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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (9 page)

BOOK: 3.096 días
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Seis días después del secuestro el jefe de la investigación anunciaba en los medios de comunicación: «Tanto en Austria como en Hungría, donde policías uniformados buscan a Natascha, continúan las investigaciones. No obstante, se descarta la posibilidad de encontrar a la niña con vida». Ninguno de los numerosos indicios resultó ser una pista fiable.

Aunque la policía no siguió la única pista que podía haberles conducido hasta mí: el viernes, un día después de mi secuestro, se presentó en comisaría una niña de doce años y dijo que había visto que en la calle Melangasse una niña era obligada a entrar en una furgoneta blanca con los cristales tintados. Pero la policía no consideró fiable esta información.

No podía imaginar, allí en mi escondrijo, que en el exterior se empezaba a barajar la posibilidad de que estuviera muerta. Estaba convencida de que continuaba la búsqueda. Cuando estaba echada en mi tumbona, mirando fijamente el techo, bajo y claro, con la bombilla desnuda, imaginaba a la policía hablando con cada uno de mis compañeros y las respuestas que éstos daban. Vi a mis profesoras repitiendo una y otra vez cuándo y dónde me habían visto por última vez. Pensaba cuál de los muchos vecinos de la urbanización de la calle Rennbahnweg podía haberme observado cuando salía de casa, o si alguien había visto el secuestro en la calle Melangasse y la furgoneta blanca.

Más tiempo dedicaba aún a la fantasía de que el secuestrador iba a pedir un rescate y, tras la entrega del dinero, me dejaría en libertad. Cada vez que me calentaba la comida arrancaba las pequeñas fotos de los envases y me las guardaba en un bolsillo del vestido. Gracias a las películas sabía que muchas veces los secuestradores tienen que demostrar que su víctima sigue con vida para que les entreguen el dinero. Yo estaba preparada para ello: con las fotos podría demostrar que había comido con regularidad. Y también podía demostrarme a mí misma que seguía viva.

También por seguridad arranqué una astilla de la encimera donde calentaba la comida y me la guardé en el bolsillo. Con eso no podría salir nada mal. Imaginaba que, tras la entrega del dinero, el secuestrador me abandonaría en algún sitio desconocido y me dejaría allí sola. Luego mis padres serían informados de mi paradero y me recogerían. Iríamos a la policía y yo le entregaría la astilla del contrachapado. Entonces a la policía le bastaría con registrar todos los garajes de Strasshof en busca de un sótano. La encimera sin un trozo de madera sería la prueba definitiva.

Yo grababa en mi cerebro cualquier detalle sobre el secuestrador que me permitiera hacer una descripción después de mi liberación. Me limitaba a los aspectos externos, que apenas delataban nada de él. Cuando visitaba el zulo llevaba camisetas viejas y pantalones de deporte de Adidas, vestimenta práctica para cruzar el estrecho pasadizo que llevaba hasta mi prisión.

Pero ¿qué edad tenía? Lo comparé con los adultos de mi familia: más joven que mi madre, pero mayor que mis hermanas, que entonces rondaban los treinta años. Aunque su aspecto era juvenil, una vez le dije a la cara: «Tú tienes treinta y cinco años». Que tenía razón es algo que descubrí mucho más tarde.

Lo que sí conocí fue su nombre… para olvidarlo inmediatamente después. «Mira, me llamo así», dijo una vez, harto de mis constantes preguntas, y me sujetó una tarjeta de visita delante de los ojos durante unos segundos. «Wolfgang Priklopil», ponía en ella. «Naturalmente, ése no es mi nombre verdadero», añadió enseguida, y se echó a reír. A mí no me pareció muy creíble que un criminal tuviera un nombre tan vulgar como Wolfgang. El apellido no lo pude descifrar en tan poco tiempo, es complicado y difícil de leer para un niño. «Pero a lo mejor me llamo Holzapfel», añadió antes de cerrar de nuevo la puerta a sus espaldas. En aquel entonces ese nombre no me decía nada. Hoy sé que Ernst Holzapfel era para Wolfgang Priklopil algo así como su mejor amigo.

Cuanto más se acercaba el 25 de marzo, más nerviosa me ponía yo. Desde mi secuestro, todos los días le preguntaba a Priklopil la fecha y la hora para no perder por completo la orientación. Para mí no existían los días y las noches, y aunque afuera comenzara la primavera, en el sótano se notaba frío en cuanto apagaba la estufa. Una mañana me contestó: «Lunes 23 de marzo». Llevaba tres semanas sin el más mínimo contacto con el exterior. Y faltaban dos días para el cumpleaños de mi madre.

La fecha tenía para mí un gran valor simbólico: si pasaba sin que yo pudiera felicitar a mi madre el cautiverio dejaría de ser una pesadilla pasajera para convertirse en una cruda realidad. Hasta entonces sólo me había perdido unos días de clase. Pero no estar en casa en una celebración familiar tan importante significaba marcar un hito claro: «Ése fue el cumpleaños en el que Natascha no estaba», oía a mi madre contar a sus nietos. O peor aún: «Ése fue el primer cumpleaños en que Natascha no estaba».

Me atormentaba profundamente haberme marchado de casa enfadada y no poder decirle a mi madre, en su cumpleaños, que no había sido ésa mi intención y que la quería. Intenté detener el tiempo en mi cabeza, y pensaba con desesperación cómo podía hacerle llegar un mensaje. A lo mejor esta vez lo conseguía, no como había ocurrido con la carta. Renunciaría a incluir referencias ocultas al lugar donde me encontraba. Dar señales de vida por su cumpleaños, eso es todo lo que quería.

En la siguiente comida que hicimos juntos le di tanto la lata al secuestrador que se mostró dispuesto a llevarme al día siguiente una grabadora. ¡Podría grabar un mensaje para mi madre!

Hice todo lo posible para que mi voz sonara alegre en la grabación: «Querida mamá, estoy bien. No te preocupes por mí. Muchas felicidades por tu cumpleaños. Te echo mucho de menos». Tuve que volver a empezar varias veces desde el principio porque las lágrimas me corrían por las mejillas y no quería que mi madre me oyera llorar.

Cuando acabé, Priklopil cogió la grabadora y me aseguró que llamaría a mi madre para que oyera mi mensaje. Yo no quería otra cosa más que creerle. Para mí suponía un alivio infinito que mi madre no tuviera que preocuparse tanto por mí.

Jamás escuchó la cinta.

Para el secuestrador, la afirmación de que le había reproducido la cinta a mi madre fue una baza importante en su juego manipulador para mantener el dominio, pues poco después cambió de estrategia y ya no hablaba de hombres malvados…, sino de un secuestro para pedir un rescate.

Aseguraba una y otra vez que había contactado con mis padres, pero que era evidente que no tenían ningún interés en que yo fuera liberada. «Tus padres no te quieren.»

«No quieren que vuelvas.»

«Se alegran de haberse librado por fin de ti.»

Las frases escocían como ácido en las heridas abiertas de una niña que ya antes no se había sentido querida. Pero no le creí ni una sola vez cuando afirmaba que mis padres querían deshacerse de mí. Sabía que no les sobraba el dinero, pero estaba firmemente convencida de que harían lo imposible por reunir la cantidad exigida como rescate.

«¡Sé que mis padres me quieren, me lo han dicho muchas veces!», sostenía yo con valentía ante las malvadas afirmaciones del secuestrador. Él se lamentaba de no haber recibido ninguna respuesta.

La duda que ya había sido sembrada antes del secuestro fue creciendo.

Fue socavando de forma sistemática la fe que tenía en mi familia y, con ello, un importante fundamento de mi autoestima ya dañada. La seguridad de contar con el apoyo de una familia que haría todo lo posible por liberarme desapareció poco a poco. Pasaba un día tras otro y nadie venía a salvarme.

¿Por qué había sido precisamente yo la víctima de aquel secuestro? ¿Por qué me había elegido a mí? ¿Por qué me había encerrado? Estas cuestiones empezaron a atormentarme entonces y lo siguen haciendo todavía hoy. Me resultaba tan difícil entender los motivos de aquel acto criminal que busqué una respuesta con desesperación: quería que el secuestro tuviera algún sentido, una lógica clara que tal vez hasta entonces no había descubierto, pero que lo convertía en algo más que un simple ataque casual. Todavía hoy me resulta muy difícil aceptar que perdí mi juventud debido tan sólo al capricho y la enfermedad mental de un único hombre.

El secuestrador tampoco me dio nunca una respuesta a estas preguntas, a pesar de que yo se las repetía constantemente. Sólo una vez me dijo: «Te vi en una fotografía escolar y te elegí». Pero también esta afirmación la retiró más tarde al decir: «Viniste hasta mí como un gato vagabundo. Y uno se puede quedar un gato que encuentra por la calle». O bien: «Te he salvado. Deberías estar agradecida». Al final de mi secuestro fue más sincero: «Siempre quise tener una esclava». Pero pasaron muchos años antes de que pronunciara esta frase.

Nunca he sabido por qué me secuestró. ¿Porque fue fácil elegirme como víctima? Priklopil se crió en el mismo distrito de Viena que yo. En la época en que mi padre me llevaba con él en los repartos por las tiendas él era un joven de veintitantos años que se movía en los mismos ambientes que nosotros. En realidad, cuando iba al colegio muchas veces me sorprendía de la cantidad de gente que me saludaba sonriendo por la calle porque me conocía de aquellos viajes con mi padre, al que le gustaba presumir de su hija siempre bien vestida con sus bonitos trajes recién planchados. Puede que él fuera uno de los hombres que en aquel entonces se fijaban en mí.

Pero también es posible que fueran otros los que le hicieran reparar en mí. Tal vez fuera cierta la historia de la red de pederastas. En aquellos tiempos existían tanto en Austria como en Alemania organizaciones de ese tipo que no dudaban en secuestrar niños para sus crueles prácticas. Y el descubrimiento en Bélgica de un zulo en casa de Marc Dutroux, que había secuestrado y abusado de varias niñas, se había producido apenas dos años antes. En cualquier caso, ni siquiera hoy sé si Priklopil me secuestró por encargo de otros —lo que aseguraba al principio— o si actuó en solitario. Prefiero descartar la primera posibilidad: resulta horrible pensar que los verdaderos culpables pueden estar libres en cualquier lugar. Pero durante mi cautiverio no vi ningún indicio, aparte de las alusiones iniciales de Priklopil, de la existencia de unos cómplices.

Yo entonces tenía una imagen clara de las víctimas de un secuestro: se trataba de niñas rubias, pequeñas y muy delgadas, casi transparentes, que andan por el mundo como ángeles desprotegidos. Las imaginaba como seres con el pelo tan sedoso que resulta inevitable tocarlo. Cuya belleza impacta tanto a los hombres enfermos que cometen actos violentos para tenerlas a su lado. Yo, en cambio, tenía el pelo castaño y me sentía gorda y poco atractiva. Sobre todo en la mañana de mi secuestro. No respondía a la imagen que yo misma tenía de las víctimas de un secuestro.

Ahora sé que estaba equivocada. Los secuestradores buscan precisamente niños poco aparentes y con poca autoestima. La belleza no tiene importancia cuando se trata de raptos o violencia sexual. Los estudios demuestran que los niños con disminuciones físicas o psíquicas y los que tienen problemas familiares corren mayor riesgo de convertirse en víctimas de un delito de este tipo. Les siguen en la lista los niños como yo en aquella mañana del 2 de marzo: estaba asustada, tenía miedo y un instante antes había llorado. Me sentía insegura, mis pasos eran cortos y vacilantes. Tal vez él lo viera. Tal vez notó que yo me sentía muy poca cosa y ese día decidió de forma espontánea que sería su víctima.

Como no encontraba una causa externa de mi secuestro, empecé a buscar la culpa en mi interior. La discusión con mi madre la tarde anterior al secuestro pasó ante mis ojos como un bucle infinito. Sentí miedo ante la idea de que el secuestro pudiera ser un castigo por haber sido una mala hija. Por haberme marchado sin una sola palabra de reconciliación. Todo daba vueltas en mi cabeza. Empecé a buscar errores cometidos en el pasado. Cualquier pequeña mala contestación. Cualquier situación en la que no había sido buena o simpática. Hoy sé que se trata de un mecanismo normal, que muchas veces las víctimas se sienten culpables de lo que les ha sucedido. Entonces era un torbellino que me arrastraba y contra el que no podía luchar. La molesta claridad que me mantuvo despierta durante las primeras noches había sido sustituida entretanto por la oscuridad más completa. Cuando por la tarde el secuestrador desenroscaba la bombilla y cerraba la puerta tras de sí, me sentía al margen de todo: ciega, sorda a causa del continuo zumbido del ventilador, incapaz de orientarme en la habitación y a veces incluso de sentirme a mí misma. Los psicólogos lo denominan sensory deprivation: privación sensorial. La supresión de todos los estímulos de los sentidos. En aquel momento yo sólo sabía que corría peligro de volverme loca en aquella soledad extrema.

Desde el momento en que me dejaba sola por la tarde hasta el desayuno yo quedaba como en suspenso. No podía hacer otra cosa que estar tumbada y mirar fijamente a la oscuridad. A veces gritaba y golpeaba las paredes con la vana esperanza de que alguien pudiera oírme.

A pesar de todos mis miedos y mi soledad, sólo dependía de mí misma. Intenté infundirme ánimos y dominar mi pánico con medios «racionales». Fueron palabras que en aquel momento me salvaron. Al igual que alguien teje durante horas y al final tiene unas puntillas llenas de filigranas, las palabras también se entrelazaban en mi cabeza, y me escribí a mí misma largas cartas y pequeñas historias que nadie plasmaría nunca en el papel.

El punto de partida de mis historias eran, por lo general, mis planes de futuro. Imaginaba con todo detalle cómo sería mi vida tras la liberación. Sacaría mejores notas en todas las asignaturas y superaría mi miedo a la gente. Me proponía hacer más deporte y adelgazar para así poder participar en los juegos de los demás niños. Imaginaba que una vez liberada iría a otro colegio —estaba entonces en cuarto de primaria— y pensaba cómo reaccionarían mis compañeros ante mi presencia. ¿Sabrían de mi secuestro? ¿Me creerían y me aceptarían como uno de los suyos? Pero lo que más me gustaba imaginar era el encuentro con mis padres. Cómo me abrazaban, cómo me levantaba mi padre por los aires. Cómo regresaba al mundo de mi primera infancia y olvidaba los tiempos de peleas y humillaciones.

Otras noches esas fantasías de futuro no bastaban. Entonces asumía el papel de mi madre ausente, me dividía en dos partes y me daba ánimo a mí misma: «Esto es como las vacaciones. Estás lejos de casa, de acuerdo, pero cuando estás de vacaciones tampoco puedes llamar. Cuando estás de vacaciones no tienes teléfono y tampoco se derrumba uno por haber pasado una mala noche. Cuando se acaben las vacaciones volverás a casa con nosotros y empezarán de nuevo las clases».

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