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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

20.000 leguas de viaje submarino (37 page)

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Pero apenas me fue dada la oportunidad de observar la belleza de esta cuenca de dos millones de kilómetros cuadrados de superficie. Tampoco pude contar con los conocimientos personales del capitán Nemo, pues el enigmático personaje no apareció ni una sola vez en el salón durante una travesía efectuada a gran velocidad. Estimo en unas seiscientas leguas el camino recorrido por el
Nautilus
bajo la superficie del Mediterráneo y en un tiempo de cuarenta y ocho horas. Habíamos abandonado los parajes de Grecia en la mañana del 16 de febrero y al salir el sol el 18 ya habíamos atravesado el estrecho de Gibraltar.

Fue evidente para mí que ese mar, cercado por todas partes por la tierra firme de la que huía, no agradaba al capitán Nemo. Sus aguas y sus brisas debían traerle muchos recuerdos y tal vez pesadumbres. En el Mediterráneo no tenía esa libertad de marcha y esa independencia de maniobras que le dejaban los océanos, y su
Nautilus
debía sentirse incómodo entre las costas demasiado cercanas de África y de Europa.

Navegamos, pues, a una velocidad de veinticinco millas por hora, lo que equivale a doce leguas de cuatro kilómetros. Obvio es decir que Ned Land, muy a su pesar, debió renunciar a sus proyectos de evasión, en la imposibilidad de servirse de un bote llevado a una marcha de doce o trece metros por segundo. Salir del
Nautilus
en esas condiciones hubiera sido una maniobra tan imprudente como saltar en marcha de un tren a esa velocidad. Además, nuestro submarino no emergió a la superficie más que por la noche, a fin de renovar su provisión de aire, confiando la dirección de su rumbo a las solas indicaciones de la brújula y de la corredera.

Del interior del Mediterráneo pude ver tan sólo lo que le es dado presenciar al viajero de un tren expreso del paisaje que huye ante sus ojos, es decir, los horizontes lejanos, y no los primeros planos que pasan como un relámpago. Sin embargo, Conseil y yo pudimos observar algunos de esos peces mediterráneos que por la potencia de sus aletas conseguían mantenerse algunos instantes en las aguas del
Nautilus
. Permanecimos mucho tiempo al acecho ante los cristales del salón, y nuestras notas me permiten ahora resumir en pocas palabras nuestra visión ictiológica de ese mar. De los diversos peces que lo habitan, sin hablar de todos aquellos que la velocidad del
Nautilus
hartó a mis ojos, puedo decir que vi algunos y apenas entreví otros. Permítaseme, pues, presentarlos en una clasificación que será caprichosa, sin duda, pero que, al menos, reflejará con fidelidad mis rápidas observaciones.

Entre las aguas vivamente iluminadas por nuestra luz eléctrica serpenteaban algunas lampreas, de un metro de longitud, comunes a casi todas las zonas climáticas. Algunas rayas de cinco pies de ancho, de vientre blanco y dorso gris ceniza con manchas, evolucionaban como grandes chales llevados por la corriente. Otras rayas pasaban tan rápidamente que no pude reconocer si merecían ese nombre de águilas que les dieron los griegos, o las calificaciones de rata, de sapo o de murciélago que les dan los pescadores marinos. Escualos milandros, de doce pies de longitud, tan temidos por los buceadores, competían en velocidad entre ellos. Como grandes sombras azuladas vimos zorras marinas, animales dotados de una extremada finura de olfato, de unos ocho pies de longitud. Las doradas, del género esparo, mostraban sus tonos de plata y de azul cruzados por franjas que contrastaban con lo oscuro de sus aletas; peces consagrados a Venus, con el ojo engastado en un anillo de oro; especie preciosa, amiga de todas las aguas, dulces o saladas, que habita ríos, lagos y océanos, bajo todos los climas, soportando todas las temperaturas, y cuya raza, que remonta sus orígenes a las épocas geológicas de la Tierra, ha conservado la belleza de sus primeros días. Magníficos esturiones, de nueve a diez metros de largo, dotados de gran velocidad, golpeaban con su cola poderosa los cristales de nuestro observatorio y nos mostraban su lomo azulado con manchas marrones; se parecen a los escualos, cuya fuerza no igualan, sin embargo; se encuentran en todos los mares, y en la primavera remontan los grandes ríos, en lucha contra las corrientes del Volga, del Danubio, del Po, del Rin, del Loira, del Oder… y se alimentan de arenques, caballas, salmones y gádidos; aunque pertenezcan a la clase de los cartilaginosos, son delicados; se comen frescos, en salazón, escabechados, y, en otro tiempo, eran llevados en triunfo a las mesas de los Lúculos.

Pero entre todos estos diversos habitantes del Mediterráneo, los que pude observar más útilmente, cuando el
Nautilus
se aproximaba a la superficie, fueron los pertenecientes al sexagesimotercer género de la clasificación de los peces óseos: los atunes, escómbridos con el lomo azul negruzco y vientre plateado, cuyos radios dorsales desprendían reflejos dorados. Tienen fama de seguir a los barcos, cuya sombra fresca buscan bajo los ardores del cielo tropical, y no la desmintieron con el
Nautilus
, al que siguieron como en otro tiempo acompañando a los navíos de La Pérousse. Durante algunas horas compitieron en velocidad con nuestro submarino. Yo no me cansaba de admirar a estos animales verdaderamente diseñados para la carrera, con su pequeña cabeza, su cuerpo liso y fusiforme que en algunos de ellos sobrepasaba los tres metros, sus aletas pectorales dotadas de extraordinario vigor y las caudales en forma de horquilla. Nadaban en triángulo, como suelen hacerlo algunos pájaros cuya rapidez igualan, lo que hacía decir a los antiguos que la geometría y la estrategia no les eran ajenas. Y, sin embargo, ese supuesto conocimiento de la estrategia no les hace escapar a las persecuciones de los provenzales, que los estiman tanto como antaño los habitantes de la Propóntide y de Italia, y como ciegos y aturdidos se lanzan y perecen por millares en las almadrabas marsellesas.

Entre los peces que entrevimos apenas Conseil y yo, citaré a título de inventario los blanquecinos fierasfers, que pasaban como inaprehensibles vapores; los congrios y morenas, serpientes de tres o cuatro metros, ornadas de verde, de azul y de amarillo; las merluzas, de tres pies de largo, cuyo hígado ofrece un plato delicado; las cepolas tenioideas, que flotaban como finas algas; las triglas, que los poetas llaman peces-lira y los marinos peces silbantes, cuyos hocicos se adornan con dos láminas triangulares y dentadas que se asemejan al instrumento tañido por el viejo Homero, y triglas golondrinas que nadaban con la rapidez del pájaro del que han tomado su nombre; holocentros de cabeza roja y con la aleta dorsal guarnecida de filamentos; sábalos, salpicados de manchas negras, grises, marrones, azules, verdes y amarillas, que son sensibles al sonido argentino de las campanillas; espléndidos rodaballos, esos faisanes del mar, con forma de rombo, aletas amarillentas con puntitos oscuros y cuya parte superior, la del lado izquierdo, está generalmente veteada de marrón y de amarillo; y, por último, verdaderas bandadas de salmonetes, la versión marítima tal vez de las aves del paraíso, los mismos que en otro tiempo pagaban los romanos hasta diez mil sestercios por pieza, y que hacían morir a la mesa para seguir con mirada cruel sus cambios de color, desde el rojo cinabrio de la vida hasta la palidez de la muerte.

Y si no pude observar ni rayas de espejos, ni balistes, ni tetrodones, ni hipocampos, ni centriscos, ni blenios, ni labros, ni eperlanos, ni exocetos, ni pageles, ni bogas, ni orflos, ni los principales representantes del orden de los pleuronectos, los lenguados, los gallos, las platijas, comunes al Atlántico y al Mediterráneo, fue debido a la vertiginosa velocidad a que navegaba el
Nautilus
por esas aguas opulentas.

En cuanto a los mamíferos marinos, creo haber reconocido al pasar ante la bocana del Adriático dos o tres cachalotes que por su aleta dorsal parecían pertenecer al género de los fisetéridos, algunos delfines del género de los globicéfalos, propios del Mediterráneo, cuya cabeza, en su parte anterior, está surcada de unas rayas claras, así como una docena de focas de vientre blanco y pelaje negro, de las llamadas frailes por su parecido con los dominicos, de unos tres metros de longitud.

Por su parte, Conseil creyó haber visto una tortuga de unos seis pies de anchura, con tres aristas salientes orientadas longitudinalmente. Sentí no haberla visto, pues por la descripción que de ella me hizo Conseil, debía de pertenecer a esa rara especie conocida con el nombre de laúd. Yo tan sólo pude ver algunas cacuanas de caparazón alargado. En cuanto a los zoófitos, vi durante algunos instantes una admirable galeolaria anaranjada que se pegó al cristal de la portilla de babor. Era un largo y tenue filamento que se complicaba en arabescos arborescentes cuyas finas ramas terminaban en el más delicado encaje que hayan hilado jamás las rivales de Aracne. Desgraciadamente, no pude pescar esa admirable muestra, y ningún otro zoófito mediterráneo se habría presentado ante mis ojos de no haber disminuido singularmente su velocidad el
Nautilus
en la tarde del 16, y en las circunstancias que describo seguidamente.

Nos hallábamos a la sazón entre Sicilia y la costa de Túnez. En ese espacio delimitado por el cabo Bon y el estrecho de Mesina, el fondo del mar sube bruscamente formando una verdadera cresta a diecisiete metros de la superficie, mientras que a ambos lados de la misma la profundidad es de ciento setenta metros. El
Nautilus
hubo de maniobrar con prudencia para no chocar con la barrera submarina.

Mostré a Conseil en el mapa del Mediterráneo el emplazamiento del largo arrecife.

—Pero —dijo Conseil—, ¡si es un verdadero istmo que une a Europa y África!

—Sí, muchacho, cierra por completo el estrecho de Libia. Los sondeos hechos por Smith han probado que los dos continentes estuvieron unidos en otro tiempo, entre los cabos Boco y Furina.

—Lo creo —respondió Conseil.

—Una barrera semejante —añadí— existe entre Gibraltar y Ceuta, que en los tiempos geológicos cerraba completamente el Mediterráneo.

—¡Mire que si un empuje volcánico levantara un día estas dos barreras por encima de la superficie del mar! Entonces…

—Es muy poco probable que eso suceda, Conseil.

—Permítame el señor acabar lo que iba a decir, y es que si se produjera ese fenómeno, lo sentiría por el señor de Lesseps que tanto se está esforzando por abrir su istmo.

—De acuerdo, pero te repito, Conseil, que ese fenómeno no se producirá. La violencia de las fuerzas subterráneas va decreciendo cada vez más. Los volcanes, tan numerosos en los primeros días del mundo, se apagan poco a poco. El calor interno se debilita, y la temperatura de las capas inferiores subterráneas va reduciéndose siglo a siglo en una apreciable proporción, y ello en detrimento de nuestro planeta, pues ese calor es su vida.

—Sin embargo, el sol…

—El sol es insuficiente, Conseil. ¿Puede el sol dar calor a un cadáver?

—No, que yo sepa.

—Pues bien, la Tierra será algún día ese cadáver frío. Será inhabitable y estará deshabitada como la Luna, que desde hace mucho tiempo ha perdido su calor vital.

—¿Dentro de cuántos siglos? —preguntó Conseil.

—Dentro de algunos centenares de millares de años.

—Entonces, tenemos tiempo de acabar nuestro viaje, con el permiso de Ned Land.

Y Conseil, tranquilizado, se concentró en la observación del alto fondo que el
Nautilus
iba casi rozando a una moderada velocidad.

Sobre aquel suelo rocoso y volcánico se desplegaba toda una fauniflora viviente: esponjas; holoturias; cidípidos hialinos con cirros rojizos que emitían una ligera fosforescencia; beroes, vulgarmente conocidos como cohombros de mar, bañados en las irisaciones del espectro solar; comátulas ambulantes, de un metro de anchura, cuya púrpura enrojecía el agua; euriales arborescentes de gran belleza; pavonarias de largos tallos; un gran número de erizos de mar comestibles, de variadas especies, y actinias verdes de tronco grisáceo, con el disco oscuro, que se perdían en su cabellera olivácea de tentáculos.

Conseil se había ocupado más particularmente de observar los moluscos y los articulados, y aunque su nomenclatura sea un poco árida, no quiero ofender al buen muchacho omitiendo sus observaciones personales.

En sus notas, cita entre los moluscos numerosos pectúnculos pectiniformes; espóndilos amontonados unos sobre otros; donácidos o coquinas triangulares; hiálidos tridentados, con parápodos amarillos y conchas transparentes; pleurobranquios anaranjados; óvulas cubiertas de puntitos verdosos; aplisias, también conocidas con el nombre de liebres de mar; dolios; áceras carnosas; umbrelas, propias del Mediterráneo; orejas de mar, cuyas conchas producen un nácar muy estimado; pectúnculos apenachados; anomias, más estimadas que las ostras por los del Languedoc; almejas, tan preciadas por los marselleses; venus verrucosas blancas y grasas; esas almejas del género mercenaria de las que tanto consumo se hace en Nueva York; pechinas operculares o volandeiras de variados colores; litodomos o dátiles hundidos en sus agujeros, cuyo fuerte sabor aprecio yo mucho; venericárdidos surcados con nervaduras salientes en la cima abombada de la concha; cintias erizadas de tubérculos escarlatas; carneiros de punta curvada, semejantes a ligeras góndolas; férolas coronadas; atlantas, de conchas espiraliformes; tetis grises con manchas blancas, recubiertas por su manto festoneado; eólidas, semejantes a pequeñas limazas cavolinias rampando sobre el dorso; aurículas, y entre ellas la aurícula miosotis de concha ovalada; escalarias rojas; litorinas, janturias, peonzas, petrícolas, lamelarias, gorros de Neptuno, pandoras, etc.

En sus notas, Conseil había dividido, muy acertadamente, en seis clases a los articulados, de las cuales tres pertenecen al mundo marino. Son los crustáceos, los cirrópodos y los anélidos.

Los crustáceos se subdividen en nueve órdenes, el primero de los cuales comprende a los decápodos, es decir, a los animales cuya cabeza está soldada al tórax, y cuyo aparato bucal se compone de varios pares de miembros, y que poseen cuatro, cinco o seis pares de patas torácicas o ambulatorias. Conseil había seguido el método de nuestro maestro Milne-Edwards, que divide en tres secciones a los decápodos: los braquiuros, los macruros y los anomuros, nombres tan bárbaros como justos y precisos. Entre los braquiuros, Conseil cita un oxirrinco, el amatías, armado de dos grandes puntas divergentes a modo de cuernos; el inaco escorpión que, no sé por qué, simbolizaba la sabiduría entre los griegos; lambro-massena y lambro espinoso, probablemente extraviados en tan altos fondos puesto que generalmente viven a grandes profundidades; xantos; pilumnos; romboides; calapas granulosos —de fácil digestión, anota Conseil—; coristos desdentados; ebalias; cimopolios, cangrejos aterciopelados de Sicilia; dorripos lanudos, etc. Entre los macruros, subdivididos en cinco familias, los acorazados, los cavadores, los astácidos, los eucáridos y los oquizópodos, cita las langostas comunes, de carne tan apreciada, sobre todo en las hembras; cigalas, camarones ribereños y toda clase de especies comestibles, pero no dice nada de la subdivisión de los astácidos, en los que está incluido el bogavante, pues las langostas son los únicos bogavantes del Mediterráneo. En fin, entre los anomuros, cita las drocinas comunes, abrigadas en las conchas abandonadas de las que se apoderan, homolas espinosas, ermitaños, porcelanas, etc.

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