Ahmed salió del agua sin percatarse de que mi cuerpo yacía allí tumbado, junto a sus ropas, y cuando lo hizo fue demasiado tarde. Había visto su torso mil veces, que digo mil, millones de veces, al igual que sus brazos y sus piernas, pero nunca le había visto el rabo, a pesar de compartir una minúscula habitación donde ambos dormíamos en ropa interior. De su ombligo bajaba una fina hilera de vello, parecido a los de la raja de su culo, pero se hacía mucho más espeso a la altura de su miembro que, por cierto, venía danzando de un lado a otro mientras salía del agua. Si un rato antes me había quedado asombrado del tamaño que alcanzó mi polla, todavía lo hice más cuando vi la de mi hermano, que colgaba grande y gorda, como si del badajo de una campana se tratase. Tenía el pelo muy rizado. Los huevos eran grandes y colgones, como si estuviesen llenos de algo y pesasen mucho. Su enorme rabo era cabezón, mucho. A pesar de presentarse aparentemente muerto, danzaba a cada movimiento de su dueño. Mis ojos hacían el mismo vaivén que aquellos órganos. Mi mente ida, mi vista perdida… Permanecí allí clavado, como hipnotizado. No era capaz de apartar la vista de aquello. Por mi cabeza pasaba una única intención así que, seguí mis impulsos y, sin pensármelo dos veces, estiré el brazo para tocarle. Ahmed fue rápido de reflejos y me dio un golpe en la mano.
—¿Qué coño haces? ¿Se puede saber qué haces aquí? gritó malhumorado.
La vergüenza que sentí fue tan grande como aquel pedazo de carne que le colgaba a él, provocando así que mi nueva erección, fruto de la visión de aquel meneillo, bajase enseguida, al igual que mi cabeza y mi mirada. Sentía mi cara roja, como a punto de explotar. Un calor extremo habitaba mi rostro. No contesté, no dije nada, tampoco fui capaz de mirar a los ojos a aquel que, hacía apenas unos minutos, me había hecho tan feliz. Ahmed, enfadado, se dio la vuelta y dobló su espalda para agacharse a recoger la ropa de manera que su culo quedó en pompa justo delante de mis narices. Aquella raja de pelos se abrió como por arte de magia, mostrándome así un agujero tan rosado que ganas me entraron de pasarle la lengua por si sabía tan goloso como parecía. Afortunadamente, esta vez sí fui capaz de contenerme. La que no tuvo la misma suerte fue aquella extensión de mi cuerpo que había descubierto tenía vida propia y no era capaz de controlar. Nueve años tardé en tener una erección pero desde ese día recuperé el tiempo perdido. Terminó de subirse el pantalón, todavía de espaldas a mí, y se recolocó el paquete. Me habría encantado verlo de frente, mientras se vestía, para poder ver cómo aquella longaniza seguía haciendo todo tipo de piruetas en el aire, pero estaba claro que su dueño no estaba por la labor de regalarme semejante espectáculo. Suspiró profundamente, me revolvió el pelo y me miró como si me acabase de pillar haciendo alguna trastada. Al contrario de lo que yo pensaba, no me riñó ni tampoco se lo chivó a mis padres, que era otro de mis miedos. Lo único que hizo fue retarme para ver quién llegaba primero a casa. Acepté la carrera de buena gana e hice como que no había pasado nada. Aquel día también aprendí que tendría que fingir mucho en la vida. La vida es una carrera de fondo en la que se aprende poco a poco, lección a lección, y nunca se sabe lo que te aguarda. La vida gira y gira como una noria y, con los años, me daría cuenta de que en una de esas vueltas me caería mareado para siempre…
Pasé todo el día cuestionándome lo que había pasado. La culpa es así. Sentía remordimientos por algo que ni siquiera comprendía. No entendía nada pero tampoco podía preguntar, me daba vergüenza. De todas formas no habría sabido a quién hacerlo. No sabía por qué mi polla había crecido de la forma en la que lo hizo, por qué lo hacía de repente, tampoco sabía si eso era malo o si debía ir a un médico, no sabía nada… Pero quería saber. Nadie se merece sufrir esta agonía y menos un niño. Dicen que la curiosidad mató al gato, a mí en este caso no me mató, pero me llevó a caminar sobre arenas movedizas. Las arenas movedizas son aquellos terrenos que parecen firmes pero que, al poner el pie sobre ellos, comienzas a hundirte lentamente. Eso es justo lo que le pasó a mi vida, tal vez no supe dirigirla como debía y por eso acabé como acabé. Nunca podré saberlo porque, probablemente, aún hoy, con todo lo que sé, volvería a hacer todo de la misma forma. Dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo, y es cierto, pero no efectivo. Nacemos con un destino escrito y una piedra que nos hace tropezar en el camino, a veces más de una vez, eso lo tengo claro. Mi madre siempre decía que es mejor arrepentirse de las cosas que se hacen que de las que se dejan por hacer. Esa fue la causa de que haya sido bastante decidido en mi vida, tal vez más de lo que debía, y si no, tiempo al tiempo. En ese momento lo único que quería era obtener respuestas y, aunque las intentaba buscar, estaba dando palos de ciego. Cuando llegó la noche y estábamos acostados, y con la firme convicción de que aquello que me ocurría era una enfermedad mortal, no pude aguantarme más y le pregunté a mi hermano. Me daba miedo su reacción porque, aunque había resuelto bien el pequeño altercado de la mañana, era un tema bastante complicado de tratar y probablemente pasó por lo mismo, así que me decidí a interrogarlo.
—Ahmed —le susurré.
Nadie contestó. Fuera se oían los grillos pero en la habitación reinaba el silencio más absoluto.
—Ahmed, ¿estás despierto? —volví a atacarle.
—No, estoy dormido —me respondió de mala gana.
—Ahmed, por favor…
—¿Qué quieres enano pesado? —me preguntó.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Ya la estás haciendo —me replicó de mala gana.
—Te estoy hablando en serio.
—¿Y no podemos hablar mañana?
—Es muy importante —le contesté.
—Está bien —un suspiro que indicaba lo poco que le apetecía estar charlando conmigo a esas horas salió de su boca—, si no hay más remedio —increpó.
—Es que…
—¡Vamos! ¡Suéltalo ya!
—Está bien. Pues… me… me gustaría saber por qué tienes la polla tan grande —le solté de carrerilla y casi sin pensármelo.
—¿Qué? —me preguntó mi hermano bastante sorprendido, justo antes de echarse a reír.
—Si llego a saber que te ibas a reír de mí no te lo pregunto —le bufé.
—¿A qué viene esto? ¿Es por lo de esta mañana? —quiso saber.
—Sí. Es que nunca había visto a nadie desnudo y me ha impresionado un poco.
Ahmed volvió a reírse con todas sus fuerzas.
—No te rías —le pedí medio enfadado.
—No es tan grande —me dijo— y no me río de ti, me río de la situación.
—¿Por qué?
—Porque no esperaba encontrarte esta mañana ahí escondido, espiándome.
—¿Cómo que no? —le pregunté.
—Cómo que no, qué.
—Que cómo que no es tan grande, si la he visto con mis propios ojos.
—¿Y se puede saber qué hacías tu ahí mirando? —interrogó curioso.
—Me gusta verte cuando haces deporte.
—¿Me espías siempre?
—Sólo cuando me despierto —le respondí.
—Anda duérmete, que es muy tarde —me dijo.
—Sí, hasta mañana —le contesté.
—Hasta mañana, enano.
Volvió a apagar la luz y de nuevo se hizo el silencio. Ahora, las olas del mar eran lo único que se oía. Me imaginé los remolinos de espuma que se formaban al romper contra la orilla, pero no fue suficiente para dormirme. Me seguía inquietando la gravedad de mi posible enfermedad, así que ataqué de nuevo.
—¡Ahmed! —volví a llamarlo.
—¡¿Queeé?! —contestó alargando mucho la respuesta en señal de que lo estaba importunando.
—¿Por qué tienes esos pelos en el culo y en la polla? —pregunté inocentemente.
—¡Pero bueno! Te has fijado en todo.
—Es que yo no había visto a nadie que tenga tanto pelo ahí —le contesté.
—Y qué pasa, ¿es has visto muchas personas desnudas? —quiso saber mi hermano curioso.
—No, sólo me he visto a mí mismo. Bueno, y hoy a ti, pero yo no tengo nada de pelo.
—Ya te saldrá cuando seas mayor.
—¿De verdad? —pregunté ilusionado.
—Claro, como a todo el mundo.
—¿Y se me pondrá la polla tan grande como la tuya?
—Sí, pesado. Anda, duérmete.
—¡ Ahmed! —volví a llamarlo para no darle tiempo a que pudiera quedarse dormido.
—¿Qué quieres ahora? Vaya nochecita me estás dando ¿es que no vas a dejarme dormir?
—Hoy me ha pasado una cosa que no me había pasado nunca y estoy preocupado. Creo que me voy a morir —le conté intentando despertar su curiosidad.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó entrando en el juego.
—Me da un poco de vergüenza decírtelo.
—Venga ya, no creo que sea peor que todo lo que has soltado ya por esa boquita.
—Pero júrame que no se lo dirás a nadie. Ni a papá ni a mamá, júramelo.
—Está bien, lo juro.
—Hoy mi polla se puso gorda, de repente —le dije con un tono misterioso.
—¿Sí? ¿Y tú que has hecho? —preguntó mi hermano entre risas.
—No he hecho nada.
—¿Seguro?
—Bueno, la toqué un poco —le confesé.
—¿Y qué sentiste?—quiso saber.
—Pues no sé explicarlo, pero era una sensación agradable.
—¿Y qué estabas haciendo para que se te pusiese así?
—Ha sido cuando te estaba mirando en la playa. Ya te digo que fue de repente.
—¿En serio?
—Sí, ¿crees que estoy enfermo? ¿Será algo grave? ¿Me voy a morir?
—¿Enfermo? —preguntó mi hermano extrañado y de nuevo entre risas—. No, claro que no, eso le pasa a todos los hombres.
—¿De verdad? —pregunté aliviado.
— Sí, es algo normal. Es señal de que te estás haciendo mayor.
—¿A ti también te pasa? —quise saber muerto de la curiosidad.
—A mí también me pasa, tranquilo.
—¿De verdad?
—Sí, ahora por ejemplo estoy empalmado.
—¿Empalqué…?
—Empalmado, se llama así cuando se te pone grande y gorda, como tú dices.
—¿Y por qué pasa?
—Pasa cuando te excitas y, como ahora, estamos hablando de sexo… —me respondió.
—¿Me dejas verla? —pregunté.
—¿Qué dices? ¿Estás loco?
—Por favor…
—Que no, que me da vergüenza —me dijo Ahmed.
—Pero si ya te la he visto esta mañana.
—Ya, pero no es lo mismo.
—¿Qué más te da? Sólo quiero ver cómo se te pone de gorda, porque si la tuya ya lo es cuando no estás empalmado, no me quiero ni imaginar…
—Que no, que me da vergüenza.
—Venga, no seas tonto, si de todas formas soy tu hermano —le supliqué temiendo que nunca aceptaría.
—Vale, pero luego te duermes.
—Lo prometo —le contesté.
Mi hermano volvió a encender la lámpara de la mesilla de noche. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a la luz pero no tardaron mucho en hacerlo, probablemente por miedo a perderse lo que allí iba a acontecer. Ahmed se destapó y en su calzoncillio pude ver perfectamente dibujada la forma alargada de su polla. Me incorporé en la cama al ver semejante bulto, y es que nunca pensé que aquello pudiera ser posible. No sé si un niño de mi edad estaba preparado para tantas emociones en un solo día pero dicen que las cosas hay que hacerlas según te las va pidiendo el cuerpo. Las necesidades no entienden de edades ni de personas, sólo de momentos, y a cada uno le llega el suyo. No es algo que haya que buscar ni forzar, sólo dejarse ir. Y eso fue lo que yo hice: dejarme llevar y vivir todo aquello de la forma más natural que pude, disfrutándolo. Había sido un día que había empezado bastante intenso y todavía no era mínimamente capaz de sospechar cómo iba a acabar.
—¡Vamos! Déjame verlo —le volví a pedir.
—¡Qué coñazo eres! —me respondió.
Ahmed se bajó el calzoncillo y una morcilla gigante saltó al aire. Al ver su cabeza, no pude evitar evocar en mi mente la imagen del agujero de su culo, porque ambos eran del mismo tono rosado, como de fresa. El resto de aquella serpiente era oscura, casi negra. Efectivamente, tenía mucho pelo, largo y rizado, y poblaba toda la base de aquel enorme nabo. Unas venas grandes y frondosas lo recorrían de cabo a rabo, y nunca mejor dicho.
—¡Guau! ¿Eso es estar empalmado? —le pregunté curioso, a la par que admirado.
—Sí.
—¿Y a mí se me pondrá así de gorda?
—Supongo que sí.
—¡Es increíble! ¿Y cómo tienes los huevos?
Cuando me temía que tendría que volver a suplicar, se bajó los calzoncillos hasta las rodillas, dejando aquellas dos pelotas, grandes como dos puños, al descubierto. La piel estaba tensa. Ya no colgaban tanto como por la mañana pero se veían igual de grandes y majestuosas. Eran como los cojones de un toro, señoriales. También estaban cubiertos de pelo y eran bastante oscuros, casi negros.
—Yo también estoy empalmado —le dije.
—Pues ahora te toca a ti enseñarme la tuya —me dijo.
—Pero si comparada con la tuya es muy pequeña…
No le di tiempo a contestar, ni corto ni perezoso me bajé la ropa interior.
—Mira lo que hago —dijo Ahmed.
Su polla empezó a danzar en el aire, a moverse sola. Era increíble ver ese enorme sable cortar el aire de aquella manera. Podía moverla como si de otra extremidad más se tratase. Mientras yo seguía obnubilado con aquella maravillosa y fantástica imagen, él la seguía moviendo. Era como la serpiente que se queda hipnotizada con el canto de la flauta, pero en este caso era la serpiente la que con su movimiento me había hipnotizado a mí.
—¿Cómo lo haces? —quise saber.
—Es muy fácil, con la cabeza. Intenta moverla con la mente, como cuando quieres mover un brazo o una pierna. Sólo tienes que concentrarte en la zona que quieres mover —me explicó.
Hice lo que me dijo y, efectivamente, se movió, pero me pareció mucho más interesante ver cómo se movía la suya. Mi rabo, del que tan orgulloso había quedado yo aquella mañana tras la transformación, no era más que un pequeño y diminuto gusanito al lado de aquel monstruo recubierto de pelo y venas. Decidí dejar de mirarme la polla para estar pendiente de aquel pollón, que seguía danzando en el aire, una y otra vez. Era un baile hipnótico, parecía que con su movimiento me llamase.
—¿Por qué intentaste tocármela en la playa? —me sorprendió preguntándome mi hermano.
—No lo sé, fue un impulso, sentí curiosidad.
—¿Y la sigues teniendo? —preguntó mi hermano en lo que parecía una insinuación.