La receta de su madre estaba encima de la mesa de la cocina, yo la había leído mil veces para no cometer ningún fallo: separar las claras de las yemas. Tamizar la harina con la levadura. Montar las claras a punto de nieve. Él estaba detrás de mí y me observaba nervioso.
«¡Mi madre bate los huevos de otra forma!»
«¡Mi madre lo hace mucho mejor!»
«¡Eres muy torpe, ten cuidado!»
Había caído un poco de harina en la mesa. Me gritó y me reprochó que iba todo demasiado despacio. Su madre habría… Yo me estaba esforzando, pero hiciera lo que hiciese, a él no le bastaba. «Si tu madre lo hace tan bien, ¿por qué no le dices que te haga ella el bizcocho?» Simplemente se me escapó. Y fue demasiado.
Se puso a dar patadas como un niño malcriado, tiró el cuenco con la masa al suelo y me empujó contra la mesa de la cocina. Luego me arrastró hasta el sótano y me encerró. Era un día luminoso, pero él me privó de la luz. Sabía cómo torturarme.
Me eché en la cama y me balanceé suavemente de un lado para otro. No podía llorar ni sumergirme en mis sueños. Al más mínimo movimiento volvía el dolor de los golpes y hematomas. Pero me quedé allí, sin decir nada, tumbada en la más absoluta oscuridad, como si estuviera al margen del tiempo y el espacio.
El secuestrador no regresó. El despertador, con su tictac, me aseguraba que el tiempo no se había detenido. Debí de quedarme dormida, aunque no podía recordarlo. Todo se mezclaba, los sueños se convirtieron en delirios en los que me veía corriendo por la playa con unos chicos de mi edad. En mi sueño la luz era muy brillante; el agua, muy azul. Yo volaba con una cometa por encima del agua, el viento jugueteaba en mi pelo, el sol me quemaba en los brazos. Era una sensación de total libertad, una sensación de estar viva. Yo actuaba sobre un escenario, mis padres estaban sentados entre el público y yo cantaba con todas mis fuerzas una canción. Mi madre aplaudía, luego se puso de pie y me abrazó. Yo llevaba un precioso vestido de tela brillante, suave y delicada. Me sentía guapa, fuerte, sana.
Cuando me desperté, todo seguía oscuro. El despertador continuaba con su monótono tictac. Era la única señal de que el tiempo no se había detenido. Permanecí sin luz todo el día.
El secuestrador no vino esa tarde y tampoco al día siguiente. Tenía hambre, me sonaban las tripas, empezaba a sentir calambres. Tenía un poco de agua en el zulo, eso era todo. Pero beber no servía de mucho. Sólo podía pensar en la comida. ¡Habría hecho cualquier cosa por un trozo de pan!
A lo largo del día fui perdiendo el control sobre mi cuerpo, sobre mi mente. Los dolores de tripa, la debilidad, la certeza de que me había pasado de la raya y él me iba a dejar morir allí, sola. Me sentía como si estuviera a bordo del Titanic en pleno hundimiento. Se había ido la luz, el barco se inclinaba lenta, pero inevitablemente, hacia un lado. No había escapatoria, sentí el agua fría, oscura, subiendo. La sentí en las piernas, en la espalda, me rodeó los brazos y el tronco. Subía, subía cada vez más… ¡Ya! Un rayo de luz deslumbrante iluminó mi cara, oí que algo caía al suelo con un golpe sordo. Luego una voz: «¡Ahí tienes!». Después se cerró la puerta. Todo quedó otra vez a oscuras.
Alcé la cabeza. Estaba bañada en sudor y no sabía dónde me encontraba. El agua que me arrastraba a las profundidades había desaparecido. Pero todo se balanceaba. Yo me balanceaba. Y debajo de mí no había nada, una nada negra en la que mi mano sólo encontraba el vacío. No sé cuánto tiempo estuve atrapada en esa idea antes de darme cuenta de que me encontraba en mi cama alta del zulo. El tiempo que tardé en reunir fuerzas suficientes para acercarme a la escalerilla y descender por ella de espaldas, peldaño a peldaño me pareció una eternidad. Cuando llegué al suelo, avancé a cuatro patas. Mi mano se topó con una bolsa de plástico. La rasgué con dedos temblorosos, con tal torpeza que el contenido cayó al suelo. Palpé muerta de pánico a mi alrededor, hasta que noté algo alargado, fresco, bajo los dedos. ¿Una zanahoria? Limpié ese algo con la mano y le di un mordisco. Me había lanzado una bolsa de zanahorias dentro del zulo. Avancé de rodillas por el suelo hasta que creí haber recogido todas. Luego me las llevé a la cama. Cada vez que subía a la litera me parecía que estaba escalando una gran montaña, pero me hacía circular la sangre. Devoré las zanahorias, una tras otra. Mi tripa hizo un ruido y se encogió. Los dolores eran terribles.
Al cabo de dos días el secuestrador volvió a dejarme subir a la casa. En la escalera del garaje tuve que cerrar los ojos, pues hasta la penumbra me cegaba. Respiré hondo, sabía que de nuevo había conseguido sobrevivir.
«¿Vas a ser buena? —me preguntó cuando llegamos arriba—. Tendrás que portarte mejor, si no tendré que volver a encerrarte.» Yo estaba demasiado débil para contestarle. Al día siguiente vi que tenía amarilla la piel de la parte interior de los muslos y la tripa. La beta-carotina de las zanahorias se había acumulado en la última capa de grasa que me quedaba bajo la piel blanca y transparente. Entonces pesaba 3 8 kilos, tenía dieciséis años y medía 1,57.
Pesarme a diario se convirtió en una costumbre, y veía cómo la aguja de la báscula bajaba día a día. El secuestrador había perdido toda referencia y seguía manteniendo que estaba demasiado gorda. Y yo le creía. Hoy sé que mi índice de masa corporal era entonces de 14,8. La Organización Mundial de la Salud ha establecido el valor de 15 como umbral de una amenaza de muerte por inanición. Yo estaba entonces por debajo.
El hambre es una experiencia límite. Al principio uno se encuentra todavía bien: cuando se corta el suministro de alimento, el cuerpo se estimula a sí mismo. Bombea adrenalina al sistema. Uno se siente de pronto muy bien, lleno de energía. Es un mecanismo por el que el cuerpo manda una señal: todavía tengo reservas, puedes emplearlas en la búsqueda de alimento. Si uno está encerrado bajo tierra no puede buscar alimento, las señales de la adrenalina no sirven de nada. A ello se unen luego el ruido de tripas y las fantasías en torno a la comida. Sólo se puede pensar en comer. Más tarde se pierde el contacto con la realidad, se cae en el delirio. Ya no se sueña, sino que simplemente se cambia de mundo. Se ven al alcance de la mano bufes, grandes platos de espaguetis, tartas y bollos. Un espejismo. Calambres que sacuden todo el cuerpo, que hacen que parezca que el estómago se va a romper. Los dolores que el hambre puede provocar son insoportables. Eso no se sabe cuando se entiende por hambre un simple ruido de tripas. Me gustaría no haber conocido esos calambres. Al final viene la debilidad. Apenas se pueden levantar los brazos, la sangre deja de circular, y cuando uno se pone de pie, se le nubla la vista y se cae.
Mi cuerpo mostraba evidentes secuelas de la falta de luz y comida. Sólo tenía huesos y piel, y me aparecieron unas manchas de un tono negro azulado en las pantorrillas. No sé si se debían al hambre o a los largos períodos sin luz, pero resultaban inquietantes: parecían manchas cadavéricas.
Cuando el secuestrador me dejaba largas temporadas sin comer, luego me alimentaba poco a poco hasta que tenía otra vez fuerzas para trabajar. Tardaba mucho, porque tras una larga fase de hambre sólo podía recibir alimento a cucharadas. Me daba asco hasta el olor de la comida, aunque ésta hubiera sido objeto de mis fantasías durante días. Cuando ya estaba otra vez «fuerte», de nuevo volvía a racionarme la comida. Lo hacía con un objetivo claro: «¡Estás muy respondona, tienes demasiada energía!», decía a veces antes de retirarme el último bocado de mi escasa comida. Al mismo tiempo empeoraba su propio trastorno alimentario, que me trasladó a mí. Sus forzados intentos de comer sano tomaban formas absurdas. «Todos los días vamos a beber un vaso de vino para prevenir el infarto», me anunció un día. A partir de entonces tuve que beber vino tinto todos los días. Eran sólo un par de tragos, pero el sabor me daba asco, me tragaba el vino como si fuera una medicina. A él tampoco le gustaba, pero se obligaba a beber un vasito con las comidas. No era nunca una cuestión de placer, sino de establecer una nueva regla que él —y yo también— debía seguir de forma estricta.
Lo siguiente fue considerar como enemigos a los hidratos de carbono: «Ahora vamos a seguir una dieta cetogénica». A partir de entonces quedaron prohibidos el azúcar, el pan, incluso la fruta. Sólo podía tomar alimentos ricos en grasas y proteínas. Aunque fueran raciones diminutas, mi consumido cuerpo asimilaba cada vez peor ese tratamiento. Sobre todo cuando pasaba días encerrada sin alimento en el zulo y luego arriba comía carne grasa y huevos. Cuando me sentaba a comer con el secuestrador, engullía mi ración lo más deprisa posible. Si terminaba antes que él podía confiar en que me dejara comer más, pues se sentía incómodo si yo le miraba mientras comía.
Lo peor era cuando, estando muerta de hambre, tenía que cocinar. Un día me dejó una receta de su madre y un paquete de trozos de bacalao en la encimera de la cocina. Yo pelé patatas, enhariné el bacalao, separé las yemas de las claras y pasé los trozos de pescado por las yemas batidas. Luego calenté un poco de aceite en una sartén, pasé el pescado por pan rallado y lo freí. Él estaba, como siempre, sentado en la cocina comentando cada uno de mis movimientos:
«Mi madre lo hace diez veces más deprisa.»
«¡Mira, el aceite está demasiado caliente, vaca estúpida!»
«¡No mondes tan gruesas las patatas, menudo derroche!»
El olor del pescado frito inundó la cocina y casi me vuelve loca. Saqué los trozos de pescado de la sartén y los puse a escurrir en papel absorbente. La boca se me hacía agua: había pescado suficiente para darse un auténtico festín. ¿Podría comerme dos trozos? ¿Y algunas patatas?
Ya no sé lo que hice mal en ese momento. Sólo recuerdo que Priklopil dio de pronto un salto, me arrancó de las manos la fuente que yo iba a poner sobre la mesa y me gritó: «¡Hoy no vas a comer!».
En ese momento perdí el control. Estaba tan hambrienta que habría asesinado por un trozo de pescado. Cogí uno e intenté metérmelo en la boca a toda prisa. Sin embargo él fue más rápido y me dio un golpe en la mano que hizo caer el pescado. Intenté atrapar un segundo trozo, entonces me agarró la muñeca y me apretó hasta que lo dejé caer. Me tiré al suelo para recoger los restos que habían caído durante nuestra pelea. Conseguí meterme un trozo diminuto en la boca. Pero enseguida me agarró por el cuello, me levantó, me arrastró hasta el fregadero y me metió la cabeza en él. Con la otra mano me separó los dientes y apretó hasta que el bocado prohibido subió por mi garganta. «¡Así aprenderás!» Luego cogió la fuente con toda tranquilidad y se fue al comedor. Yo me quedé en la cocina temblando, me sentía desvalida y humillada.
Con esos métodos el secuestrador conseguía mantenerme débil y atrapada en una mezcla de dependencia y agradecimiento. Un perro nunca muerde la mano que le da de comer. Para mí sólo existía una mano que podía salvarme de la muerte por inanición. Era la mano del mismo hombre que me llevaba hacia ella. Así, las diminutas raciones me parecían a veces regalos generosos. Tengo un recuerdo tan vivo de la ensalada de salchichas que su madre preparaba a veces los fines de semana que todavía hoy me parece una exquisitez. A veces me daba un pequeño plato cuando podía subir a la casa después de dos o tres días en el zulo. Por lo general ya sólo flotaban la cebolla y un par de trozos de tomate en el caldo, la salchicha y los huevos cocidos los había pescado él antes. Pero esos restos me parecían un manjar. Si además me daba un poco de su plato y luego un trozo de tarta, me sentía feliz. ¡Es tan fácil ganarse el afecto de una persona a la que se deja pasar hambre!
El día 1 de marzo comenzó en Bélgica el juicio contra el asesino en serie Marc Dutroux. Recordaba su caso perfectamente. Yo tenía ocho años cuando en agosto de 1996 la policía entró en su casa y liberó a dos niñas: Sabine Dardenne, de doce años, y Laetitia Delhez, de catorce. Encontraron los cadáveres de otras cuatro.
Durante meses seguí las noticias sobre el juicio en la radio y la televisión. Tuve conocimiento del martirio de Sabine Dardenne y sufrí cuando tuvo que enfrentarse al secuestrador en la sala. Ella también había sido raptada en una furgoneta cuando iba al colegio. El zulo en el que estuvo encerrada era aún más pequeño que el mío, y su historia durante el cautiverio también era diferente. Ella sí vivió la pesadilla con que el secuestrador me amenazaba a mí. A pesar de que existiera una gran diferencia, los crímenes descubiertos dos años antes de mi secuestro podrían haber servido de inspiración al enfermo Wolfgang Priklopil. Pero no hay pruebas que así lo indiquen.
El juicio me impresionó mucho, a pesar de que no me veía reflejada en Sabine Dardenne. Ella fue liberada tras ochenta días de secuestro. Estaba furiosa y sabía que tenía razón. Llamaba al secuestrador «monstruo» y «cerdo asqueroso», y exigió una disculpa que no recibió delante del tribunal. El secuestro había sido lo suficientemente corto para que ella no se perdiera a sí misma. Yo, en cambio, llevaba en ese momento 2.200 días con sus noches encerrada, mi modo de ver las cosas había cambiado hacía tiempo. Yo sabía que era la víctima de un delito. Pero el largo contacto con el secuestrador, al que necesitaba para sobrevivir, me había hecho interiorizar sus fantasías psicóticas. Ellas eran mi realidad.
Aprendí dos cosas de aquel juicio: en primer lugar, que no siempre se cree a las víctimas de delitos con violencia. Toda la sociedad belga parecía convencida de que tras Marc Dutroux se escondía toda una red que llegaba hasta las más altas esferas. Escuché en la radio numerosas críticas a Sabine Dardenne porque no apoyaba esa teoría, sino que insistía en que ella no había visto a nadie aparte de Dutroux. Y en segundo lugar, que no se puede mostrar compasión y empatía ilimitadas con las víctimas. Pueden convertirse enseguida en agresividad y rechazo.
Más o menos por aquella época oí por primera vez mi nombre en la radio. Estaba escuchando un programa de libros en la emisora cultural 01, cuando de pronto me estremecí: «Natascha Kampusch». Hacía seis años que no oía a nadie pronunciar mi nombre. La única persona que podía hacerlo me había prohibido usarlo. El locutor de la radio lo mencionó en relación con un nuevo libro de Kurt Totzer y Günther Kallinger. El título era: Sin rastro. Los casos de desaparición más espectaculares de la Interpol. Los autores hablaban sobre sus investigaciones… y sobre mí. Un caso misterioso en el que no había ningún rastro fiable ni ningún cadáver. Yo estaba sentada delante de la radio deseando gritar: «¡Estoy aquí! ¡Estoy viva!». Pero no podía oírme nadie.