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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (11 page)

BOOK: 3.096 días
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Alicia consigue abandonar ese mundo de las profundidades de la tierra. Porque despierta de su sueño. Cuando yo, después de horas durmiendo, abrí de nuevo los ojos, la pesadilla seguía allí. Era mi realidad.

Todo el libro, que se publicó originalmente como Las aventuras subterráneas de Alicia, era como una descripción exagerada de mi propia situación. Yo también estaba atrapada bajo tierra, en una habitación que el secuestrador había aislado del exterior mediante puertas. Yo también estaba atrapada en un mundo en el que no tenían validez todas las reglas que conocía. Todo lo que hasta entonces había guiado mi vida carecía ahora de sentido. Me había convertido en parte de la fantasía enfermiza de un psicópata que no comprendía. Ya no tenía ninguna relación con el otro mundo en el que yo había vivido. Ni una voz conocida, ni un ruido familiar que me indicara que el mundo estaba todavía allí arriba. ¿Cómo iba a mantener en esa situación un contacto con la realidad y conmigo misma?

Esperaba despertarme pronto, como Alicia. En mi antigua habitación infantil, asustada por una absurda pesadilla que no tenía ninguna relación con mi «mundo verdadero». Pero yo no estaba atrapada en mi sueño, sino en el del secuestrador. Y él tampoco estaba dormido, sino que había hipotecado su vida por la realización de una horrible fantasía de la que tampoco él podía ya escapar.

A partir de aquel momento dejé de intentar convencerle de que me liberara. Sabía que no tenía sentido.

Mi mundo se había reducido a cinco metros cuadrados. Si no quería volverme loca en él, tenía que intentar conquistarlo para mí. No como los naipes en Alicia en el País de la Maravillas, esperando temblorosa el horrible grito de «¡Que le corten la cabeza!»; no como esos seres de fábula, acomodándome a una nueva realidad. Debía intentar crear en aquel siniestro lugar un refugio en el que, sin duda, el secuestrador podría entrar en cualquier momento, pero en el que quería que hubiera lo más posible de mí y de mi mundo anterior: como si fuera un capullo protector.

Empecé a instalarme en el zulo y a transformar el sótano del secuestrador en mi espacio, en mi habitación. Primero le pedí un calendario y un despertador. Estaba atrapada en un agujero temporal en el que el secuestrador era el amo y señor de mi tiempo. Los minutos y las horas se confundían en una especie de velo abúlico que lo cubría todo. Priklopil disponía, como un dios, sobre la luz y la oscuridad en mi mundo. «Y Dios dijo: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Y Dios llamó día a la luz y noche a las tinieblas.» Una bombilla desnuda que me dictaba cuándo debía dormir, cuándo debía estar despierta.

Le había preguntado al secuestrador a diario en qué día de la semana y del mes estábamos. No sabía si me mentía, pero eso tampoco me importaba demasiado. Lo más importante para mí era la sensación de estar en contacto con mi vida anterior de «ahí arriba». Si era día de colegio o fin de semana. Si se acercaban fiestas o cumpleaños que quería celebrar junto a mi familia. Medir el tiempo, eso lo aprendí entonces, es tal vez el ancla más importante en un mundo en el que uno, si no, sufre la amenaza de desvincularse de todo. El calendario me devolvió una cierta orientación… e imágenes a las que el secuestrador no tenía acceso. Sabía si los demás niños tenían que madrugar o podían quedarse un rato más en la cama. Seguí en mi imaginación la rutina diaria de mi madre. Hoy iría a la tienda. Pasado mañana tal vez visitara a una amiga. Y el fin de semana saldría de excursión con su pareja. La distinción de los días de la semana me proporcionó un soporte al que agarrarme.

El despertador fue casi más importante. Le pedí un modelo antiguo, de esos que acompañan el paso de los segundos con un tictac fuerte y monótono. Cuando era pequeña odiaba ese horrible ruido que no me dejaba dormir y se metía en mis sueños. Pero ahora me aferraba a ese tictac como alguien debajo del agua se agarra al último junco por el que le llega algo de aire a los pulmones. El despertador me demostraba con cada tictac que el tiempo no se había detenido y que la tierra seguía girando. En mi estado de anulación, sin noción del tiempo ni el espacio, era mi conexión con el mundo real.

Si hacía un esfuerzo podía concentrarme tanto en su sonido que, al menos durante un par de minutos, conseguía anular el irritante zumbido del ventilador que llenaba el pequeño espacio casi hasta producirme dolor. Por la noche, cuando estaba echada en la tumbona y no podía dormir, el tictac del despertador era como una larga cuerda por la que podía escapar del zulo y descolgarme hasta mi cama infantil en casa de la abuela. Allí podría dormir plácidamente, con la tranquilidad de que ella velaba por mí desde la habitación de al lado. Esas noches me frotaba las manos con un poco de aguardiente francés. Al hundir la cara en ellas y sentir su olor característico, me invadía una sensación de intimidad. Como cuando, siendo pequeña, hundía la cara en el delantal de mi abuela. Entonces conseguía dormirme.

Durante el día me ocupaba de hacer la pequeña habitación lo más habitable posible. Le pedí al secuestrador productos de limpieza para eliminar el desagradable olor a sótano y muerte. Debido a la humedad añadida que suponía mi presencia, sobre el suelo se había formado una capa fina y negra de moho que hacía el aire aún más irrespirable. En algún punto se había levantado el laminado por la humedad que subía del subsuelo. La mancha era un continuo y doloroso recuerdo de que me encontraba bajo tierra. El secuestrador me trajo una escoba y un recogedor rojos, una botella de Pril, un ambientador y unos paños con olor a tomillo que yo antes había visto anunciados.

Todos los días barría a conciencia cada rincón del zulo y fregaba el suelo. Empezaba a limpiar por la puerta. Allí la pared era poco más ancha que la propia puerta. Luego seguía por la izquierda hasta el rincón donde se encontraban el váter y el fregadero. Podía pasar horas quitando con productos antical las pequeñas gotitas del metal hasta que brillaba impoluto y limpiando el váter hasta que brotaba una valiosa flor de porcelana del suelo. Después limpiaba el resto del cuarto: primero la pared más larga, luego la más corta, hasta que llegaba a la estrecha pared que se encontraba enfrente de la puerta. Por último echaba mi tumbona a un lado y limpiaba el centro de la habitación. Tenía mucho cuidado de no usar demasiados paños para no aumentar la humedad del cuarto.

Al terminar flotaba en el aire una versión química de frescor, naturaleza y vida que yo respiraba profundamente. Una vez había echado un poco de ambientador podía descansar un rato. El olor a lavanda no era especialmente agradable, pero me transmitía la ilusión de prados llenos de flores. Y si cerraba los ojos, la foto que aparecía en el espray se convertía en un decorado que ocultaba las paredes de mi prisión: yo corría en mi imaginación a lo largo de interminables hileras de lavandas azul violeta, sintiendo el áspero olor de las flores y la tierra bajo mis pies. El zumbido de las abejas llenaba el aire templado, el sol me calentaba la nuca. Sobre mi cabeza se abría un cielo de un profundo color azul, alto, inmenso. Los campos llegaban hasta el horizonte, sin muros, sin límites. Yo corría y corría, tan deprisa que tenía la sensación de volar. Y nada me frenaba en esa inmensidad azul violeta.

Al abrir los ojos las paredes desnudas me devolvían a la realidad.

Imágenes. Necesitaba más imágenes. Imágenes de mi mundo que yo pudiera crear. Que no procedieran de la fantasía enferma del secuestrador, que pudiera ver en cada rincón del cuarto. Empecé a pintar poco a poco, con las ceras que llevaba en la mochila, las tablas con que estaba revestida la pared. Quería dejar una huella tras de mí, como hacen los presos con las paredes de sus celdas: dibujos, frases, muescas por cada día que pasa. No lo hacen por aburrimiento, eso ya lo sabía: pintar es un método para superar la sensación de impotencia y de estar a merced de alguien. Lo hacen para demostrarse a sí mismos y a todos los que entren alguna vez en esa celda que existen… o que al menos han existido alguna vez.

Mis pinturas tenían un segundo objetivo: con ellas me creaba un decorado en el que podía imaginar que estaba en casa. Primero intenté pintar el vestíbulo de nuestra casa en la pared: en la puerta del zulo pinté el picaporte de la puerta de entrada a mi casa; en la pared de al lado, la pequeña cómoda que todavía hoy tiene mi madre en el pasillo. Dibujé con todo detalle su contorno y los tiradores de los cajones: la cera no me daba para más, pero me bastaba para crear una ilusión. Cuando estaba echada en la tumbona y miraba hacia la puerta, podía imaginar que ésta se abría y que mi madre entraba, me saludaba y dejaba las llaves sobre la cómoda.

Luego pinté un árbol genealógico en la pared. Mi nombre estaba abajo del todo, luego venían los nombres de mis hermanas, los de sus maridos y sus hijos, los de mi madre y su novio, los de mi padre y su novia y, por último, los de mis abuelos. Pasé mucho tiempo creando este árbol genealógico. Me permitía ocupar un lugar en el mundo y me hacía sentir que era parte de una familia, parte de un conjunto… y no un átomo perdido fuera del mundo real, como me sentía con frecuencia.

En la pared de enfrente pinté un coche enorme. Se supone que era un Mercedes SL plateado, mi modelo favorito, del que tenía en casa una miniatura y que me quería comprar cuando fuera mayor. En vez de ruedas tenía unos pechos. Lo había visto una vez en un graffiti pintado en una pared de cemento cerca de nuestra urbanización. No sé muy bien por qué elegí ese motivo. Es evidente que buscaba algo fuerte, supuestamente adulto. Ya en los últimos meses había irritado a veces a mis profesores con mis provocaciones. Antes de clase podíamos pintar en la pizarra con tiza siempre y cuando la borráramos bien y a tiempo. Mientras otros niños dibujaban flores y figuras de cómic, yo escribía: «¡Huelga!», «¡Revolución!» o «¡Profesores fuera!». No parecía una actitud muy adecuada en aquella pequeña clase en la que nos trataban como si siguiéramos en el jardín de infancia. No sé si es que en aquella época yo estaba más cerca de la pubertad que el resto de mis compañeros o si es que quería ganar puntos ante aquellos que siempre se burlaban de mí. En cualquier caso, en el zulo la pequeña rebeldía que escondía ese dibujo me proporcionaba fuerza. Lo mismo que la palabrota que grabé con letra pequeña en un punto escondido de la pared: «C…». Quería rebelarme, hacer algo prohibido. El secuestrador no pareció muy impresionado con el dibujo, no hizo el más mínimo comentario al respecto.

Pero el cambio más importante se produjo cuando entraron una televisión y un vídeo en mi refugio. Se los había pedido a Priklopil en repetidas ocasiones, y un día cargó ambos aparatos hasta abajo y los puso encima de la cómoda, junto al ordenador. Tras semanas en las que sólo había visto una única forma de «vida», mi secuestrador, con la llegada de la pantalla por fin podía disfrutar de una cierta compañía humana.

Al principio el secuestrador me ponía simplemente la programación diaria que él había grabado. Pero enseguida se cansó de suprimir las noticias, en las que todavía se informaba sobre mi caso. Jamás habría permitido que me llegaran indicios de que en el mundo exterior no se habían olvidado de mí. La idea de que mi vida no le importaba a nadie, ni siquiera a mis padres, era su principal arma psicológica para que yo siguiera siendo dócil y dependiendo de él.

Por eso luego me traía sólo algunos programas o viejas cintas de vídeo con películas que había grabado a comienzos de los años noventa. Alf el extraterrestre, la encantadora Jeannie, Al Bundy y su «horrible adorable familia» o los Taylor de Un chapuzas en casa fueron el equivalente a mi familia y mis amigos. Me alegraba cada día de volver a encontrarme con ellos, y los observaba con más atención que cualquier otro telespectador. Cualquier detalle del trato que tenían entre ellos, cualquier pequeño diálogo me parecía interesante. Analizaba cada elemento de los decorados, que ampliaban el radio al que yo tenía acceso. Eran mi única «ventana» a otras casas, aunque a veces eran tan precarios y estaban tan mal construidos que enseguida se desvanecía la ilusión de que tenía acceso a la «vida real». Tal vez fuera ése el motivo por el que más tarde preferí las series de ciencia ficción: Star Trek, Stargate, A través del tiempo, Regreso al futuro… todo lo que tenía que ver con los viajes espaciales y a través del tiempo me fascinaba. Los héroes de esas películas se movían en mundos nuevos, en galaxias desconocidas. Aunque tenían los medios técnicos para poder desaparecer cuando se encontraban en medio de las situaciones más peligrosas.

Un día de esa primavera que yo sólo sabía que había empezado gracias al calendario, el secuestrador me llevó una radio. Algo en mi interior saltó de alegría. ¡Una radio! ¡Ese sí que era un contacto con el mundo real! Noticias, los programas matinales que sonaban en la cocina mientras yo desayunaba, música… y tal vez una señal fortuita de que mis padres no me habían olvidado. «Naturalmente no podrás escuchar ninguna emisora austríaca», dijo el secuestrador echando por tierra todas mis ilusiones, mientras enchufaba el aparato. En cualquier caso, podría escuchar música. Pero cuando el locutor empezó a hablar, yo no entendía una sola palabra: el secuestrador había manipulado la radio para que sólo se captaran emisoras checas.

Pasé horas tocando aquel pequeño aparato que podría haber sido mi puerta al mundo exterior. Buscando una palabra en alemán, una sintonía conocida. Nada. Sólo una voz a la que no entendía. Una voz que aunque por un lado me hacía sentir que no estaba sola, por otro lado hacía aumentar la sensación de alienación, de aislamiento.

Moví el dial con desesperación, milímetro a milímetro, cambié mil veces la posición de la antena. Pero aparte de esa única frecuencia sólo se oía un fuerte zumbido.

Más tarde el secuestrador me trajo un walkman. Como suponía que él sólo tendría música de grupos antiguos, le pedí cintas de los Beatles y de Abba. Cuando por la noche se apagaba la luz, ya no tenía que quedarme sola con mi miedo en la oscuridad, sino que —mientras duraban las pilas— podía escuchar música. Las mismas canciones una y otra vez.

Mi medio más importante para no aburrirme ni volverme loca fueron los libros. El primero que me trajo el secuestrador fue El aula voladora, de Erich Kästner. Luego le siguió una serie de clásicos: La cabaña del Tío Tom, Robinson Crusoe, Tom Sawyer, Alicia en el País de las Maravillas, El libro de la selva, La isla del tesoro y Kon-Tiki. Devoré los libros del Pato Donald, sus tres sobrinos, el avaro Tío Güito y el ingenioso Ungenio Tarconi. Más tarde le pedí libros de Agatha Christie, que conocía por mi madre, y leí un montón de novelas de detectives, como Jerry Cotton, y de ciencia ficción. Las novelas me catapultaban a un mundo totalmente diferente y captaban tanto mi atención que durante horas olvidaba dónde estaba. Por eso fue la lectura tan importante para mí, para mi supervivencia. Mientras con la televisión y la radio introducía la ilusión de la sociedad en el zulo, al leer lo abandonaba durante horas.

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