20.000 leguas de viaje submarino (39 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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Llamaron mi atención unos aguafuertes colgados en la pared que no había observado durante mi primera visita. Eran retratos, retratos de esos grandes hombres históricos cuya existencia no ha sido más que una permanente y abnegada entrega a un gran ideal: Kosciusko, el héroe caído al grito de
Finis Poloniae
; Botzaris, el Leónidas de la Grecia moderna; O'Connell, el defensor de Irlanda; Washington, el fundador de la Unión americana; Manin, el patriota italiano; Lincoln, asesinado a tiros por un esclavista, y, por último, el mártir de la liberación de la raza negra, John Brown, colgado en la horca, tal como lo dibujó tan terriblemente el lápiz de Victor Hugo.

¿Qué lazo existía entre aquellas almas heroicas y la del capitán Nemo? ¿Desvelaba tal vez aquella colección de retratos el misterio de su existencia? ¿Era tal vez el capitán Nemo un campeón de los pueblos oprimidos, un liberador de las razas esclavas? ¿Había participado en las últimas conmociones políticas y sociales del siglo? ¿Había sido tal vez uno de los héroes de la terrible guerra americana, guerra lamentable y para siempre gloriosa?

Sonaron las ocho en el reloj, y el primer golpe sobre el timbre me arrancó a mis pensamientos. Me sobresalté como si un ojo invisible hubiese penetrado en lo más profundo de mi ser, y me precipité fuera del camarote.

Mi mirada se detuvo en la brújula. Nuestra dirección continuaba siendo el Norte. La corredera indicaba una velocidad moderada, y el manómetro una profundidad de unos sesenta pies. Las circunstancias favorecían, pues, los proyectos del canadiense.

Regresé a mi camarote. Me vestí con la casaca de biso forrada de piel de foca y el gorro de piel de nutria y me puse las botas de mar. Ya dispuesto, esperé. Tan sólo el rumor de la hélice rompía el profundo silencio que reinaba a bordo. Yo tendía la oreja, a la escucha, al acecho de alguna voz que pudiera indicar el descubrimiento del plan de evasión de Ned Land. Me sobrecogía una inquietud mortal. En vano trataba de recuperar mi sangre fría.

A las nueve menos unos minutos me puse a la escucha del camarote del capitán. No oí el más mínimo ruido. Salí de mi camarote y fui al salón, que estaba vacío y en semipenumbra.

Abrí la puerta que comunicaba con la biblioteca. Ésta se hallaba también vacía y en la misma penumbra. Me aposté cerca de la puerta que daba a la caja de la escalera central, y allí esperé la señal de Ned Land. En aquel momento, el rumor de la hélice disminuyó sensiblemente hasta cesar por completo. ¿Cuál era la causa de ese cambio en la marcha del
Nautilus
? No me era posible saber si aquella parada favorecía o perjudicaba a los designios de Ned Land.

Tan sólo los latidos de mi corazón turbaban ya el silencio. Súbitamente, se sintió un ligero choque, que me hizo comprender que el
Nautilus
acababa de tocar fondo. Mi inquietud se redobló en intensidad. No me Regaba la señal del canadiense. Sentí el deseo de hablar con Ned Land para instarle a aplazar su tentativa. Me daba cuenta de que nuestra navegación no se hacía ya en condiciones normales.

En aquel momento se abrió la puerta del gran salón para dar paso al capitán Nemo. Al verme, y sin más preámbulos, me dijo:

—¡Ah!, señor profesor, le estaba buscando. ¿Conoce usted la historia de España?

Aun conociendo a fondo la historia de su propio país, en las circunstancias en que yo me hallaba, turbado el espíritu y perdida la cabeza, imposible hubiera sido citar una sola palabra.

—¿Me ha oído? —dijo el capitán Nemo—. Le he preguntado si conoce la historia de España.

—Poco y mal —respondí.

—Así son los sabios. No saben. Bien, siéntese, que le voy a contar un curioso episodio de esa historia.

El capitán se sentó en un diván y, maquinalmente, me instalé a su lado, en la penumbra.

—Señor profesor, escúcheme bien, pues esta historia le interesará en algún aspecto, por responder a una cuestión que sin duda no ha podido usted resolver.

—Le escucho, capitán —le dije, no sabiendo bien adónde quería ir a parar y preguntándome si tendría aquello relación con nuestro proyecto de evasión.

—Señor profesor, si no le parece mal nos remontaremos a 1702. No ignora usted que en esa época, vuestro rey Luis XIV, creyendo que bastaba con un gesto de potentado para enterrar los Pirineos, había impuesto a los españoles a su nieto el duque de Anjou. Este príncipe, que reinó más o menos mal bajo el nombre de Felipe V, tuvo que hacer frente a graves dificultades exteriores. En efecto, el año anterior, las casas reales de Holanda, de Austria y de Inglaterra habían concertado en La Haya un tratado de alianza, con el fin de arrancar la corona de España a Felipe V para depositarla en la cabeza de un archiduque al que prematuramente habían dado el nombre de Carlos III. España hubo de resistir a esa coalición, casi desprovista de soldados y de marinos. Pero no le faltaba el dinero, a condición, sin embargo, de que sus galeones, cargados del oro y la plata de América, pudiesen entrar en sus puertos.

»Hacia el fin de 1702, España esperaba un rico convoy que Francia hizo escoltar por una flota de veintitrés navíos bajo el mando del almirante Cháteau-Renault, para protegerlo de las correrías por el Atlántico de las armadas de la coalición. El convoy debía ir a Cádiz, pero el almirante, conocedor de que la flota inglesa surcaba esos parajes, decidió dirigirlo a un puerto de Francia. Tal decisión suscitó la oposición de los marinos españoles, que deseaban dirigirse a un puerto de su país, y que propusieron, a falta de Cádiz, ir a la bahía de Vigo, al noroeste de España, que no se hallaba bloqueada. El almirante de Cháteau-Renault tuvo la debilidad de plegarse a esta imposición, y los galeones entraron en la bahía de Vigo. Desgraciadamente, esta bahía forma una rada abierta y sin defensa. Necesario era, pues, apresurarse a descargar los galeones antes de que pudieran llegar las flotas coaligadas, y no hubiera faltado el tiempo para el desembarque si no hubiera estallado una miserable cuestión de rivalidades. ¿Va siguiendo usted el encadenamiento de los hechos?

—Perfectamente —respondí, no sabiendo aún con qué motivos me estaba dando esa lección de historia.

—Continúo, pues. He aquí lo que ocurrió. Los comerciantes de Cádiz tenían el privilegio de ser los destinatarios de todas las mercancías procedentes de las Indias occidentales. Desembarcar los lingotes de los galeones en el puerto de Vigo era ir contra su derecho. Por ello, se quejaron en Madrid y obtuvieron del débil Felipe V que el convoy, sin proceder a su descarga, permaneciera embargado en la rada de Vigo hasta que se hubieran alejado las flotas enemigas. Pero, mientras se tomaba esa decisión, la flota inglesa hacía su aparición en la bahía de Vigo el 22 de octubre de 1702. Pese a su inferioridad material, el almirante de Cháteau-Renault se batió valientemente. Pero cuando vio que las riquezas del convoy iban a caer entre las manos del enemigo, incendió y hundió los galeones, que se sumergieron con sus inmensos tesoros.

El capitán Nemo pareció haber concluido su relato que, lo confieso, no veía yo en qué podía interesarme.

—¿Y bien? —le pregunté.

—Pues bien, señor Aronnax, estamos en la bahía de Vigo, y sólo de usted depende que pueda conocer sus secretos.

El capitán se levantó y me rogó que le siguiera. Le obedecí, ya recuperada mi sangre fría. El salón estaba oscuro, pero a través de los cristales transparentes refulgía el mar. Miré.

En un radio de media milla en torno al
Nautilus
las aguas estaban impregnadas de luz eléctrica. Se veía neta, claramente el fondo arenoso. Hombres de la tripulación equipados con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres desventrados en medio de restos ennegrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros. Cargados del precioso botín, los hombres regresaban al
Nautilus
, depositaban en él su carga y volvían a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata.

Comprendí entonces que nos hallábamos en el escenario de la batalla del 22 de octubre de 1702 y que aquél era el lugar en que se habían hundido los galeones fletados por el gobierno español. Allí era donde el capitán Nemo subvenía a sus necesidades y lastraba con aquellos millones al
Nautilus
. Para él, para él sólo había entregado América sus metales preciosos. Él era el heredero directo y único de aquellos tesoros arrancados a los incas y a los vencidos por Hernán Cortés.

—¿Podía usted imaginar, señor profesor, que el mar contuviera tantas riquezas? —preguntó, sonriente, el capitán Nemo.

—Sabía que se evalúa en dos millones de toneladas la plata que contienen las aguas en suspensión.

—Cierto, pero su extracción arrojaría un coste superior al de su precio. Aquí, al contrario, no tengo más que recoger lo que han perdido los hombres, y no sólo en esta bahía de Vigo sino también en los múltiples escenarios de naufragios registrados en mis mapas de los fondos submarinos. ¿Comprende ahora por qué puedo disponer de miles de millones?

—Sí, ahora lo comprendo, capitán. Permítame, sin embargo, decirle que al explotar precisamente esta bahía de Vigo no ha hecho usted más que anticiparse a los trabajos de una sociedad rival.

—¿Cuál?

—Una sociedad que ha obtenido del gobierno español el privilegio de buscar los galeones sumergidos. Los accionistas están excitados por el cebo de un enorme beneficio, pues se evalúa en quinientos millones el valor de esas riquezas naufragadas.

—Quinientos millones… Los había, pero ya no.

—En efecto —dije—. Y sería un acto de caridad prevenir a esos accionistas. Quién sabe, sin embargo, si el aviso sería bien recibido, pues a menudo lo que los jugadores lamentan por encima de todo es menos la pérdida de su dinero que la de sus locas esperanzas. Les compadezco menos, después de todo, que a esos millares de desgraciados a quienes hubieran podido aprovechar tantas riquezas bien repartidas, y que ya serán siempre estériles para ellos.

No había terminado yo de expresar esto cuando sentí que había herido al capitán Nemo.

—¡Estériles! —respondió, con gran viveza—. ¿Cree usted, pues, que estas riquezas están perdidas por ser yo quien las recoja? ¿Acaso cree que es para mí por lo que me tomo el trabajo de recoger estos tesoros? ¿Quién le ha dicho que no haga yo buen uso de ellos? ¿Cree usted que yo ignoro que existen seres que sufren, razas oprimidas, miserables por aliviar, víctimas por vengar? ¿No comprende que…?

El capitán Nemo se contuvo, lamentando tal vez haber hablado demasiado. Pero yo había comprendido. Cualesquiera que fuesen los motivos que le habían forzado a buscar la independencia bajo los mares, seguía siendo ante todo un hombre. Su corazón palpitaba aún con los sufrimientos de la humanidad y su inmensa caridad se volcaba tanto sobre las razas esclavizadas como sobre los individuos.

Fue entonces cuando comprendí a quién estaban destinados los millones entregados por el capitán Nemo, cuando el
Nautilus
navegaba por las aguas de la Creta insurrecta.

9. Un continente desaparecido

Al día siguiente, 19 de febrero, por la mañana, vi entrar al canadiense en mi camarote. Esperaba yo su visita. Estaba visiblemente disgustado.

—¿Y bien, señor? —me dijo.

—Y bien, Ned, el azar se puso ayer contra nosotros.

—Sí. Este condenado capitán tuvo que detenerse precisamente a la hora en que íbamos a fugarnos.

—Sí, Ned. Estuvo tratando un negocio con su banquero.

—¿Su banquero?

—O más bien su casa de banca; quiero decir que su banquero es este océano que guarda sus riquezas con más seguridad que las cajas de un Estado.

Relaté entonces al canadiense los hechos de la víspera, y lo hice con la secreta esperanza de disuadirle de su idea de abandonar al capitán. Pero mi relato no tuvo otro resultado que el de llevarle a lamentar enérgicamente no haber podido hacer por su cuenta un paseo por el campo de batalla de Vigo.

—¡En fin! —suspiró—. No todo está perdido. No es más que un golpe de arpón en el vacío. Lo lograremos en otra ocasión, tal vez esta misma noche si es posible.

—¿Cuál es la dirección del
Nautilus
? —le pregunté.

—Lo ignoro —respondió Ned.

—Bien, a mediodía lo sabremos.

El canadiense volvió junto a Conseil. Por mi parte, una vez vestido, fui al salón. El compás no era muy tranquilizador. El
Nautilus
navegaba con rumbo Sur-sudoeste. Nos alejábamos de Europa.

Esperé con impaciencia que se registrara la posición en la carta de marear. Hacia las once y media se vaciaron los depósitos y nuestro aparato emergió a la superficie. Me lancé hacia la plataforma, en la que me había precedido Ned Land.

Ninguna tierra a la vista. Nada más que el mar inmenso. Algunas velas en el horizonte, de los barcos que van a buscar hasta el cabo San Roque los vientos favorables para doblar el cabo de Buena Esperanza. El cielo estaba cubierto, y se anunciaba un ventarrón.

Rabioso, Ned Land trataba de horadar con su mirada el horizonte brumoso, en la esperanza de que tras la niebla se extendiera la tierra deseada.

A mediodía, el sol se asomó un instante. El segundo de a bordo aprovechó el claro para tomar la altitud. El oleaje nos obligó a descender, y se cerró la escotilla.

Una hora después, al consultar el mapa vi que la posición del
Nautilus
se hallaba indicada en él a 16° 17' de longitud y 33° 22' de latitud, a ciento cincuenta leguas de la costa más cercana. Inútil era pensar en la fuga, y puede imaginarse la cólera del canadiense cuando le notifiqué nuestra situación.

En cuanto a mí, no me sentí muy desconsolado, sino, antes bien, aliviado del peso que me oprimía. Así pude reanudar, con una calma relativa, mi trabajo habitual.

Por la noche, hacia las once, recibí la inesperada visita del capitán Nemo, quien me preguntó muy atentamente si me sentía fatigado por la velada de la noche anterior, a lo que le respondí negativamente.

—Si es así, señor Aronnax, voy a proponerle una curiosa excursión.

—Le escucho, capitán.

—Hasta ahora no ha visitado usted los fondos submarinos más que de día y bajo la claridad del sol. ¿Le gustaría verlos en una noche oscura?

—Naturalmente, capitán.

—El paseo será duro, se lo advierto. Habrá que caminar durante largo tiempo y escalar una montaña. Los caminos no están en muy buen estado.

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