Estoy preparado

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Authors: Khaló Alí

Tags: #Erótico

BOOK: Estoy preparado
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Su imponente físico, prototipo del machito árabe, le convertirá en el irresistible objeto de deseo de todo aquel con quien se cruce. En esta novela no existe el pudor, Khaló Alí describe sin censura y con todo lujo de detalles sus aventuras en el mundo de la prostitución y los vaivenes de su primera relación estable, para acabar contándonos la oscura trama de sexo y crímenes que le llevará a dar con sus huesos en la cárcel.

Estoy preparado
es considerada por muchos como una pieza clave de la literatura pornográfica en español. Tras el éxito cosechado con
Jugando con fuego
, Khaló Ali nos sorprendió revelándonos sus secretos más íntimos en una autobiografía extremadamente morbosa.

"Khaló Alí ha escrito una novela tan tranagresora como Dennis Cooper y tan pornográfica como Bruce La Bruce"

Martin Mazza, Pornstar

No es nada fácil ser árabe y homosexual por lo que el relato del marroquí puede herir las sensibilidades más impresionables ya que transciende más allá del porno.

Khaló Alí no necesita presentaciones, se ha convertido en una de las figuras más respetadas de la literatura erótica. Así lo demuestra su extensa obra, avalada por el enorme éxito de ventas, como es el caso de
Jugando con fuego
(2007).

Khaló Alí

Estoy preparado

ePUB v1.0

Polifemo7
28.08.12

Título original:
Estoy preparado

Khaló Alí, 2008.

Editor original: Polifemo7 (v1.0)

ePub base v2.0

UNO

Una polla, recuerdo como si fuese ayer la primera vez que vi una polla. Hay cosas que nunca se olvidan por muy pequeño que uno sea cuando las vive. Este es mi caso y esta es mi historia, pues me ocurrió cuando contaba tan sólo con la edad de nueve años. Lo recuerdo por lo mágico del momento, lo extraño, y por la cantidad de cosas que en mi mente y en mi cuerpo sucedieron a raíz de esto. Tenía sólo nueve años, pero en ese mismo momento, en aquel preciso instante, aquella imagen taladró mi cerebro de una forma especial y definitiva, pues sería para siempre, haciéndome sentir que aquello que me estaba ocurriendo era el comienzo de algo, aunque claro, de todo esto me daría cuenta mucho después, con el paso del tiempo.

No recuerdo bien el año en que empieza esta historia, tampoco es algo importante. Yo era bastante pequeño, como ya he dicho, y era verano, eso es lo que mejor recuerdo.

Todos los veranos en esa parte de la costa de Marruecos son calurosos y este lo fue especialmente. Durante el día se escuchaba cantar a las chicharras y a mí me encantaba perseguir sus cantos para intentar darles caza. Vivíamos en una casucha cerca de la playa y, aunque esto hoy podría considerarse un lujo, en realidad era una chabola construida a base de puertas, chapas metálicas y trozos de madera que íbamos recogiendo de aquí y de allá. Los meses de calor aprovechábamos para reforzar el tejado, pues la humedad del mar, las lluvias y los fuertes vientos que azotan el estrecho, acababan deteriorándola. Mi familia siempre fue bastante limitada económicamente y, aunque pasamos bastantes penurias y más de una miseria, nunca nos faltó un plato de comida en la mesa ni nada que llevarnos a la boca. Mis padres supieron muy bien cómo buscarse la vida. Creo que tuve una infancia bastante feliz. Lo deduzco hoy, ya que no siento tener ningún trauma, al menos de los típicos que se adquieren a esa edad.

Mi padre y mi hermano eran los encargados de la reconstrucción del tejado. Mi misión era recopilar y amontonar los materiales necesarios para llevarla a cabo. Si tuviese que seleccionar imágenes que me recordasen mi infancia, por supuesto y sin dudarlo, elegiría la de mi padre y mi hermano subidos en el tejado, sin camiseta, sudados por el trabajo y cantando una canción de la que no consigo recordar la letra aunque nunca he podido olvidar la melodía, probablemente porque, en los malos momentos, me la tarareé una y otra vez, con el fin de no olvidar ni mis orígenes ni mi familia ni una época en la que fui tremendamente feliz. Si tuviese que escoger una sola imagen, probablemente sería ésa.

Mi padre era muy moreno y tenía el pecho bastante peludo. Me encantaba perseguir con la mirada las gotas de sudor que hacían carreras entre sus tetillas para llegar a la meta de su ombligo. Un ombligo hondo y profundo. Recuerdo que, cuando hacía calor, siempre andaba sin camiseta y, cuando nos sentábamos juntos en la entrada, yo ponía mi cabeza apoyada en sus piernas y con la yema de mi dedo índice jugaba a recorrer los caracolillos que se le formaban. Se quitaba sus babuchas y ronroneaba como si fuese un felino. «Hazme cosquillitas» me decía, y yo, obediente, allá que iba. A menudo me sentaba en una mecedora que teníamos en el porche para verlo trabajar. Me gustaba su olor, un olor de hombre, de padre de familia, de patriarca, de mandamás… Trabajar era cantar, cantar era sudar, sudar era oler, oler gotear, gotear babear… Podía pasarme horas embobado mirándolo. La mata de pelo le daba elegancia, distinción, fiereza, virilidad, y lo hacía diferente a todos los demás miembros de mi familia, porque ni mi hermano de dieciséis años ni por supuesto yo, que no era más que un mocoso, teníamos ni un pelo en el pecho. Yo pensaba que eso convertía a mi padre en el jefe de la manada, como si de un peligroso león se tratase y es que, sin darme cuenta, adulaba y adoraba a mi padre de una forma que no era la adecuada. Con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que las cosas que me gustaba hacer no eran nunca las más adecuadas, y aprendí también que si existía un prototipo concreto de hombre que me gustara siempre se asemejaría a mi padre, a pesar de que con él, para mi desgracia, nunca pasó nada.

La primera vez que vi una polla fue la de mi hermano Ahmed, mi único hermano, «el mayor de los Alí» solía decir mi madre. Cada día, se levantaba temprano y le gustaba correr por la playa. Le encantaba hacer deporte. Algunos días se levantaba antes incluso de que saliese el sol para irse a pescar. A veces yo lo espiaba.

Ahmed era un adolescente bastante guapo. Recuerdo cómo empezó a asomar el vello en su cara, una sombra cubría su labio superior tímidamente, dándole incluso un aspecto ridículo de hombre a medio hacer. No era pelo, era pelusa y precisamente eso me hacía tanta gracia. Me gustaba meterme con él y decirle que nunca sería como nuestro padre, que tenía una barba negra, dura, fuerte y que pinchaba mucho. Me encantaba rozar mi cara con la suya para sentir cómo me arañaba, para sentirlo cerca al fin y al cabo. Corrió como hacía siempre. Yo, como otras veces, andaba espiándolo, no sabía por qué lo hacía, tal vez veía que cada vez se iba pareciendo más a ese por el que yo me quedaba las horas en blanco, tal vez fuesen deseos de ser como él cuando tuviese su edad. La verdad es que nunca lo supe. Llegó un día en que hizo algo distinto a lo que acostumbraba. Tras un par de carreras de rigor de una punta a otra de la playa, decidió romper el protocolo que él mismo se había marcado bañándose desnudo en el mar. Sin ser consciente de que su hermano pequeño le estaba observando, se quitó la ropa y se metió en el agua. Oculto tras la ventana de la habitación que compartíamos, fui testigo de cómo, con la respiración todavía agitada por la carrera, se quitó la camiseta y se secó con ella el sudor. Primero la cara. Luego pasó la tela por detrás de su cabeza dejándola colgar a modo de bufanda y apoyó sus manos en las rodillas desnudas, supongo que para terminar de recuperarse. Su diafragma se hinchaba cogiendo y expulsando aire. Un segundo después se pasó la camiseta por el pecho, secando así las gotitas que habían bajado de su cara de medio hombre y su cuello de eterno adolescente. Levantó entonces un brazo y se secó debajo, en la axila. Primero una y luego otra, muy lentamente. Después olió su camiseta y la tiró al suelo. Se sacó las viejas zapatillas de deporte sin tan siquiera deshacerle los nudos de los lazos. Arrojó sus calcetines, de un blanco desgastado, sobre la arena y se quitó el pantalón corto. Curiosamente no llevaba ropa interior Lo de no ponerme ropa interior era algo que nunca se me había pasado por la cabeza. Me parecía algo ilógico, algo así como salir a la calle sin zapatos. No sería hasta más tarde cuando entendí, e incluso aprecié, los placeres de caminar libre. Mi hermano permanecía de espaldas al sitio donde me encontraba escondido por lo que, al agacharse para sacarse el pantaloncillo, pude ver su culo y algo que le colgaba entre las piernas, aunque no pude apreciarlo bien. «El mayor de los Alí» era muy moreno, aunque su culo era más bien blanco, mucho más claro que el resto de su piel, como si fuese un cafelito con leche de los que le gustaba tomar a mi madre después de la comida. Tenía su mismo color, pero como era lógico, no le había dado mucho el sol en esa zona. Tal vez fue la primera vez que lo hacía, no lo sé, lo que tengo claro es que fue la primera vez en mi vida que vi un culo. Nunca antes había visto a nadie desnudo. El suyo era redondito, tenía pinta de estar duro por el deporte y por la edad, porque cuando eres un adolescente lo tienes todo duro y en su sitio. Hubo una cosa que me impresionó enormemente, por no decir que me maravilló. Una hilera de pelo negro adornaba la raja que separaba aquellos cachetes casi lampiños, de arriba a abajo. Miré con toda la curiosidad y el entusiasmo que la lejanía de mi escondrijo me permitía. Algo empezó a pasarme en ese momento, en la mente y en el cuerpo, algo que no me había ocurrido nunca, algo que, sin yo saberlo, acababa de marcarme para siempre.

Sin esperarlo, una especie de cosquilleo empezó a subir por mis huevos y mi rabo. Era una sensación extraña, como si me hubiese dado un calambre y la electricidad siguiese dando vueltas por mi piel, como si un hormiguero entero estuviese haciendo de las suyas en mis partes nobles. Un escalofrío me hizo temblar. Observé que mi corazón bombeaba cada vez más deprisa. Sentía la sangre fluir por mis venas. Tenía la misma sensación que cuando estás haciendo una travesura y pueden pillarte. Mi cuerpo dio un respingo y, un segundo después, mi polla empezó a crecer. Nunca me había pasado algo así. Mi polla empezó a engordar y a endurecerse y no sabía por qué. Pensé que sólo iba a crecerme la polla y que me quedaría enano para siempre, que era un castigo que me había enviado Dios por mirar a mi hermano desnudo. Estaba teniendo mi primera erección y yo pensaba que aquello era un castigo. Eran otros tiempos y mi familia no me había explicado nada de los cambios que poco a poco iría experimentando mi cuerpo. Afortunadamente, aprendí que con el paso del tiempo, no hay que permanecer bajo el flujo de ninguna opresión. A buen entendedor…

Estaba tan asustado como maravillado, pero es que sólo tenía nueve años… Mi aparato, que había doblado su tamaño y su grosor, apuntaba ahora al cielo. Estoy seguro de que si hubiese intentado mear me hubiera meado encima. Nunca me hubiera imaginado que algo tan blando pudiese adquirir esa forma y esa rigidez. Me bajé los pantalones y los calzoncillos y contemplé el nuevo aspecto que había adquirido aquel cacharro. Primero con mis ojos, luego la cogí con mi mano izquierda y la rodeé con mis dedos. Empecé a tocarla suavemente, como si fuese un juguete que se pudiese romper. La piel estaba tirante, por eso lo hacía con mimo, con esmero, con devoción… La sensación era muy agradable, como una cosquillita intensa. Pasé los dedos a lo largo de mi miembro muy despacio, acariciándome con las yemas, como cuando recorría los caracolillos de mi padre. Luego le di pequeños golpecitos y aprecié cómo, estando tan rígida como un mástil, se balanceó en el aire igual que la vela mayor de un barco cuando hay tormenta. Con la mano intentaba bajarla pero, al soltarla, se transformaba en una violenta catapulta que golpeaba fuertemente con el glande en mi bajo vientre. Me subí los pantalones y me fui corriendo a la playa, me planteaba si eso que acaba de ocurrirme era normal o podría ser algún tipo de enfermedad. No sabía si me iba a morir o si era pecado. Podía ser una u otra, la mezcla de los dos, que es lo peor a lo que se puede aspirar mientras se está vivo. Imaginé que debía ser castigado por algo que de alguna forma me estaba haciendo disfrutar. Cuando llegué a la zona donde aquel adonis transformado en mi hermano había abandonado su ropa para bañarse como mi madre lo trajo al mundo, se encontraba nadando mar adentro. Me pregunté qué se sentiría al nadar desnudo. Libertad, probablemente, aquello de lo que muchos carecíamos. El miedo, la angustia, la incertidumbre y el rato que permaneció en el agua, convirtieron de nuevo mi polla en pollita, volviendo así a su recién descubierta ridicula normalidad porque, después de ver en lo que podía convertirse, su tamaño, el de siempre, no era más que una simple nimiedad.

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