Tres
jeeps,
con unos doce hombres bien armados al mando de Richard. Bajaron y apuntaron con sus armas a los policías, que hicieron otro tanto. El sonido de los seguros de las armas que se soltaban, los chasquidos de los cargadores entrando en los rifles de asalto y las imprecaciones de los hombres se adueñaron de aquel solitario lugar. Había luz suficiente y todos se veían las caras.
—¡Tenemos una orden de registro! —gritó el comisario levantando un papel.
—¡Usted será el primero en caer! —respondió Richard.
Alsina sintió que la tensión se podía cortar: unos cuarenta hombres, con armas automáticas y divididos en dos bandos, se iban a liar a tiros de un momento a otro, se apuntaban, inquietos, y él no tenía ni un triste cortauñas para defenderse. Pensó en que debía tirarse al suelo en cuanto sonara el primer disparo.
—¡Tranquilos, tranquilos! —calmaba el comisario a sus propios hombres—. No disparéis, tenemos una orden, calma.
Un nuevo coche apareció en el camino. Del mismo bajaron don Raúl y míster Thomas.
—¡Esto es zona militar! —gritó el americano.
—Tenemos una orden —repitió el comisario por tercera vez.
Entonces, en el momento más crítico, se oyó un ruido muy extraño, fuerte, metálico. Como si un enorme monstruo herido se quejara tras años de haber permanecido inmóvil. Era un chirrido extraño, oxidado y lento que terminó por hacer reventar el fondo del depósito, cuyo contenido cayó sobre los dos o tres guardias que había debajo en aquel momento. Una lluvia de barro, agua, porquería y cadáveres inundó aquel bancal y dejó paralizados a los integrantes de ambos bandos. En cuanto pudo reponerse del susto, Alsina se dirigió al lugar en cuestión, pues se había apartado de allí de un salto, exactamente como los demás. Policías y americanos habían quedado juntos, paralizados, mirando aquel espectáculo dantesco y atroz. El hedor era insoportable.
Alsina acertó a ver varios cuerpos descompuestos de la manera en que sólo sabe hacer el agua. Sin ojos, sin cara, puro mucílago, pelos y restos de carne putrefacta y huesos quebrados.
Distinguió en uno de ellos el chaleco del pobre Cercedilla, el ufólogo, así como un mono azul de trabajo sobre un trágico muñeco que debía de ser Paco Quirós, el mecánico, medio entrelazado con otro horrible cadáver con falda y sin rostro, su novia Pascuala.
Había dos muertos más, vestidos con colores ocres y verdes, los furtivos, Sebastián y Pepe «el Bizco».
Algunos hombres vomitaban y otros apartaban su mirada de aquel lugar.
—Los tenemos —dijo Guarinós.
Richard gritó algo en inglés y sus hombres apuntaron las armas. Los policías hicieron otro tanto.
—¡Don Raúl! —gritó don Jerónimo, el comisario—. Se viene usted con nosotros.
—¡Y una mierda! —gritó el dueño de la finca sacando una pistola.
Entonces se escuchó una sirena, y otra, y otra más.
Por el camino de tierra aparecieron dos motoristas de la Guardia Civil. Y luego, un coche negro con la bandera de España y tres estrellas. Y otro, y otro, y más motoristas. Y un camión del ejército. Y otro, y otro. Y un cuarto. Y una tanqueta.
Todos quedaron paralizados. En un momento se vieron rodeados por los hombres que acababan de llegar, que bien podían ser más de un centenar. Eran legionarios.
Un tipo con uniforme de teniente general descendió del vehículo negro y de inmediato fue protegido por media docena de soldados que lo rodearon formando un cordón.
—¡Firmes! —gritó con autoridad—. ¡Soy el teniente general Esparza, cago en Dios!
Entonces su secretario sacó un papel de una carpeta y se lo tendió. Él lo agitó con autoridad y dijo:
—Tengo órdenes del Caudillo de parar esta opereta inmediatamente. ¡Ya! Tengo plenos poderes y esto se acaba aquí o fusilo hasta a mi puta madre. ¿Entendido? ¿Qué coño está pasando aquí?
—Hemos hallado los cuerpos... —comenzó a decir tímidamente el comisario.
—¡Silencio, hostias! ¿Quién lleva la investigación?
—Yo mismo —contestó don Jerónimo, que apenas se atrevía a volver a hablar.
—Pues bien, los americanos, a casita. ¡Cagando leches! Don Raúl, usted se viene conmigo, y usted, don Jerónimo, me avisa al juez de guardia y al forense, y en cuanto lleguen se viene usted para el Gobierno Civil. Allí mantendremos una reunión con el gobernador. ¡Y cada mochuelo a su olivo!
Míster Thomas hizo un gesto a Richard, que retiró a sus hombres de inmediato. Don Raúl saludó a modo de despedida a su amigo americano y tras abrazarse con el teniente general como si fueran amigos de toda la vida subió a su coche y desapareció.
—¿Los soltaréis ya? —preguntó Julio a Guarinós sin salir aún de su asombro por lo ocurrido.
—Aguanta, Alsina, aguanta —respondió aquel maldito bastardo mientras el comisario daba órdenes aquí y allá.
Cinco horas tardó en tener noticias de lo que iba a suceder, y fue el propio Guarinós quien fue a buscarlo a la sala de espera de la comisaría.
—¿Ya? —inquirió ansioso.
—No hay trato —repuso el jefe de la Político Social negando con la cabeza.
—¿Cómo?
—Que no hay trato.
—Pero... yo os entregué la cabeza de don Raúl, los cuerpos, la finca...
—No. No ha sido suficiente. Tiene influencias y el asunto se ha resuelto por las buenas. El Caudillo ha tomado cartas en el asunto. No quiere que se estropee el negocio con los americanos. La reunión ha sido larga, pero desde arriba había órdenes de poner de acuerdo a unos y otros. Asunto resuelto.
—¿Entonces...?
—Don Raúl es inocente. Los mató el tipo ése al que detuvimos..., el que enterró el coche.
—El pedáneo.
—El pedáneo.
—Pero ¿fue él?
—Se ha decidido que fue él y punto.
—¿Ha confesado?
—Confesará, créeme. Se lo llevan a Madrid, no se fían de nosotros, Alsina. Hemos caído en desgracia, me temo. Don Raúl y esos tecnócratas del Opus son más poderosos que los verdaderos falangistas.
—Pero yo os localicé los cadáveres.
—No hay trato, repito. El precio era claro, la cabeza de don Raúl, y no me la has conseguido.
—No ha sido por mi culpa, y tú lo sabes.
—Eso no me importa. Digamos que hemos quedado en empate con los meapilas y gracias. Tus dos amigos sabrán ayudarme a reponerme. Han sido trasladados a la «Casita».
—¡No! —gritó Alsina, lo cual hizo que dos guardias que estaban sentados en una mesa al fondo se levantaran e interrumpiesen su partida de cartas.
Guarinós lo miró divertido y dijo:
—Las reclamaciones, al maestro armero. Esto está finiquitado. ¡Guardias! Esta piltrafa a la puta calle.
Llegó a su cuarto arrastrando los pies y sacó la botella de Licor 43 que acababa de comprar. Buscó un vaso en el cajón de la mesita y se sentó en el borde de la cama.
Estaba hundido.
Su mente no podía procesar lo ocurrido. Todo se le había ido de las manos y Joaquín y Rosa seguían en poder de Guarinós, que a buen seguro pagaría con ellos la rabia que sentía por la derrota sufrida en su enfrentamiento con los tecnócratas.
Él era un piojo, un ser insignificante pululando entre bandos de gente poderosa, con comunistas, espías, americanos y militares. ¿Cómo se le había ocurrido que podía salir bien librado de aquello?
Creía que su inteligencia le iba a permitir resolver el asunto y salir indemne, llevarse a la chica y vivir felices como en las películas, pero no había contado con que él era Julio Alsina...
Llenó el vaso y lo miró.
Olió su contenido y pensó en la noche en que se «suicidó» Ivonne.
—Va por ti, Ivonne. Y gracias —murmuró, brindando con una joven imaginaria situada delante de él.
Cuando iba a acercarse el vaso a los labios, se abrió la puerta.
Era doña Salustiana.
—Le llaman por teléfono —anunció la patrona—. Creo que es una conferencia.
Dejó el vaso en la mesilla de noche y lo miró como diciéndole: «Ahora vuelvo».
Salió al pasillo y se arrastró hasta el aparato:
—¿Diga? —murmuró apenas.
—¿Alsina? —dijo una voz femenina.
—Sí, soy yo.
—Soy Assumpta; ya sabe, Veronique.
Se apeó de su Simca 1000 maldiciendo porque hacía un frío del demonio. En un par de pasos llegó a la puerta del bar Paco situado en la misma orilla de la carretera de Madrid, en la Roda. —Buenas —saludó.
—Buenas. Le espera dentro —contestó el padre de la chica, que hacía guardia.
Entró y comprobó que la joven se hallaba sentada en una mesa del fondo. Estaba tomando un café con leche y le saludó con un leve arqueo de cejas.
Él pidió un café con leche y un par de «miguelitos»; se dijo que en las últimas horas apenas había pensado en comer.
—Gracias por avisarme.
El camarero trajo el pedido y ella esperó a que se fuera para decir:
—Quiero contarle lo que pasó. Me voy.
—¿Al extranjero?
—Sí. En barco. Sale de Alicante.
—No me diga más. Debe usted pasar una larga temporada fuera de aquí, hasta que esto se enfríe.
—Así lo pensaba hacer.
Se quedaron en silencio. El policía volvió a reparar en que la chica era bella, aunque tal vez menos que Ivonne, más sofisticada y cuya fotografía miraba a menudo para darse fuerzas.
—Ella murió por mi culpa —comenzó Assumpta.
—¿Cómo?
—Sí, que Ivonne murió por algo que vi yo.
—Vaya. Dígame, ¿quién les contrató?
—Don Raúl. No era la primera vez. Celebraba fiestas en su finca y cuando nos encontrábamos en Murcia siempre contaba con nosotras. Pagaba bien. No crea, ese tipo es un cerdo, no tiene usted idea de lo asquerosos que son esos hombres. Cuanto más poderosos y más dinero tienen, más les gustan las cosas raras en la cama.
—No me extraña.
—El caso es que nos contrató para una fiesta en su casa, bueno, mejor dicho, en casa de los americanos. Dentro de su finca. Nos dijeron que había trabajando allí unos ingenieros que necesitaban un desahogo al estar tan lejos de casa. Le interesábamos porque las dos hablábamos inglés. Ivonne tuvo una buena educación, y a mí me retiró un abuelo de Bristol durante dos años.
—¿Vivió usted en Inglaterra?
Ella asintió.
—¿Y qué tal? —preguntó para ir relajando el ambiente.
—Mucho frío y poco sol.
—Continúe, por favor.
—La fiesta estaba animada. Había más chicas, más prostitutas —aclaró, y al decirlo bajó algo la mirada—. Comida, bebida, músicos y droga: marihuana, cocaína y alguien pasaba ácido. Aquello empezaba a animarse y comenzó a parecerse a una orgía. Ivonne y yo nos fuimos con dos tipos: ella con uno que llamaban Richard y yo con otro de nombre Steve. Se hicieron con una botella de champán y unas copas y nos fuimos a una especie de sala de cine, con sus butacas y todo. Querían poner una película pornográfica, según dijeron, para «animarse». Estaban muy pasados. No se imagina la de comodidades que tienen. Ivonne se quedó en el fondo de la sala con Richard. Él se sentó en una butaca de la última fila y ella se arrodilló delante de él, de espaldas a la pantalla. Por eso no vio nada. Le comenzó a hacer una felación. Era un tipo raro. Nunca se quitaba las gafas de sol.
Steve sacó una lata con una película de un cajón que había en el mueble del proyector. Era como una mesa pequeña y muy alta sobre la que se situaba el aparato. Aquel imbécil se equivocó de cinta y eso le costó la vida a Ivonne.
La chica hizo una pausa. Parecía hacer esfuerzos por no llorar.
Alsina no supo qué decir. Le dejó que se tomara su tiempo. Miró hacia otro lugar, haciendo vagar su mirada por el local. Justo detrás de la chica había un cartel publicitario que decía: «¡Los campeones prefieren Kas!». En el cartel, un tipo dentudo llamado Jim Clark, al parecer campeón del mundo de automovilismo, bebía un refresco de naranja acompañado de una rubia despampanante.