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Authors: Khaló Alí

Tags: #Erótico

Estoy preparado (8 page)

BOOK: Estoy preparado
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NUEVE

Una mano me tapó los ojos. Sabía que era él porque los invitados acababan de irse. Su mano dio paso a un pañuelo, de seda tal vez, no lo sé seguro.

—Esta noche has sido un chico muy, muy malo —me susurró sugerentemente al oído.

—¿Ah, sí? —pregunté haciéndome el inocente.

—Sí. Te he visto coquetear con todos los hombres que había en la fiesta.

—Así que me has visto… ¿Y vas a castigarme?

—¿Debería hacerlo?

—Pero si todos eran unos viejos —me sorprendí a mi mismo en una ruidosa carcajada.

—¿Qué pasa, que no te han gustado? —preguntó una vez más.

—No. Solo tengo ojos para ti.

—Pues parece ser que tu a ellos sí que les has gustado.

—¿Te lo han dicho? —pregunté.

—¿Y si así fuera?

—Y si así fuera ¿qué? —contesté empezando a estar molesto—, vamos déjame, no me está gustando este jueguecito tuyo.

—No me repliques, no creo que tenga que recordarte quién es el jefe aquí.

—El jefe eres tú, por supuesto.

—Pues no lo olvides, no quisiera tener que volver a repetírtelo.

—Suéltame, me haces daño. ¡Qué me sueltes!

Una mano grande y bien abierta se estampó en mi cara haciéndome perder el equilibrio y caer al suelo. Una vez allí intenté deshacer el nudo que me tenía ciego pero fue imposible porque Mustafá me agarró y me besó apasionadamente. Su lengua violó mi boca buscando la reacción de la mía.

—¿Ves lo que me haces hacer?

—Pero…

—Shhhhh, no te preocupes, te perdono. Sé que no ha sido tu intención alzar la voz, son los nervios por este cambio de vida —me decía al oído mientras me abrazaba sin permitirme articular palabra—. Tengo una sorpresa para ti.

—¿Una sorpresa? —pregunté sin saber qué pretendía.

—Una sorpresa que te va a encantar. Es un lugar de la casa que todavía no conoces así que, para que la sorpresa sea mayor, no te quitaré la venda de los ojos hasta que hayamos llegado.

Guiado por sus instrucciones y totalmente a ciegas emprendí el camino que me propuso. Mis manos tomaban la delantera para asegurarme no chocar con nada. Una bisagra vieja tocó su antigua sonata mientras bajábamos unas escaleras que llevaban hasta algún recóndito e inhóspito lugar.

Era un sitio frío, aunque a la vez hacía calor. A lo lejos podía oír los crujidos del fuego. Tal vez por ésto la antítesis. Olía a humedad, a moho, costaba respirar… El aire estaba cargado y viciado, se notaba que no había mucha ventilación en aquel sitio.

—Hemos llegado.

—¿Puedo quitarme ya la venda? —pregunté.

—No, todo a su debido tiempo.

Nervioso por la sorpresa intenté tantear su boca totalmente a ciegas, pero lo único que me encontré fue la palma de su mano totalmente abierta, que me separaba de él violentamente. A punto estuve de volver a caer al suelo, pero pude mantener el equilibrio finalmente. Unos pasos por mi espalda marcaban su proximidad. Me cogió de la camiseta y, sin apenas hacer esfuerzo, me la rompió. Arrancó la camiseta de mi cuerpo como si fuera de papel. Tragué saliva y contuve el miedo todo lo que pude. Era una sensación ambigua donde se mezclaban el miedo y el morbo. Una hoja fría empezó a recorrer mi torso. Primero la nuez, luego el cuello, el abdomen… Estaba claro que era la hoja de un cuchillo y sentí tanto miedo que apunto estuve de echarme a llorar.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté con el llanto casi en la garganta.

—¿Te he dado permiso para hablar?

Mis ojos comenzaron a mojar aquel pañuelo. Por mi cara corría la prueba de mi miedo. Dos enormes lágrimas hacían carrera por ver quién llegaba primero. Sin poder evitarlo y mientras tenía la punta de aquel cuchillo estimulándome los pezones con su extremo punzante, comencé a mearme en los pantalones, como un niño pequeño. Todo lo que había bebido en la fiesta comenzó a caer pierna abajo. Cuando Mustafá pisó aquel charquito con mis meados y escuchó el chapoteo de sus botas se enfadó aun más.

—Vaya, el mariconcito se ha meado por las patas abajo. Pero bueno, el morito de mierda está cagado de miedo —me bufó cerca de la cara donde pude notar cómo escupía de forma violenta al hablarme.

La hoja de su cuchillo penetró en la zona del pubis sin desabrochar el pantalón y, con ella hizo una carrera como si de una fina media se tratase. Inmediatamente me quedé solo con los calzoncillos, las botas y los calcetines. Mi sorpresa fue cuando sentí la lengua de mi tío recorrer mis piernas meadas. Estaba limpiando todo lo que yo acababa de expulsar. La pasaba despacio, lamiendo mi piel, los pelos de mis piernas… El puto cuchillo acompañaba en cada lamida. Primero sentía la fría y dura hoja amenazante y luego la caliente y suave lengua, curándome el miedo. Cuando llegó a mi ropa interior pasó la lengua por la tela de la misma forma que lo había hecho por las piernas, pero ahí se entretuvo en sorber lodos los restos que empapaban la tela. Cuando se cansó rompió el calzoncillo de la misma forma que lo hizo con mi camiseta y ahí fue cuando me sorprendí porque, al saltar mi rabo al aire, fui consciente de que estaba duro y de que toda aquella situación me había puesto enormemente cachondo.

Lo lógico hubiese sido, o al menos lo que yo esperaba, era sentir la boca de mi tío sobre mi rabo como tantas otras veces, pero lo único que sentí fue el borde punzante de aquel arma blanca. Con su punta recorrió mi nardo, dibujó mis venitas hinchadas y lo introdujo suavemente en la punta, por donde unos segundos antes me había meado vivo. Una lengua intentó abrirse camino en ese agujero. Chupó y sorbió todo lo que pudo. Yo estaba totalmente entregado y cada vez más relajado porque me daba cuenta que todo era un juego, aunque no estuviese acostumbrado a jugar de esta forma.

—Valiente desperdicio. ¡Por tu bien espero que sea la última vez! —me dijo mientras otra bofetada me reventaba el labio y me ponía la cabeza del revés—. Pareces memo, todo tengo que enseñártelo yo y me estoy cansando —me gritó muy alterado—. ¡Siéntate aquí!

Intenté quitarme la venda antes de levantarme pero otra mano se estampó en mi cara. Estaba tan asustado que me quedé inmóvil. No sabía muy bien a qué estábamos jugando ni si me gustaba aquel juego.

—¡Que te sientes te he dicho! —volvió a gritar.

Tanteé con la mano pero, antes de encontrar la silla, me agarró alguien del cuello y me arrojó contra ella. Me senté justo donde él me empujó. Parecía una vieja silla, no era especialmente cómoda, pero tampoco era lo que más me preocupaba en ese momento. Con sus manos abrió mis piernas, de las que tampoco obtuvo mucha resistencia. Abierto en flor, se encontró con mi enorme capullo, que estaba duro y mirando al frente, tal vez desafiando el tamaño de aquel cuchillo. Comencé a sentir un cosquilleo en el pubis, como si una brocha me estuviese acariciando.

—Yo que tú ahora sí que no me movería o lo lamentaremos los dos toda nuestra vida —advirtió aquel hombre.

El filo del cuchillo acariciando mi piel y un leve crujido acompañaron la acción. Sentía aquel filo desnudando mi más oculta intimidad. Los pelos caían al suelo y, en mi pubis, cada vez más desnudo, sentía el aliento caliente, propio de la satisfacción del que se siente vencedor. Una mano agarró mi polla firmemente y comenzó a pasar aquel filo por su base. Sentí miedo. Recé cuanto pude para que no le diese un arrebato y me la cortara. No me había ido de mi país para morir desangrado en un tugurio. No es lo que había soñado, la verdad. A cada pasada, un nuevo crujido. En la punta de mi miembro limpiaba aquella herramienta de tortura, primero un lado de la hoja, luego el otro. Al llegar a mis cojones, la hoja penetró más de lo que debía y me cortó. Un par de gotas de sangre chorrearon por la empuñadura de aquel pincho. Pude sentirlo.

—Vaya, te dije que no te movieses —dijo mientras pasaba la lengua por la hoja para limpiar las gotas se sangre.

Era rara la sensación de no tener pelo en esa zona, incluso agradable, diría yo, porque cuando alguno de los dedos de aquel psicópata pasaba por mi piel para apreciar su nuevo tacto, me recorría un escalofrío por todas las zonas bajas. Mi corazón palpitaba frenéticamente en mi glande. Una mano me cogió del pelo y me ordenó levantar. Violentamente me tiró contra una pared de tierra de la que se desprendió algo con mi impacto. Tal vez fuese arena, arcilla seca o algo así, con los ojos tapados no podía saberlo. Cuando intentaba recobrarme del golpe un chorro de agua muy fría a presión me hizo espabilar sin miramientos. Mi tío me estaba regando con una manguera, pero el agua salía con tanta presión que me hacía daño. Enfocaba a mis pezones, a mis genitales… Intentaba darme la vuelta para que no me doliese pero así era peor, porque el agua puede meterse por cualquier rendija por muy escondida que esté y sentía cómo era capaz de traspasar de forma agresiva todas las barreras que imponían mis esfínteres. Tan grande era el dolor que empecé a llorar de nuevo. El agua helada se volvió fuego y ahora, además de daño, sentía arder todo el cuerpo. Sin más, cesó. Igual que todo empezó, acabó. Caí de rodillas manchándome del barro que se había formado con aquel baño.

—Ahora voy a salir —dijo mi tío—, no debes quitarte la venda hasta que no escuches de nuevo la puerta, entonces podrás hacerlo. Sólo entonces. ¿Has entendido? Tardaré un rato, espero que estés preparado para cuando vuelva.

Y sin más se fue. Hice caso a sus órdenes porque no quería que me pegase y hasta que no escuché aquella vieja bisagra, no me quité la venda. No sabía dónde estaba, era como una especie de sótano, una caldera o algo así. El terreno era arenoso, y ahora, con el agua se había convertido en una asquerosa ciénaga. Tanto fue así que casi sentí que me empezaba a hundir en arenas movedizas. Al fondo había fuego, controlado, calentando unas gigantescas marmitas. También vi algo moverse. Después de un rato, cuando mis ojos se acostumbraron a aquella luz, casi penumbra, me di cuenta de que eran ratas. Grandes como camellos, las condenadas. Una se acercó y la aparté de una patada en la boca. Afortunadamente mi tío me había dejado las botas. Al golpearla caí de culo sobre aquel barro, manchándome entero. Mis manos, mi cara, mi cuerpo, todo estaba además de dolorido por la presión y la temperatura del agua, cubierto de barro. Uno de los pezones me dolía y es que el hijo de puta me había hecho sangre con el cuchillo. Igual que en mis huevos, que ahora se veían mucho más grandes porque la oscura selva rizada que los protegía, a ellos y a mi nabo, había desaparecido. El corte no era muy profundo, pero lo suficiente para sentir un leve escozor. Mi polla comenzó a bajar lentamente, el barro goteaba de su punta.

No sé cuanto rato estuve allí, no tengo ni idea. Para mi desgracia tuve la ocurrencia de acercarme al fuego para calentarme un poco porque, entre el baño, el barro y la humedad de aquel sitio estaba congelado. Pronto surtió efecto y el barro empezó a secarse, con el conveniente cuarteamiento de todo mi cuerpo. Los poquitos pelos de mi pecho tiraban hacia un lado y hacia otro, como si de una competición se tratase. En mis sobacos también. Una vez más, me oí a mi mismo entonar una cancioncilla que había oído miles y miles de veces por boca de mi padre. En aquellos momentos de in-certidumbre era lo único que podía aliviarme.

Cerca del fuego había algo así como una mesa de operaciones. Había cadenas para las extremidades y una enorme bombilla justo encima. Un nuevo escalofrío me recorrió, pensé que esa noche iba a morir. Era muy sencillo, después mi tío diría que me había escapado y nadie me tendría en cuenta. Era un moro, estaba en un país que no era el mío. Fue en ese momento cuando empecé a ser consciente del lío en el que estaba. La puerta volvió a abrirse con su horrible crujido. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas y, aunque intenté gritar, fue imposible. La voz no salía de mi cuerpo, era como si mi garganta se hubiese cuarteado con aquel barro.

—Vaya, veo que ya conoces la mesa —oí de los labios de un hombre que venía cubierto totalmente de cuero. Los pantalones, un chaleco, las muñequeras, las botas, la máscara de la cabeza… Aunque no pude verle la cara, porque la máscara no dejaba rastro de sus rasgos, la voz era inconfundible—. Túmbate.

—Por favor… no me hagas daño, no me mates —le supliqué—, si tú quieres me iré.

—Si quisiese que te fueses no te habría traído y si quisiese matarte, créeme que ya lo habría hecho.

—¿Entonces qué quieres? —pregunté asustado.

—Quiero jugar, así que túmbate.

Obedecí. Obedecí siendo consciente de que aquel era el fin, era mi último día en la tierra y, aunque pedí a Alá que me protegiese, supuse que ese era el castigo que debía pagar por todos mis pecados. Las muñecas y los tobillos atados, las cadenas eran fuertes, irrompibles, no había escapatoria.

—Veo que has estado jugando con el barro —dijo mi tío—, me gusta. Pero, ¿Qué tenemos aquí?

Cogió el cuchillo y me arrancó una especie de sanguijuela que tenía en el costado.

—Vaya, veo que atraes a todo tipo de especies —dijo mientras sentía cómo aquel bicho casi me arranca un trozo de piel.

Acto seguido, y sin esperarlo, me desabrochó las botas y me olió los calcetines. Aspiró su aroma tan profundamente como si le fuese la vida en ello. Yo no entendía muy bien qué hacía, pero me dejaba hacer. Tampoco tenía muchas más opciones. Me quitó uno de los calcetines y empezó a lamerme el pie. Primero la planta, lo olía, lo restregaba por su cara y podía sentir en mi piel los pinchazos de su inminente barba. La sensación era extraña pero incluso agradable. Cuando empezó a chuparme el dedo gordo, creí morir… de placer. A cada lengüetazo mi polla se ponía un poco más dura. Limpiaba entre mis dedos con sus labios, recorría el borde de mis uñas con su lengua y mi polla crecía y crecía. Nunca pensé que el hecho de chuparte un pie pudiese ser tan delicioso. Mi tío era una caja de sorpresas, eso estaba claro. Como claro estaba que le quedaban muchos ases en la manga y a mí muchas sorpresas más por descubrir.

—Vaya, ya veo que te ha gustado. Se te ha puesto el rabo bien duro —observó.

Yo no hablaba en ningún momento por miedo a que me pegase de nuevo.

—¿Qué pasa? ¿Se te comió la lengua el gato? —preguntó simpático mientras le dio un golpe a mi miembro que nos hizo retorcernos, a él en el aire, a mí de dolor.

—¿Qué quieres que te diga? —contesté.

—¡¿Qué quieres que te diga señor?!—mandó.

—¿Qué?

—Que ahora yo soy el amo y tu el esclavo y, como yo mando, cuando te dirijas a mi tienes que llamarme señor —me gritó en la cara y una vez más su saliva me golpeó mientras hablaba—. ¿Está claro?

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