Hoy, años después de mi autoliberación, me he vuelto más prudente con estas frases. Que en la maldad es posible que se den breves momentos de normalidad, incluso de entendimiento mutuo. Eso es lo que quiero decir cuando hablo de ello: que ni en la realidad ni en las situaciones extremas existen sólo el blanco o el negro, sino que hay sutiles matices que marcan la diferencia. Estos matices fueron decisivos para mí. Quizá me libré de algún abuso al detectar a tiempo un cambio en su estado de ánimo. O por apelar reiteradamente a la conciencia del secuestrador. Al verle como una persona, con una cara muy oscura y otra algo más clara, pude seguir siendo una persona yo misma. Pues así él no podía quebrarme.
Es posible que por eso me oponga de forma tan vehemente a quedar encasillada en el síndrome de Estocolmo. El término surgió tras el atraco en 1973 a un banco en la capital sueca. Los atracadores tuvieron retenidos a cuatro empleados durante cinco días. Para sorpresa de los medios de comunicación, al ser liberados se vio que los rehenes tenían más miedo a la policía que a los atracadores y que incluso los defendían. Algunas de las víctimas pidieron clemencia para los atracadores y les visitaron en la cárcel. La opinión pública no comprendió esa «simpatía» con los delincuentes, y consideró el comportamiento de las víctimas patológico. Entender al secuestrador es una enfermedad, ése fue el diagnóstico. La enfermedad recién descubierta se conoce desde entonces como «síndrome de Estocolmo».
Hoy a veces observo la reacción alegre de los niños pequeños al reunirse con unos padres a los que no han visto en todo el día y que les hablan mal y a veces incluso tienen algún golpe reservado para ellos. Se podría decir que esos niños sufren un síndrome de Estocolmo. Aman a las personas con las que conviven y de las que dependen, aunque no reciban un buen trato de ellas.
Yo también era niña cuando comenzó mi cautiverio. El secuestrador me arrancó de mi mundo y me introdujo en el suyo. El hombre que me había secuestrado, que me había robado mi familia y mi identidad, se convirtió en mi familia. Yo no tenía otra salida que aceptarle como tal, y aprendí a alegrarme de lo positivo y dejar a un lado lo negativo. Como todo niño que crece en unas circunstancias familiares difíciles.
Al principio estaba sorprendida de que yo, como víctima, fuera capaz de establecer esa diferencia, pero la sociedad en que había aterrizado después de mi secuestro no podía aceptar una mínima matización. No me permite ni reflexionar sobre una persona que durante ocho años y medio ha sido la única en mi vida. Hasta la insinuación de que echo de menos la oportunidad de superar el pasado provoca incomprensión.
Entretanto he aprendido que había idealizado un poco esta sociedad. Vivimos en un mundo en el que las mujeres son golpeadas y no pueden escapar de los hombres maltratadores aunque en teoría tengan las puertas abiertas. Una de cada cuatro mujeres es víctima de grave violencia. Una de cada dos sufre experiencias de abuso sexual a lo largo de su vida. Estos delitos están en todas partes, pueden tener lugar tras la puerta de cualquier casa de este país, todos los días, y casi nadie hace otra cosa que lamentarse encogiéndose de hombros.
Esta sociedad necesita criminales como Wolfgang Priklopil para ponerle rostro a la maldad que vive en ella y apartarla de sí. Necesita las imágenes de zulos escondidos en sótanos para no tener que mirar en las numerosas casas y jardines en los que la violencia muestra su cara más burguesa. Utiliza a las víctimas de casos más espectaculares, como yo, para librarse de la responsabilidad de las muchas víctimas sin nombre, a las que no se ayuda… aunque ellas pidan auxilio.
Delitos como el que se cometió contra mí forman la estructura en blanco y negro de las categorías del bien y el mal en que se sustenta la sociedad. El secuestrador tiene que ser una bestia para que uno mismo pueda estar en el lado bueno. Hay que adornar su delito con fantasías sadomasoquistas y orgías salvajes hasta que no tenga nada que ver con la vida propia.
Y la víctima tiene que estar rota y seguir así para que funcione la externalización de la maldad. Una víctima que no asume ese papel personifica la contradicción en la sociedad. No se quiere ver eso. Habría que ocuparse de uno mismo.
Por eso provoco sin querer reacciones negativas en algunas personas. Quizá porque el secuestro y todo lo que me ha ocurrido causan efectos negativos. Como soy la única persona que queda a mano tras el suicidio del secuestrador, me atacan a mí. Sobre todo cuando quiero mover a la sociedad a reflexionar. A que piense que el criminal que me secuestró era también un ser humano. Una persona que vivía entre ellos. Los que escriben de forma anónima en internet descargan su odio directamente sobre mí. Es el odio de una sociedad hacia sí misma, una sociedad que debe preguntarse por qué permite algo así. Por qué algunas personas pueden llegar a hacer algo así sin que nadie se dé cuenta. Durante ocho años. Los que me entrevistan actúan de un modo más sutil: me convierten —a mí, la única persona que ha vivido ese cautiverio— por segunda vez en víctima con una pequeña expresión. Se limitan a decir: «síndrome de Estocolmo».
Ese agradecimiento hacia la persona que primero te raciona la comida y luego te provee de ella supuestamente de forma generosa es una de las experiencias más decisivas en secuestros y tomas de rehenes.
¡Es tan fácil ganarse el apego de una persona a la que se deja pasar hambre!
La escalera era estrecha, empinada y resbaladiza. Yo me balanceaba por ella con un pesado frutero que había lavado arriba y bajaba conmigo al zulo. No podía verme los pies y avanzaba con sumo cuidado. Entonces ocurrió: me escurrí y me caí. Me golpeé la cabeza contra los escalones y pude oír cómo el frutero se rompía con gran estrépito. Perdí el conocimiento durante un instante. Cuando volví en mí y levanté la cabeza me sentí mareada. De mi cabeza calva goteaba sangre sobre los escalones. Wolfgang Priklopil iba, como siempre, detrás de mí. Bajó de un salto, me cogió y me llevó al cuarto de baño para lavarme la sangre. Mientras, iba regañándome: que si cómo se podía ser tan tonta, que si le iba a causar más problemas, que si era torpe hasta para andar. Luego me puso una venda para cortar la hemorragia y me encerró en el sótano. «¡Ahora tendré que pintar la escalera!», dijo antes de cerrar la puerta con llave. Y al día siguiente apareció con un bote de pintura y pintó los escalones de cemento gris, en los que se veían unas horribles manchas oscuras.
Notaba el pulso en la cabeza. Al levantarla, un dolor penetrante me recorrió todo el cuerpo y se me nubló la vista. Pasé varios días en la cama y apenas me podía mover. Debí de sufrir una conmoción cerebral. En las largas noches en que el dolor me impedía dormir tenía miedo de haberme roto el cráneo. Pero no me atreví a decirle que me viera un médico. El secuestrador nunca había querido saber nada de mis dolores y también esta vez me castigó por haberme lesionado. En las semanas siguientes cada vez que me maltrataba me golpeaba con el puño sobre todo en ese sitio.
Tras esa caída tuve claro que el secuestrador preferiría dejarme morir que buscar ayuda en caso de emergencia. Hasta entonces había tenido suerte: no tenía contacto alguno con el exterior y no podía contagiarme de ninguna enfermedad; el propio Priklopil era tan maniático a la hora de protegerse de cualquier germen que, aunque estuviera en contacto con él, yo no tenía ningún riesgo de contagio. En todos los años en cautividad no sufrí más que leves resfriados con algo de fiebre. Pero podía haber ocurrido un accidente en cualquier momento cuando trabajábamos en la casa, y a veces me parece un milagro que su brutalidad sólo me provocara hematomas y heridas, pero nunca me rompiera ningún hueso. Ahora tenía claro que cualquier enfermedad grave, cualquier accidente que precisara atención médica significaría mi muerte segura.
A ello se unió el hecho de que nuestra «convivencia» no se ajustaba del todo a sus ideas. La caída por la escalera y su actitud posterior fueron sintomáticas de una fase de lucha tenaz que abarcaría los dos años siguientes de cautiverio. Una fase en la que oscilé entre las depresiones y las ideas de suicidio, por un lado, y el convencimiento de que quería vivir y que todo acabaría bien, por otro. Una fase en la que él luchaba por hacer compatibles sus violentos ataques diarios con el sueño de una convivencia «normal». Lo que cada vez hacía peor y le torturaba.
Cuando cumplí dieciséis años llegó a su fin la reforma de la casa, a la que él había dedicado toda su energía y yo mi trabajo. La tarea que había dado una estructura a su vida diaria durante meses y años amenazaba con desaparecer sin que otra viniera a ocupar su lugar. La niña que él había secuestrado se había convertido en una mujer y, con ello, en la esencia de aquello que él más odiaba. Yo no quería ser la marioneta sumisa que él tal vez había soñado para no sentirse humillado. Era respondona, pero al mismo tiempo me sentía cada vez más deprimida e intentaba escabullirme siempre que podía. A veces tuvo incluso que obligarme a salir del zulo. Me pasaba horas llorando y no tenía fuerzas ni para levantarme. Él odiaba la rebeldía y las lágrimas, y mi pasividad le ponía furioso. No podía hacer nada contra ella. En ese momento debió de quedarle claro de una vez que no sólo había encadenado mi vida a la suya, sino también la suya a la mía. Y que cualquier intento de romper esas cadenas acabaría en la muerte de uno de los dos.
Wolfgang Priklopil estaba cada vez más inquieto, su paranoia aumentaba. Me observaba con desconfianza, siempre preparado por si le atacaba o intentaba escapar. Por las noches le daban auténticos ataques de pánico; me llevaba a su cama, me ataba a él e intentaba tranquilizarse con el calor corporal. Pero sus desvaríos continuaban y yo era la que tenía que sufrir las consecuencias de sus cambios de humor. Por un lado empezó a hablar de una «vida en común». Me comunicaba sus decisiones con mayor frecuencia que en años anteriores y hablaba conmigo de sus problemas. En su ansia de alcanzar una vida normal apenas parecía darse cuenta de que yo era su prisionera y él controlaba cada uno de mis movimientos. Cuando un día le perteneciera por completo —cuando pudiera estar seguro de que yo no me iba a escapar—, entonces podríamos llevar los dos una vida mejor, me decía con cierto brillo en la mirada.
Tenía una idea difusa de cómo sería esa vida mejor. Aunque su papel estaba claramente definido: él se veía como una versión del amo y señor de la casa. A mí me tenía reservados varios papeles: el de ama de casa y esclava que hacía por él todas las tareas del hogar, desde cocinar hasta limpiar; el de compañera en la que él se pudiera apoyar; el de suplente de su madre, paño de lágrimas de sus problemas mentales, saco de boxeo donde poder descargar su rabia por su debilidad en la vida real… Lo que nunca cambió fue su idea de que yo tenía que estar siempre a su entera disposición. En el guión de esa nueva «vida en común» no aparecían ni mi propia personalidad ni mis necesidades o cualquier pequeña libertad.
Yo no tenía una reacción clara ante esos sueños. Por un lado me parecían totalmente descabellados; nadie puede imaginarse una vida en común con una persona que te ha secuestrado y encerrado y lleva años maltratándote. Pero al mismo tiempo empezó a grabarse en mi subconsciente la idea de ese bonito y lejano mundo que él me describía. Tenía grandes ansias de normalidad. Quería ver gente, abandonar la casa, salir de compras, ir a nadar. Ver el sol cuando quisiera. Charlar con alguien, daba igual de qué. Esa vida en común que había imaginado el secuestrador, en la que me permitía cierta libertad de movimientos, en la que podría abandonar la casa bajo su vigilancia, empezó a parecerme algunos días lo máximo que podría permitirme en la vida. Después de tantos años ya no podía pensar en la libertad, en la verdadera libertad. Tenía miedo de traspasar el marco. Dentro de ese marco había aprendido a tocar todas las teclas del teclado y con cualquier tonalidad. Pero había olvidado el sonido de la libertad.
Me sentía como un soldado al que se le dice que después de la guerra todo irá bien. No importa que haya perdido una pierna, eso no viene al caso. Con el tiempo yo tenía muy claro que debía sufrir antes de que comenzara una «vida mejor». Una vida mejor en cautividad. «Puedes estar contenta de que yo te haya encontrado, fuera no habrías podido vivir.» «¡Quién te iba a querer!» «Tienes que estarme agradecida por haberme ocupado de ti.» La lucha se libraba en mi cerebro. Y éste había absorbido esas frases como una esponja.
Pero incluso esta forma más «libre» de cautiverio que el secuestrador había imaginado estaba la mayoría de los días muy lejos. Él me culpaba a mí de ello. Una tarde me dijo en la cocina, lamentándose: «Nos iría mucho mejor si no fueras tan rebelde. Si pudiera estar seguro de que no vas a salir corriendo, no tendría que encerrarte y atarte». Cuanto mayor me hacía, más me responsabilizaba él de la situación de cautividad. Yo era la culpable de que tuviera que pegarme y encerrarme. Si colaborara y fuera más sumisa y humilde, podría vivir con él arriba, en la casa. Yo le respondía: «¡Eres tú el que me ha encerrado! ¡Tú me tienes cautiva!». Pero era como si hiciera mucho tiempo que no lo veía así. Y algo de eso me había contagiado a mí.
Los días buenos parecía factible esa imagen, una imagen que debía ser también mía. Pero en los días malos él se mostraba más veleidoso que antes. Cada vez me utilizaba más para descargar su mal humor. Lo peor eran las noches en que él no podía dormir debido a una sinusitis crónica que padecía. Si él no dormía, yo tampoco podía hacerlo. Cuando pasaba las noches en el zulo, su voz atronaba durante horas por el altavoz. Me contaba con todo detalle lo que había hecho durante el día y me pedía información sobre cada paso, cada frase leída, cada movimiento: «¿Has recogido?», «¿Cómo has dividido las raciones de comida?», «¿Qué has oído en la radio?». Yo debía darle respuestas detalladas, y si no tenía nada que contarle me inventaba algo para que se tranquilizara. Otras noches se limitaba a torturarme: «¡Obedece! ¡Obedece! ¡Obedece!», gritaba de forma monótona por el inter—fono. La voz atronaba en el pequeño habitáculo e invadía hasta el último rincón: «¡Obedece! ¡Obedece! ¡Obedece!». Yo lo oía aunque escondiera la cabeza debajo de la almohada. Estaba siempre ahí. Y me sacaba de quicio. No podía escapar a esa voz. Me indicaba día y noche que me tenía bajo su poder. Me indicaba día y noche que no debía rendirme. En los momentos buenos el deseo de sobrevivir y poder huir algún día era increíblemente fuerte. En la vida diaria apenas tenía fuerzas para pensar en ello.