Otros días me rompía la cabeza pensando cómo me iban a recibir en el exterior después de tantos años. Las imágenes del juicio contra Dutroux seguían vivas en mi mente. No quería comparecer en un juicio como la víctima de ese caso, de eso estaba segura. Había sido una víctima durante ocho años, no quería seguir siéndolo el resto de mi vida. Imaginé con todo detalle cómo quería tratar con los medios de comunicación. Naturalmente prefería que me dejaran tranquila. Pero si se informaba sobre mí, entonces que no fuera nunca sólo por mi nombre de pila. Quería aparecer en la vida como una mujer adulta. Y quería escoger con qué medios iba a hablar.
Fue una tarde a principios de agosto, cuando estaba sentada a la mesa de la cocina cenando con el secuestrador. Su madre había dejado el fin de semana una ensalada de salchichas en la nevera. Él me daba las verduras; las salchichas y el queso se amontonaban en su plato. Yo masticaba lentamente un trozo de pimiento, intentando extraer hasta el último resto de energía de cada fibra roja. Había engordado un poco y pesaba ya 42 kilos, pero el trabajo en la Hollergasse me había agotado y me sentía físicamente exhausta. Sin embargo, mi mente estaba muy despierta. Con la finalización de la reforma había superado una nueva fase de mi secuestro. ¿Qué sería lo siguiente? ¿La locura habitual de cada día? ¿Las vacaciones de verano en el Wolfgangsee, precedidas de malos tratos, acompañadas de humillaciones y, como premio, un vestido? No, no quería seguir llevando esa vida.
Al día siguiente trabajamos en el foso del taller. A lo lejos se oía a una madre llamar a sus hijos a gritos. De vez en cuando una suave ráfaga de viento dejaba entrar en el garaje el olor del verano y de la hierba recién cortada, mientras nosotros renovábamos la protección de los bajos de la vieja furgoneta blanca. Yo tenía una sensación ambivalente mientras extendía la espesa capa protectora con la brocha. Era el coche en el que me había secuestrado y que ahora quería vender. No sólo pasaba a una distancia inalcanzable el mundo de mi infancia, sino que también desaparecían parte de las piezas que adornaron los primeros tiempos de mi cautiverio. Ese coche era la conexión con el día de mi secuestro. Y ahora yo estaba trabajando para que desapareciera. Con cada brochazo que daba me parecía que estaba tapando con cemento mi futuro en el sótano.
«Nos has llevado a una situación en la que sólo uno de nosotros puede sobrevivir —dije de pronto. El secuestrador me miró sorprendido. Yo me mantuve firme—. Te estoy muy agradecida por no haberme matado y por haber cuidado tan bien de mí. Ha estado muy bien por tu parte. Pero no me puedes obligar a vivir contigo. Soy una persona independiente, con mis propias necesidades. Esta situación se tiene que acabar.»
Como respuesta Wolfgang Priklopil me cogió la brocha de la mano sin decir nada. Pude ver en su rostro que estaba muy asustado. Debía de haber estado temiendo ese momento durante todos aquellos años. El momento en el que quedaba claro que todas sus humillaciones no habían servido de nada. Que no había conseguido doblegarme. Yo seguí hablando: «Es evidente que tengo que marcharme. Debías haber contado con ello desde el principio. Uno de nosotros debe morir, ya no queda otra salida. O me matas o me dejas libre».
Priklopil sacudió la cabeza muy despacio. «Jamás lo haría, lo sabes muy bien», dijo en voz baja.
Yo esperaba que en alguna parte de mi cuerpo explotaran enseguida los dolores, y me preparé interiormente para ello. No rendirse. No rendirse. No me rendiré. Como no ocurría nada y él seguía sin moverse ante mí, cogí aire y pronuncié la frase que lo cambió todo: «He intentado tantas veces suicidarme… y a pesar de todo sigo siendo aquí la víctima. Sería mucho mejor que te suicidaras tú. Al fin y al cabo, ya no tienes salida. Si te suicidas, se acabarán todos los problemas de una vez».
En ese momento algo pareció quebrarse en su interior. Pude ver la desesperación en sus ojos cuando se volvió sin decir nada, y que apenas podía soportarla. Ese hombre era un delincuente, pero también era la única persona que yo tenía en este mundo. Pude ver pasar a cámara rápida distintos momentos de los años anteriores. Vacilé, y me oí decir: «No te preocupes. Si me escapo me tiraré inmediatamente a las vías del tren. No te pondré en peligro». El suicidio me parecía la forma más perfecta de libertad, el final de todo, de una vida que en cualquier caso llevaba mucho tiempo destrozada.
En aquel instante me habría gustado retirar todo lo que había dicho. Pero ya lo había anunciado: me escaparía en cuanto pudiera. Y uno de nosotros no iba a sobrevivir.
Tres semanas más tarde me encontraba en la cocina mirando el calendario. Tiré la hoja recién arrancada al cubo de la basura y me di la vuelta. No podía permitirme muchas reflexiones, el secuestrador me llamaba al trabajo. El día anterior había tenido que ayudarle a preparar el anuncio para la casa de la Hollergasse. Priklopil me había entregado un plano de Viena y una regla. Medí la distancia entre la vivienda de la Hollergasse y la estación de metro más próxima, comprobé la escala y calculé cuántos metros había que andar. Luego me hizo salir al pasillo y recorrerlo de un extremo a otro a paso ligero. Midió el tiempo con su reloj de pulsera. Luego calculé cuánto se tardaba en ir andando desde la casa hasta el metro y hasta la parada de autobús más próxima. En su pedantería, el secuestrador quería indicar con toda exactitud, al segundo, a qué distancia estaba su casa de los medios de transporte públicos. Cuando el anuncio estuvo terminado, llamó a su amigo, que lo colgó en internet. Respiró profundamente y sonrió. «¡Ahora todo será más sencillo!» Parecía haber olvidado por completo nuestra conversación en torno a la huida y la muerte.
A última hora de la mañana del 23 de agosto de 2006 salimos al jardín. Los vecinos no estaban, y recogimos las últimas fresas del bancal que había delante del seto de aligustre y los últimos albaricoques que había alrededor del árbol. A continuación lavé las frutas en la cocina y las guardé en la nevera. El secuestrador me seguía a cada paso y no me perdía de vista ni un instante.
Hacia el mediodía me llevó al cenador que había en la parte posterior de la parcela, separado de un pequeño camino por una valla. Priklopil estaba muy atento a que la puerta del jardín estuviera siempre cerrada. Incluso cuando abandonaba la parcela sólo por unos minutos, por ejemplo, para sacudir las alfombrillas de su BMW rojo, la dejaba cerrada. Aparcó la furgoneta blanca, que debían venir a recoger al día siguiente, entre el cenador y la puerta del jardín. Priklopil sacó la aspiradora, la enchufó y me ordenó que aspirara con cuidado el interior, los asientos y las alfombrillas. Yo estaba en plena faena cuando sonó su móvil. Se alejó algunos pasos del coche, se tapó la oreja con la mano y preguntó dos veces: «¿Cómo dice?». De lo poco que pude oír con el ruido de la aspiradora deduje que debía de tratarse de alguien interesado por la vivienda. Priklopil parecía muy contento. Inmerso en la conversación, se volvió y se alejó unos metros en dirección a la piscina.
Yo estaba sola. El secuestrador me había perdido de vista por primera vez desde el comienzo de mi cautiverio. Me quedé un breve instante parada, delante del coche, con la aspiradora en la mano, y sentí cómo una especie de parálisis se apoderaba de mis brazos y piernas. Un corsé de hierro parecía ceñir mi cuerpo. Apenas podía respirar. Lentamente dejé caer la mano con la aspiradora. Una serie de imágenes desordenadas cruzó por mi mente:Priklopil, cómo volvía y no me encontraba. Cómo me buscaba y se volvía loco. Un tren que pasaba a toda velocidad. Mi cuerpo inerte. Su cuerpo inerte. Coches de policía. Mi madre. La sonrisa de mi madre.
Luego ocurrió todo muy deprisa. Con un esfuerzo sobrehumano conseguí vencer la fuerza paralizante que atenazaba cada vez más mis piernas. La voz de mi segundo yo martilleaba en mi cabeza: «Si hubieras sido secuestrada ayer, ahora saldrías corriendo. Debes actuar como si no conocieras al secuestrador. Es un extraño. Corre. Corre. ¡Maldita sea, corre!».
Dejé caer la aspiradora y corrí hacia la puerta del jardín. Estaba abierta.
Dudé unos instantes. ¿Debía ir a la izquierda o a la derecha? ¿Dónde había gente? ¿Dónde estaban las vías del tren? Ahora no podía perder la cabeza, tener miedo, volverme, sólo tenía que marcharme de allí. Corrí a lo largo del pequeño camino, torcí por la Blaselgasse y me dirigí a la urbanización que se extendía a lo largo de la calle paralela: pequeños jardines con casitas entremedias, construidas en las antiguas parcelas. En mis oídos sólo había un zumbido, me dolían los pulmones. Tenía la certeza de que el secuestrador estaba a cada segundo más cerca de mí. Creí oír sus pasos, y sentí su mirada en mi espalda. Por un instante me pareció notar su respiración en mi nuca. Pero no me volví. Ya me enteraría si me tiraba al suelo de un empujón y me arrastraba hasta la casa para matarme. Todo menos volver al zulo. Al fin y al cabo, la muerte la había elegido yo, en sus manos o debajo del tren. Elegir la libertad, morir en libertad. Se me pasaron un montón de extrañas ideas por la cabeza mientras seguía corriendo. Sólo cuando me crucé con tres personas por la calle supe que quería vivir. Y que iba a vivir.
Me abalancé sobre ellas y les dije jadeando: «¡Tienen que ayudarme! ¡Necesito un teléfono para llamar a la policía! ¡Por favor!». Los tres me miraron muy sorprendidos: un señor mayor, un niño, de unos doce años, y un tercero, tal vez el padre del niño. «Imposible», dijo éste. Luego me esquivaron y siguieron andando. El de más edad se volvió y me dijo: «Lo siento, no llevo el teléfono móvil». Las lágrimas me inundaron los ojos. ¿Qué era yo para ese mundo de ahí fuera? En él no tenía vida, era una ilegal, una persona sin nombre y sin historia. ¿Y si nadie creía mi relato?
Me quedé temblando en la acera, con la mano apoyada en una valla. ¿Hacia dónde debía ir? Tenía que alejarme de aquella calle. Seguro que Priklopil ya se había dado cuenta de que me había escapado. Retrocedí unos pasos, salté la valla bajita de una casa y llamé al timbre. Pero no se movió nada, no se veía a nadie. Seguí corriendo, saltando de un jardín a otro por encima de setos y macizos de flores. Por fin vi a una mujer algo mayor en una ventana abierta de una de las casas de la urbanización. Di unos golpes en el marco de la ventana y le dije sin alzar mucho la voz: «¡Por favor, ayúdeme! ¡Llame a la policía! ¡He sido víctima de un secuestro, llame a la policía!».
«¿Qué hace usted en mi jardín? ¿Qué es lo que quiere?», me recriminó una voz desde el interior. La mujer me miró con desconfianza. «¡Por favor, llame a la policía de mi parte! ¡Rápido! —le contesté ya sin respiración—. He sido víctima de un secuestro. Me llamo Natascha Kampusch… Por favor, llame a la policía de Viena. Dígales que se trata de un caso de secuestro. Que vengan sin coches patrulla. Soy Natascha Kampusch.»
«¿Por qué ha venido precisamente a mi casa?»
Yo me estremecí. Pero entonces vi que dudaba un instante. «Espere junto a la valla. ¡Y no me pise el césped!»
Yo asentí sin decir nada cuando se volvió y desapareció de mi vista. Había pronunciado mi nombre por primera vez en siete años. Estaba otra vez de vuelta.
Me quedé junto a la valla, esperando. El tiempo pasaba segundo a segundo. Notaba el corazón palpitando en el cuello. Sabía queWolfgang Priklopil me buscaría, y sentía pánico a que se volviera loco. Al cabo de un rato vi por encima de las vallas de los jardines vecinos dos coches patrulla que se acercaban con las luces azules encendidas. O bien la mujer no había transmitido mi ruego de que vinieran en coches camuflados o la policía no lo había tenido en cuenta. Dos jóvenes policías se bajaron de un coche y accedieron al pequeño jardín. «¡Quédese donde está y suba los brazos!», me ladró uno de ellos. No me había imaginado así mi primer encuentro con la nueva libertad. Con los brazos en alto como si fuera una delincuente, le expliqué a la policía quién era. «Me llamo Natascha Kampusch. Tienen que haber oído hablar de mi caso. Fui secuestrada en 1998.»
«¿Kampusch?», respondió uno de los dos policías.
Oí la voz del secuestrador: «Nadie te va a echar de menos. Todos están contentos de que te hayas marchado».
«¿Fecha de nacimiento? ¿Dirección?»
«17 de febrero de 1988. Calle Rennbahnweg 27, escalera 38, 7º piso, puerta 18.»
«¿Cuándo y por quién fue secuestrada?»
«En 1998. Me cogieron junto a una casa de la calle Heinestrasse 60. El secuestrador se llama Wolfgang Priklopil.»
No podía haber un contraste más fuerte entre la fría toma de datos y la mezcla de euforia y pánico que me invadía.
La voz del policía que contrastaba mi información a través de la radio llegó apagada hasta mis oídos. La tensión me corroía por dentro. Sólo había escapado unos cientos de metros, la casa del secuestrador estaba a dos pasos de allí. Intenté respirar de forma regular para controlar el miedo. No dudaba que lo más fácil para él sería deshacerse de esos dos policías de un plumazo. Yo estaba como petrificada junto a la valla y escuchaba con atención. Trinos de pájaros, un coche a lo lejos. Pero esa tranquilidad me parecía una tempestad. Enseguida se oirían los disparos. Tensé todos los músculos. Por fin había saltado por encima del abismo. Y por fin había llegado al otro lado. Estaba dispuesta a luchar por mi nueva libertad.
URGENTE
Caso Natascha Kampusch: mujer afirma estar desaparecida. La policía intenta confirmar su identidad.
Viena (APA). Un giro sorprendente en el antiguo caso Natascha Kampusch, acaecido hace más de ocho años: una joven afirma que es la niña desaparecida en Viena el 2 de marzo de 1998. La policía federal ha iniciado las gestiones para averiguar la identidad de la joven. «No sabemos si es la niña secuestrada o si se trata de una mujer trastornada», dice Erich Zwettler, de la policía federal. La mujer se encontraba por la tarde en la comisaría de policía de Deutsch-Wagram, en la Baja Austria, 23 de agosto de 2006.
Yo no era una joven trastornada. Me dolió mucho que pudiera tomarse eso en consideración. Pero para los policías, que tenían que comparar las fotos de entonces, en las que aparecía una niña pequeña y gordita, con la joven escuálida que estaba ante ellos, era una posibilidad.