23-F, El Rey y su secreto (18 page)

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Authors: Jesús Palacios

Tags: #Historico, Política

BOOK: 23-F, El Rey y su secreto
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La forma como se llevó a cabo la legalización del Partido Comunista abrió una profunda grieta y una grave crisis institucional. Cuando el presidente por sorpresa para todos decidió su inscripción, talló un serio divorcio entre el Ejército y Suárez y Gutiérrez Mellado. Para paliar el asunto, Suárez preparó un informe elaborado desde el Estado Mayor que dirigía el general Vega. El Rey llamó a despacho al presidente el domingo siguiente al del sábado rojo. Su Majestad me pidió que estuviese presente para tratar la cuestión de la legalización del Partido Comunista. Suárez con el informe en la mano aseguró que la legalización había caído bien en el Ejército. Yo le interrumpí y le dije que eso no era así, que no sabía de dónde habría salido ese informe y cómo se había hecho, pero que la realidad era muy diferente. Delante de él, el Rey pidió mi opinión y que informara. Ya lo había hecho anteriormente. Insistí: La legalización había sido un engaño para las Fuerzas Armadas por la forma como se había llevado a cabo. Dije que el momento era delicadísimo. Suárez se mantuvo en su postura afirmando que no, que la operación se había hecho bien y que los militares estaban muy contentos, salvo el bastión ultra. Volví a reiterar que eso no era cierto y que se había hecho mal. Después el presidente se quedó a comer con el Rey en Palacio y yo me fui a almorzar al club de Puerta de Hierro. Cuando volví a la Zarzuela a las seis de la tarde, Suárez ya se había ido. Encontré al Rey muy serio y ya no me comentó nada. Luego supe que a solas Suárez había rogado al Rey que no se dejara convencer por lo que yo le decía. Pero el Rey se fiaba entonces totalmente de mí.
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Sabino Fernández Campo sería otro testigo relevante del momento. Desde hacía un año estaba designado para entrar en el círculo más exclusivo del rey. Le avalaba Armada y ambos eran íntimos amigos. Después tendría un papel esencial, en parte, en los sucesos del 23-F, que afectarían de por vida, ironías del destino, a su entrañable amigo Armada. Sabino había formado parte del equipo de colaboradores de Alfonso Osorio en Presidencia en el primer gobierno del monarca, y ahora estaba como subsecretario del ministerio de Información. El ex jefe de la Casa del Rey recordó con este autor, durante una de las decenas de conversaciones que ambos mantuvimos sobre la transición y sus casi diecisiete años de servicio en Zarzuela, que el vicepresidente Osorio aconsejó a Suárez que antes de resolver nada respecto a la legalización de los comunistas, volviera a reunir de nuevo a los jefes militares. Pero que el presidente no le hizo caso. «Las Fuerzas Armadas —me comentó Sabino— se llenaron de rencor hacia Suárez desde que les engañó al legalizar el Partido Comunista. Después de prometerles que no legalizaría a los comunistas en la macro reunión que tuvo en Presidencia del Gobierno el 8 de septiembre de 1976, debió de llamarlos personalmente cuando decidió lo contrario. El otro gran responsable fue Gutiérrez Mellado. Alfonso Osorio recomendó a Suárez que los llamara. También se lo comentó a Martín Villa. Éste hizo una gestión y le dijo: “Dice el Guti que de eso ya se encarga él”. Y no hizo nada.»
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La legalización del Partido Comunista fue el momento más delicado de la transición. El ejército se sintió engañado y traicionado por la palabra de honor que el presidente Suárez le había dado siete meses atrás. No cumplir esa palabra, no volver a reunirse con ellos para explicarles que la situación había cambiado, y que el momento político hacía necesario dar ese paso para estabilizar a la joven democracia española —si es que así lo creía o así lo había pactado el rey con Carrillo—, fue un gravísimo error político que desenganchó a prácticamente todo el colectivo militar del proceso de reformas. Y el menosprecio con el que Gutiérrez Mellado se comportó con sus colegas de armas, provocó que la irritación creciera en todos los estamentos militares hasta el punto de llegar casi al estado de rebelión. Que el rey Juan Carlos, sólo él, pudo contener.

Pero es interesante resaltar que las fuerzas armadas no conspiraron. Su profundo malestar fue público. Y sus notas y declaraciones fueron elaboradas desde la cadena de mando, no clandestinamente, y circularon pública y oficialmente por todos los medios. El resultado fue que se desengancharon del proceso de reformas y cambios políticos. Que dejaron de colaborar con aquella forma gubernamental de hacer política de Suárez y Mellado. Y también es importante reseñar que la legalización del PCE no tuvo nada que ver con los hechos del 23-F. Entre una cosa y otra no existió relación alguna. Ni la legalización del Partido Comunista fue el precedente del 23 de febrero, ni en el 23-F estuvo presente la memoria del Sábado Santo Rojo. Fueron dos asuntos completamente distintos y diferentes. Sin conexión alguna.

En los hechos gravísimos que se desataron dentro del Ejército a raíz de la legalización de los comunistas, tampoco habría represalias ni sanciones. Pero sí que hubo un precio que pagar: la salida del general Alfonso Armada de Zarzuela. El presidente Suárez se vio cogido en su propia trampa, al persistir y enfatizarle al monarca que la legalización de los comunistas no había sentado mal en el ejército, a lo que el secretario del rey le replicó con informes y de palabra de todo lo contrario. Como así fue. Suárez no podía tolerar ser desairado de esa manera delante del rey, e invocando su principio de autoridad como presidente del Gobierno, le pidió a don Juan Carlos que alejara al general Armada de Zarzuela. Como así ocurrió. Pero lo que jamás pudo conseguir Suárez fue que el rey rompiera su estrecha relación con Armada y que éste, por su lealtad, dejara de estar dentro del círculo más íntimo del monarca.

Aquellos momentos fueron muy difíciles. A juicio de todos o de casi todos, el más difícil. Que pudo ser sorteado porque el rey contuvo la explosión militar y porque el Ejército, colectivamente, se mantuvo disciplinado y leal con el monarca. Ése sería el punto que mejor podría definir la transición política española. Y aquel momento tan difícil también exigió de la prensa un esfuerzo conjunto. La mayoría de los periódicos volvería a ponerse de acuerdo para publicar el mismo día y en primera el mismo editorial. «No frustrar una esperanza», fue su título, en el que, entre otras cosas, se aseguraba que: «Los Ejércitos españoles constituyen el brazo armado de nuestra sociedad, al servicio del Estado y de su gobierno. El Ejército español lo forman los españoles y tiene encomendadas unas misiones establecidas en las Leyes; entre ellas no está incluida la emisión de opiniones contingentes sobre las decisiones políticas de los gobiernos de la nación.» Lo cual es absolutamente cierto e irreprochable. La cuestión es que las fuerzas armadas no emitieron una serie de opiniones sobre decisiones políticas, sino para criticar lo que para ellos fue un engaño a una palabra de honor dada por su presidente.

VII.
ESTADOS UNIDOS TUTELA AL REY Y LA TRANSICIÓN.
EL IMPACTO DE LA MARCHA VERDE

¿En qué momento pensó el rey que se había equivocado? Mejor dicho, porque los reyes nunca se equivocan, ¿en qué instante creyó don Juan Carlos que la vía emprendida por Suárez y sus colaboradores para hacer la transición había sido errónea y el modelo, errático? ¿Durante los meses de 1980 en los que activamente deseó que Suárez fuera barrido de la escena política? ¿O bien en los momentos de máxima tensión en los que salió al jardín de Zarzuela a llorar su zozobra y desahogarse en la tarde-noche del 23-F?

El rey siempre estuvo firmemente decidido a hacer el tránsito del régimen autoritario a un sistema democrático. Desde mucho antes incluso de que Franco le designara su sucesor en la Jefatura del Estado a título de rey. Eso ya se lo había confesado a un grupo de notables liberales en la primavera de 1966. Tres años antes de la designación. A finales de junio de ese año se celebró una cena en casa de Joaquín Garrigues Walker a la que asistió el príncipe Juan Carlos y un grupo de jóvenes profesionales de diversas tendencias y procedencias que buscaban ya nuevas formas de evolución política, y que años después formarían parte de los reformistas del franquismo. Allí se habló libremente del futuro de la monarquía y de la España que debería venir después de Franco. Todos dieron por hecho que la corona se establecería en un régimen democrático.

Don Juan Carlos también tomó parte activa en el debate, afirmando que su más vivo deseo sería establecer la monarquía en un régimen democrático, pero que en el futuro habría que evitar los excesos del pluripartidismo. Él se sentiría cómodo con un sistema de dos partidos; socialista y democristiano —junto a algún otro pequeño—, similar al sistema de los países anglosajones, y que en el juego democrático fueran alternándose en el poder. Franco tuvo una detallada información de la citada reunión, de todo lo hablado y de quiénes asistieron, y no hay ningún dato de que le hiciera al príncipe comentario alguno sobre la misma. Con su silencio y las vagas insinuaciones que en diferentes ocasiones le hizo a don Juan Carlos de que reinaría de forma muy diferente de como él había gobernado, parece deducirse que, pese a su repulsión por el sistema liberal-parlamentario, el dictador admitía implícitamente una evolución política futura del régimen hacia el bipartidismo dentro de las estructuras políticas del Movimiento.

Tras la designación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco en julio de 1969 y la llegada a la Casa Blanca del presidente Nixon, y del catedrático de Harvard Henry Kissinger a la Secretaría de Estado, el interés norteamericano por el futuro político de España se incrementaría notablemente. Así lo confirman los siete viajes oficiales que Kissinger realizó a Madrid entre 1970 y 1976 y las dos visitas de los presidentes Nixon y Ford en 1970 y 1975, respectivamente. El propio Kissinger lo constata en sus memorias al afirmar que «la contribución norteamericana a la evolución española durante los años setenta constituyó uno de los principales logros de nuestra política exterior.» En el fondo del asunto estaba el propio interés norteamericano por su afianzamiento en las bases españolas, y la importancia geoestratégica que España tenía para la defensa occidental en el sur de Europa y en el Mediterráneo.

Especialmente por las sucesivas convulsiones abiertas tras el golpe de Estado en Libia del coronel Muammar al-Gaddafi, de septiembre de 1969, las guerras árabes-israelíes de los Seis Días de junio de 1967 y del Yom Kippur de octubre de 1973, que harían del Próximo Oriente una de las zonas más peligrosas y permanentemente más inestables del planeta; el conflicto greco-turco a cuenta de Chipre, la emergente importancia de los partidos comunistas italiano y francés, la revolución marxista de los claveles portugueses y la crisis del Sáhara desatada en el otoño de 1975 por el rey Hassan II de Marruecos.

Tal cúmulo de acontecimientos realzaría el interés norteamericano en que España no se deslizara por un torbellino de agitaciones peligrosas a la muerte de Franco. El tránsito del régimen autoritario hacia un sistema homologable democráticamente con el Occidente europeo, se debería llevar a cabo de una forma ordenada y prudente, sin convulsiones ni precipitaciones arriesgadas que pudieran desestabilizar el proceso. Con el cambio de régimen, Estados Unidos apoyaría la incorporación de España a la Comunidad Europea y a la defensa atlántica. De ahí que, además de apoyar al príncipe, lo tutelara de forma activa.

En enero de 1971, don Juan Carlos realizó un largo viaje oficial por Estados Unidos. Nixon y Kissinger se percatarían entonces de que dicha tutela tenía que ser mucho más cerrada y estrecha al convencerse de la escasa solidez y la limitada capacidad intelectual que ofrecía el príncipe para «defender el fuerte» tras la muerte de Franco. Por eso, Nixon le aconsejaría en la larga conversación que ambos mantuvieron en el despacho oval de la Casa Blanca, que en un principio no acometiera grandes reformas hasta tanto no estuviera consolidada la estabilidad del cambio. Es decir, la de don Juan Carlos y la corona.

Tras esa conversación entre Nixon y don Juan Carlos, y la que posteriormente mantendría el príncipe con Kissinger, la preocupación de la administración norteamericana por la sucesión en España aumentó. Nixon envió al mes siguiente —febrero de 1971— al general Vernon Walters a Madrid, en misión secreta, para entrevistarse con Franco. Al presidente le interesaba por encima de todo conocer si el dictador podía cambiar de criterio sobre la elección del príncipe, lo que posiblemente no hubiese sido mal recibido por los norteamericanos, aunque no hay datos conocidos que lo confirmen. Walters era entonces el agregado militar de la embajada norteamericana en París, y había acompañado al presidente Nixon durante su viaje oficial a Madrid de octubre de 1970, al igual que 11 años atrás lo hiciera con Eisenhower en su famosa visita de diciembre de 1959. Por lo tanto, era un experto en los asuntos españoles, como en los de Hispanoamérica. Su trato con el jefe del Estado era abierto. De militar a militar.

La misión de Walters consistía principalmente en hablar con Franco confidencialmente y averiguar cuatro cosas; primero, si la decisión sobre la designación del príncipe era firme e irrevocable; segundo, si tenía pensado hacer el traspaso de poderes en vida; tercero, si había previsto durante ese período de tiempo designar un presidente de Gobierno identificado con el príncipe, y cuarto, saber cómo creía el Caudillo que sería la sucesión. Franco trató de tranquilizar a Nixon y le dijo a Walters que su decisión sobre la persona de don Juan Carlos era firme y definitiva, que no «había ninguna alternativa al príncipe», en el que había depositado su confianza en la seguridad de que sabría resolver bien la nueva situación; le aseguró que la sucesión sería tranquila y pacífica, sin convulsiones, porque la mayoría del pueblo español, asentado establemente en una ancha clase media, había alcanzado una sólida madurez, y porque, en todo caso, su sucesor contaría con el decidido apoyo del Ejército. Walters entregó personalmente aquel informe en la Casa Blanca.

Sin embargo, Nixon y Kissinger insistirían, con discreción y de manera sutil, a fin de evitar que se les pudiera acusar de inmiscuirse en los asuntos internos de España, en que Franco traspasara los poderes al príncipe en vida y cuanto antes, lo que en modo alguno lograrían. Pero se alegraron de la designación del almirante Carrero Blanco como presidente del Gobierno en mayo de 1973, así como de la posterior elección de Arias Navarro, tras el asesinato de Carrero perpetrado por ETA siete meses después de su nombramiento. Kissinger sabía que el aparato estatal franquista era débil e ineficaz, aunque daba por hecho que «Franco había sentado las bases para el desarrollo de instituciones más liberales», y que, inicialmente con Carrero y después con Arias, éste se llevaría a cabo gradualmente.

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