—¿Qué te ocurre? —me preguntó.
—Quiero que me hagas lo que le hiciste a aquel hombre en la playa.
—¿Estas seguro?
—Sí, pero con cuidado, es mi primera vez.
Mustafá sonrió y volvió a besarme. Se tumbó sobre mí y con su lengua fue dibujando mi columna. Muy despacio besaba y mordisqueaba cada rincón, hasta que llegó a donde acaba la espalda y se encontró expectante al tesoro que yo le estaba ofreciendo en sacrificio. Hundió su cabeza en mi culo. Su lengua empezó a surcar el infinito mientras con sus labios daba pequeños besitos en el orificio de entrada. Besó una por una todas las arruguitas rosadas que la formaban. La lengua resbalaba cuidadosamente: alrededor, fuera, dentro… Cuando sentí aquella especie de anguila nadando dentro de mí, creí que iba a correrme de nuevo. Fue una sensación tan intensa… A veces su nariz, a veces su lengua.
Se turnaban para entrar en mi culo y con la barba de su barbilla me hacía cosquillas, haciéndome sentir de nuevo en éxtasis. Cuando creyó que estaba preparado, me introdujo un dedo. Al principio fue molesto. Más que molesto, raro porque, hasta ese momento, sólo había sido un agujero de salida y mi tío lo acababa de convertir en uno de entrada. Poco a poco, este dedo curioso se fue haciendo su espacio y necesitando compañía, por lo que me introdujo otro, luego otro y hasta tres, tres dedos dentro de mí, danzando en mi interior mientras yo me revolvía de placer pidiendo insistentemente que no se le ocurriese parar. Llegó el momento y, a cuatro patas, fui penetrado muy lentamente. Mustafá apoyó su glande en la entrada resbaladiza y apretó despacito. Aquella gruta cedió de forma milagrosa, dejando entrar casi hasta la mitad a aquel fornido habitante. Ni una vez tuve que suplicarle que fuese despacio o que tuviese cuidado porque estuvo preocupado de mí en todo momento. La primera mitad entró sin esfuerzo, el resto fue otro cantar porque cada centímetro que conseguía adentrarse en mí era como si un hierro candente me estuviera taladrando.
—¿Estás bien?
—Me duele mucho.
—Relájate, te prometo que pronto empezarás a sentir placer —dijo él.
Lo prometido es deuda, dicho y hecho. Bombeaba muy lentamente, yo sentía cómo entraba y salía entero de mí. Y el dolor fue convirtiéndose en molestia y ésta a su vez en cosquilleo y éste en placer. El relieve de sus venas estimulaba mi interior y la sensación de tener sus huevos chocando con los míos, me llevaba al cielo. Sentir cómo era poseído por mi tío en aquel momento superaba todas las expectativas que me hubiese hecho nunca con mi hermano. Tenía clavado entero aquel nardo, hasta tal punto que los vellos púbicos de Mustafá jugueteaban con los pocos que tenía yo en la entradita de mi gruta. Cuando vio que mi culo se había adaptado totalmente a aquel nuevo pasajero empezó a empujar más fuerte. Mucho más. Metía la polla de golpe y la sacaba entera para volver a metérmela de nuevo. Así varias veces. Yo estaba gritando como loco, tanto que tuvo que ponerme una mano en la boca para no despertar a mis padres. Así estuvo un buen rato, con su mano me masturbaba mientras me follaba. Con sus caderas dibujaba ochos en el aire con lo que aquel rabo danzaba violentamente en mi interior adquiriendo el mismo movimiento. La sentía cada vez más profunda. Llegado el momento en que ya no podía más, le supliqué que se corriese. Entonces sacó su polla y, ubicándola en la entrada, me echó toda su leche justo en el ojete. Me había dejado el culo bien abierto. Me lo había dilatado al máximo, así que estaba tan sensible que sentir aquellos trallazos golpear mi recto y resbalar posteriormente hacia fuera fue suficiente para que volviese a correrme con la misma abundancia que lo había hecho un rato antes.
La puerta se abrió y, ante mis ojos, una señora mayor con uniforme de sirvienta nos dio la bienvenida invitándonos a pasar. Me encontré en un salón que medía cuatro o cinco veces el tamaño de mi casa. Todo era lujo. Rectifico, todo aquello era un lujo. Incluso estar allí y trabajar allí debía serlo. Podía verme reflejado en el suelo, creo que era de mármol o algo así. Presidiendo el salón había una enorme escalera con una bella balaustrada que debía llevar a las habitaciones. El salón estaba lleno de arcos y columnas que me recordaban mucho a la decoración marroquí, y de enormes alfombras llenas de cojines grandes y confortables. Al fondo pude ver otra sala con un piano. En el otro extremo, una mesa con una cachimba, que me recordó a mi padre.
—Chadia, ocúpese del equipaje —aconsejó Mustafá.
—Sí, señor. ¿El señorito dormirá en su habitación? — preguntó la criada.
—No, este es mi sobrino Khaló Alí y va a quedarse una temporada, así que será mejor que se instale en el cuarto de invitados, el grande.
Por supuesto señor —respondió Chadia mientras cogía el pesado equipaje sin rechistar y se marchaba.
—¿Tenéis varios cuartos de invitados?
—Sí —respondió.
—¿No es muy pesado para ella? —pregunté refiriéndome al equipaje.
—Sólo hace su trabajo —dijo Mustafá.
—Pero tío, está muy mayor…
—No me repliques y no me llames tío, me hace viejo. Llámame Mustafá como todo el mundo —contestó.
—Claro.
—Hay una cosa que debes tener clara. Esto no es Marruecos, esto es España. Y aunque he hecho todo lo posible para que te sientas como en casa, las cosas han cambiado. Aquí deberás comportarte como uno más. No deberás destacar cuando no sea el momento. Es mejor que todos te aprecien por tu saber estar que por tu insolencia de niño joven y mimado que no pienso tolerar.
—No entiendo por qué me dices esas cosas —le dije.
—Es que con el viaje estoy un poco cansado, perdona. Ahora vamos a dormir, que esta noche doy una fiesta de bienvenida en tu honor y vendrán todos mis amigos. Están deseando conocerte.
—¿En mi honor? —pregunté con los ojos iluminados—, pero nunca he ido a una fiesta y mucho menos en mi honor, no sabré cómo vestirme o cómo actuar.
—Tienes diecisiete años, sé tu mismo, seguro que les encantas a todos— contestó mi tío con una media sonrisa que mordió entre sus dientes.
—No estoy seguro…
—No seas pesado. Además, con lo guapo que eres ya tienes la mitad del trabajo hecho —me dijo mientras me guiñaba un ojo y se perdía por los pasillos que había al final de la escalera.
Yo di una vuelta sobre mi mismo y aluciné con lo que me rodeaba. Ahora estaba en otro país, en otro continente. Vivía con mi tío y había dejado de ser pobre. ¡Pero si teníamos hasta criada!
—¿Desea algo el señorito? —me preguntó la sirvienta, que había aparecido por una puerta del fondo.
—No gracias, y no me llames señorito, que yo soy igual que tú, el rico es mi tío —le contesté.
—Lo siento pero mientras esté alojado aquí, mi trato será de señorito. ¿Quiere que le enseñe su habitación?
—Mejor luego, ahora quiero dar una vuelta. ¿Donde está la cocina?
—Aquella puerta del fondo. Dentro encontrará a Naima, la cocinera que le atenderá cualquier petición —me contaba aquella mujer de rostro arrugado y cansado.
—¿Tenemos cocinera? —pregunté sorprendido.
—Y chofer, y jardinero… Aunque volviendo al tema de la cocina no sé si a su tío le gustará verlo merodear por allí.
—Pero eso debe de costar mucho dinero —sugerí.
—Eso no es problema para su tío —respondió ella.
—¿A qué se dedica? —interrogué a la pobre mujer.
—Eso no es asunto mío, y tal vez no lo sea suyo tampoco. Aunque, si tantas ansias tiene de saber, mejor pregúntele a él mismo. Probablemente, será parco en detalles —replicó impertinente la cachifa.
—¿Por qué no le gustará a mi tío que merodee por la cocina?
—Porque su época de miserias ya ha pasado. Ahora debe aprender que tiene una nueva vida y actuar con el papel que le corresponde. Vamos, le acompañaré a su habitación. Allí podrá darse un buen baño caliente, que huele usted a curry.
Avergonzado seguí a aquella mujer tan estricta e impersonal hasta mi habitación. Mientras subía las escaleras, en mi cabeza se iban repitiendo las palabras que había dicho ella unos instantes atrás. Me había juzgado por dejar de ser pobre. Pensaría que le habría hecho cualquier cosa a mi tío con tal de que me sacase de aquella basura donde vivía, pero la verdad es que no era así. Había sido él quien se había empeñado en que le acompañase. Fue él quien habló con mis padres sin que yo lo supiese. Nadie me preguntó si quería cambiar de vida. Como siempre, nadie se acordó de mí. Aunque tal vez fue un problema con el idioma porque, aunque yo sabía español, no lo practicaba muy a menudo y era posible que la hubiese malentendido.
—Esta es su habitación, espero que sea de su agrado. Esa puerta de la izquierda es el baño, dentro están las toallas —explicaba Chadia.
—¿El baño está dentro de la habitación? —pregunté asombrado.
—Todas las habitaciones de esta casa tienen baño propio, excepto las de servicio, que tenemos uno para compartir.
—Chadia ¿por qué me habla de esa forma?
—¿De qué forma señor? —preguntó con una mirada desafiante.
—Creo que no le gusto y debería empezar a tratarme mejor ya que ahora voy a vivir aquí —le solté.
—Disculpe señor, no quería molestarle. Le presento todos mis respetos. Espero tenerlo aquí alojado por una larga temporada y que no sea como esos huéspedes que creen que vienen a quedarse y en realidad están de paso, me apenaría mucho. No quiero que, como los otros, desaparezca sin dejar rastro, como si nunca hubiesen existido —vomitó aquella vieja enfermiza.
—Puedes retirarte —contesté con dos rayos de odio que salían directos de mis ojos.
—Por supuesto. Recuerde que a las nueve se servirá la cena en su honor, abajo, en el salón del piano.
Estaba claro que, por las palabras de aquella mujer, yo no era el primer huésped que tenía mi tío. Pero bueno, eso tampoco tenía que ser malo y hasta cierto punto era normal. Él tenía ya una edad. Lo que me extrañó es que parecía que a ella le molestase el hecho de que yo estuviese allí.
El baño era gigantesco. Vivir en una casa de esas dimensiones se salía de todas mis pretensiones. Me preguntaba por qué, si mi tío tenía tanta pasta, no nos había echado nunca un cable. ¿Sabrían mis padres el nivel adquisitivo que se gastaba su pariente? Si él les hubiese mandado un poquito de dinero ellos no tendrían que estar todo el día en la calle buscándose la vida o no tendríamos que arreglar el tejado cada verano con los restos que yo recogía de la basura y de la calle. Parecía mentira que apenas un día antes hubiese vivido en la más absoluta de las miserias y ahora tuviese una bañera en mi habitación más grande que mi antiguo cuarto. No entiendo cómo a mi tío no se le caía la cara de vergüenza de permitir que su familia viviese de esa forma cuando él tenía tanto que le sobraba. ¿Para qué narices necesitaría un jardinero?
Puse el tapón y comencé a llenar la bañera. Mientras dejaba caer el agua, vertí un chorro de cada uno de los tarros que encontré en la estantería. Comencé a desnudarme mientras me miraba en el espejo gigante que cubría toda la pared del lavabo, que también, al igual que la bañera, tenía unos grifos dorados. El inodoro brillaba tanto que hasta daba pena sentarse en él. Una vez desnudo, inspiré fuertemente el aroma de mis axilas. Era fuerte, es cierto. Era como un olor a salvaje, aunque aquella señora que acaba de conocer hubiese sido más fina y me hubiese dicho que olía a curry. Cerré el grifo y me sumergí en el agua, dejando fuera sólo la cabeza aunque los productos que había echado habían producido tanta espuma que casi me llegaba hasta la nariz. Ahora sí que iba a oler bien, sería como un pequeño principito y aquel sería mi castillo. Repasé también la advertencia de Mustafá y la verdad es que llevaba razón. Se acabó el ser un niñato que está todo el día correteando de acá para allá. Ahora tendría que refinarme, aprender maneras… Todo era nuevo. Me sumergía en el agua a la vez que en un mundo nuevo donde no tardaría en ser tragado. Mientras estaba allí, con mis pensamientos sumergidos, fue la primera vez que eché de menos mi casa, mi playa, mis padres…
—¿Qué cantas? —me preguntó mi tío.
—Me has asustado, no te oí entrar —contesté.
—Estabas absorto en tu canción —respondió.
—Es la canción que entonaban mi padre y mi hermano cuando arreglaban el tejado en verano —le conté.
—¿Y por qué la cantas?
—No sé, me empecé a acordar de ellos y salió de mi boca sin darme cuenta.
—¿Estas triste?
—No, no es eso, pero todo esto es raro.
—Oye pequeño —dijo mi tío de la forma más amorosa que pudo—, yo no quiero que estés triste. Si te he traído aquí es para que seas feliz, para que estés contento, para que puedas disfrutar de todo lo que tengo yo, que ahora es tuyo.
—No sabía que eras tan rico —le dije—, no quiero que creas que vine por eso.
—Ya lo sé, no hace falta que lo digas.
—Tío…
—Mustafá, llámame Mustafá —me dijo.
—Mustafá, si tienes tanto dinero, ¿por qué nunca nos has ayudado? Ya has visto las condiciones en que vivimos. Es más, no sé cómo teniendo este palacio puedes quedarte a dormir en aquella chabola.
—Tu padre es muy orgulloso y nunca ha permitido que le ayude —respondió.
—Claro, es un cabezón…
—Si quieres podemos intentarlo de nuevo y enviarle algo de dinero.
—¿Harías eso por mí? —pregunté orgulloso.
—No, lo haría por mi hermano —dijo riéndose—, y si me quedé a dormir en la chabola fue porque quería estar cerca de ti.
Aquella última frase me supo a gloria y no pude evitar besarlo. Le di un beso largo, profundo, con muchísima lengua, que fue gratamente correspondido. En unos días, aquel hombre de mi familia que había aparecido un día de la nada, me había hecho el hombre más feliz del mundo. Aún estábamos besándonos cuando yo ya me estaba planteando meterle en el agua conmigo, pero unos golpecitos de Chadia en la puerta anunciaban que los invitados estaban comenzando a llegar.
—Ahora no hay tiempo. Date prisa en vestirte y arréglate, que ya te lo compensaré luego. ¿Estás preparado? —preguntó.
—Estoy preparado —respondí—. Mustafá, sigues con los ojos tristes.
—Será el cansancio.
—¿Seguro que no hay nada que te preocupe?
—Anda date prisa, nos están esperando.
Salió por la misma puerta por la que había entrado. Yo me quedé en la bañera, sumergido casi hasta la boca con mi cuerpo arrugado. Menos con una cosa: parecía el periscopio de un submarino de guerra.