A barlovento (31 page)

Read A barlovento Online

Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Durante dos mil setecientos años ha sido un artículo constante de nuestra fe –dijo con tono despreocupado– que las almas de los que han partido permanezcan en el limbo durante un año entero antes de que los acepten en la gloria del cielo. Algo que no ha cambiado desde que nosotros, nuestros desaparecidos, convirtieron el cielo en algo real. Como tampoco han cambiado muchas de las otras doctrinas asociadas con tales asuntos. Se han convertido en normas, en cierto sentido. –Se giró y volvió a sonreírle a Quilan antes de volver a mirar de nuevo por la ventana.

»Lo que estoy a punto de decirle lo saben muy pocas personas, comandante Quilan. Y así debe seguir siendo.

–Sí, estodien.

–La coronel Ghejaline no lo sabe, como no lo saben ninguno de sus tutores.

–Entiendo.

El anciano se volvió de repente hacia él.

–¿Por qué quiere morir, Quilan?

Quilan se echó hacia atrás, desconcertado.

–Yo... en cierto sentido no quiero, estodien. Es solo que no tengo mayor interés en vivir. Quiero dejar de existir.

–Quiere morir porque su compañera está muerta y usted languidece por ella, ¿no es cierto?

–Yo diría que hago algo más que languidecer por ella, estodien. Pero fue su muerte la que dejó mi vida sin sentido.

–Las vidas de su familia y su sociedad en estos tiempos de necesidad y reestructuración, ¿eso no significa nada para usted?

–No es que no signifiquen nada, estodien, pero tampoco lo suficiente. Ojalá pudiera sentirme de otro modo, pero no puedo. Es como si todas las personas que me importan pero que siento que deberían importarme más, ya estuvieran en otro mundo distinto al que yo habito.

–Solo era una hembra, Quilan, una persona nada más, un simple individuo. ¿Qué la hace tan especial para que su recuerdo, irrecuperable para siempre, al parecer, supere a las necesidades más perentorias de aquellos que siguen vivos y por los que todavía se puede hacer algo?

–Nada, estodien. Es...

–Así es, nada. No es el recuerdo de su mujer, es el suyo. No es el hecho de que fuera especial o única lo que usted celebra, Quilan, es el hecho de que usted lo es. Es usted un romántico, Quilan. Encuentra romántica la idea de una muerte trágica; la idea de unirse a ella, aunque tenga que unirse a ella en el olvido, le parece romántica. –El anciano se irguió como si se preparara para irse–. Odio a los románticos, Quilan. En realidad no se conocen a sí mismos, y lo que es peor, tampoco quieren conocerse de verdad, ni, en último caso, a nadie más, porque creen que eso le quitará el misterio a la vida. Son idiotas. Y usted es idiota. Es probable que su mujer también lo fuera. –El estodien hizo una pausa–. Es probable que los dos fueran unos idiotas románticos –dijo–. Idiotas condenados a una vida de desilusión y amargura cuando descubrieran que su precioso romanticismo se desvanecía después de los primeros años de matrimonio y tuvieran que enfrentarse no solo a sus propias insuficiencias, sino también a los de su compañero. Usted tuvo suerte de que muriera ella. Y ella tuvo la desgracia de tener que ser ella y no usted.

Quilan miró al estodien durante unos instantes. El anciano respiraba un poco más hondo y un poco más deprisa de lo que debería haber sido necesario, pero aparte de eso, controlaba bien cualquier temor que pudiera sentir. Tendría una buena copia de seguridad y como estodien que era, renacería o se reencarnaría como y cuando lo desease. Algo que, sin embargo, no evitaría que su ser más animal contemplase la posibilidad de que lo lanzasen por una ventana y cayera al mar con otra cosa que no fuera terror. Eso suponiendo, por supuesto, que el anciano no llevara algún tipo de arnés antigravitatorio, en cuyo caso quizá solo temiera que Quilan le arrancase la garganta antes de que Eweirl u alguna otra persona pudiera hacer nada.

–Estodien –dijo Quilan sin alterarse–. Yo también he pensado en todo eso y pasado por todo eso. Me he acusado de todo lo que usted menciona y con un lenguaje bastante menos moderado que el que usted ha utilizado. Me encuentra usted al final del proceso que quizá hubiera deseado iniciar con tales afirmaciones, no al principio.

El estodien lo miró.

–Bastante bien –dijo–. Hable con honestidad, sin dejar detalle.

–No me va a obligar a acudir a la violencia alguien que no conoció a mi mujer, pero que ha decidido llamarla idiota. Yo sé que no lo era y eso me basta. Creo que usted solo quería averiguar hasta qué punto sería fácil encolerizarme.

–Quizá no con la suficiente facilidad, Quilan –dijo el anciano–. No todas las pruebas se pasan o se suspenden como uno podría esperar.

–No estoy intentando pasar sus pruebas, estodien. Estoy intentando ser honesto. Supongo que sus pruebas son válidas. Si lo son y hago todo lo que puedo y suspendo mientras que otra persona triunfa, es mejor que el hecho de que yo triunfe diciéndole lo que creo que quiere oír en lugar de lo que siento de verdad.

–Esa es una calma que llega al punto del engreimiento, Quilan. Quizá esta misión requiera a alguien con más agresividad y astucia que las que esa respuesta indica que usted tiene.

–Quizá sea eso, estodien.

El anciano mantuvo los ojos clavados en Quilan durante algún tiempo. Al final apartó la vista y volvió a mirar por la ventana.

–A los muertos de la guerra no se les permitirá entrar en el cielo, Quilan.

Tuvo que escuchar el comentario en su cabeza y volverlo a poner para estar seguro de que lo había oído bien.

–¿Estodien?

–Fue una guerra, comandante, no una alteración del orden público ni un desastre natural.

–¿La guerra de las Castas? –preguntó y de inmediato supo que era una pregunta estúpida.

–Sí, por supuesto que la guerra de las Castas –le soltó Visquile de repente. Después volvió a recuperar la compostura–. El Puen-Chelgriano nos ha dicho que se siguen aplicando las viejas reglas.

–¿Las viejas reglas? –Creía saber ya a lo que se refería.

–Deben ser vengadas.

–¿Alma por alma? –De aquello estaba hecha la barbarie, los dioses viejos y crueles. La muerte de cada chelgriano debía equilibrarse con la muerte de un enemigo y hasta que se lograse ese equilibrio, los guerreros caídos no podrían entrar en el cielo.

–¿Por qué tendríamos que abalanzarnos sobre la idea de una correspondencia de uno por uno? –preguntó el estodien con una sonrisa fría–. Quizá no haga falta más que una sola muerte. Una muerte importante. –Volvió a desviar los ojos.

Quilan se quedó callado un rato, e inmóvil. Cuando Visquile no apartó los ojos de la ventana y la vista para mirarlo, preguntó:

–¿Una muerte?

El estodien volvió a clavar en él su mirada.

–Una muerte importante. Los resultados podrían ser muchos. –Volvió a mirar a lo lejos mientras tarareaba una canción. Quilan reconoció la melodía, la había compuesto mahrai Ziller.

XI. Ausencia de gravedad

XI

Ausencia de gravedad

–E
l caso es, ¿qué pasa en el Cielo?

–¿Una sensación maravillosa imposible de conocer?

–Bobadas. La respuesta es nada. No puede pasar nada porque si ocurre algo, de hecho, si es cierto que puede pasar algo, entonces no representa a la eternidad. De eso se trata nuestra vida, del desarrollo, la mutación y la posibilidad de cambio. Es casi una definición de lo que es la vida: cambio.

–¿Siempre ha pensado eso?

–Si anulas el cambio, si consigues parar el tiempo, si evitas la posibilidad de que se alteren las circunstancias del individuo, y eso debe incluir al menos la posibilidad de que se alteren para peor, entonces ya no tienes vida después de la muerte, solo tienes muerte.

–Los hay que creen que tras la muerte el alma se recrea en otro ser.

–Eso es muy conservador y un poco estúpido, desde luego, pero no del todo desorbitado.

–Y los hay que creen que, tras la muerte, al alma se le permite crear su propio universo.

–Monomaniaco y risible, y además, seguramente se equivocan.

–Y luego están los que creen que el alma...

–Bueno, hay todo tipo de creencias diferentes. Sin embargo, las que me interesan son las que se refieren a la idea del Cielo. Esa es la idiotez que me molesta y que los demás no comprenden.

–Claro que podría equivocarse.

–No diga tonterías.

–En cualquier caso, incluso si el Cielo no existía en un principio, la gente lo ha creado. Ahora existe. De hecho, existen muchos cielos diferentes.

–¡Bah! Tecnología. Esos supuestos cielos no van a durar mucho. Ya habrá alguna guerra en ellos, o entre ellos.

–¿Y los sublimados?

–Por fin algo que está más allá del Cielo. Y que por tanto, y por desgracia, es inútil. Pero es un comienzo. O más bien un final. O un comienzo, una vez más, de otro tipo de vida, lo que demuestra lo que digo.

–Me he perdido.

–Todos nos perdemos. Y nos encuentran muertos.

–¿... De veras es usted profesor de divinidad?

–¡Pues claro que sí! ¿Es que no es obvio?

–¡Señor Ziller! ¿Ya ha visto al otro chelgriano?

–Lo siento, ¿nos conocemos?

–Sí, eso es lo que le estoy preguntando.

–No, me refiero a si nos conocemos usted y yo.

–Trelsen Scofford. Nos conocimos en casa de Gidhoutan.

–¿Ah sí?

–Usted dijo que lo que yo dije sobre lo suyo era «peculiar» y «con un punto de vista único».

–Creo que algo de eso me suena haber dicho.

–¡Genial! ¿Entonces ya ha visto a ese tipo?

–No.

–¿No? ¡Pero si ya lleva aquí veinte días! Alguien dijo que solo vive a...

–¿Es usted de verdad tan ignorante como parece, Trelsen, o esto es una especie de número extraño que incluso se supone que es divertido?

–¿Perdón?

–Eso es lo que debería pedir, perdón. Si prestara un poco más de...

–Es que he oído que había otro chelgriano...

–... atención a lo que pasa sabría que el «otro chelgriano» es un macarra feudal, un matón profesional que ha venido para intentar convencerme de que vuelva con él a una sociedad que desprecio. No tengo ninguna intención de ver a ese miserable.

–Oh. No me había dado cuenta.

–Felicidades, es usted un simple ignorante que carece de malicia.

–¿Entonces no va a encontrarse con él?

–Exacto, no pienso verle. Mi plan es que después de tenerlo esperando unos cuantos años, o bien se harte y se largue a casa para que lo castiguen con el ritual correspondiente, o bien vaya dejándose seducir poco a poco por Masaq y sus muchos atractivos en particular y por la Cultura y sus muchas maravillosas manifestaciones en general y que adquiera la ciudadanía. Entonces quizá acceda a verlo. Una estrategia brillante, ¿no le parece?

–¿Habla en serio?

–Siempre hablo en serio, y nunca tanto como cuando quiero parecer frívolo.

–¿Cree que funcionará?

–Ni lo sé ni me importa. Es divertido contemplar la posibilidad, eso es todo.

–¿Y por qué quieren que vuelva?

–Al parecer soy el auténtico emperador. En realidad, soy un huérfano al que una madrina celosa cambió al nacer por mi gemelo perdido, Fimmit.

–¿Qué? ¿De verdad?

–No, pues claro que no. Está aquí para entregarme una citación por una infracción menor de tráfico.

–¡Está de broma!

–Mecachis, lo ha adivinado. No, el caso es que secreto una sustancia por las glándulas anteriores, todos los clanes chelgrianos tienen uno o dos varones en cada generación que producen esa sustancia. Sin ella, los hombres de mi clan no pueden hacer de vientre. Si no lamen el punto apropiado al menos una vez por mes de mareas, comienzan a sufrir unas ventosidades terribles. Por desgracia, mi primo Kehenahanaha Junir III sufrió hace poco un extraño accidente mientras se aseaba que lo ha incapacitado para producir esa secreción vital, así que necesitan que vuelva, antes de que todos los varones de mi familia exploten por la mierda comprimida. Hay una alternativa quirúrgica, por supuesto, pero por desgracia los derechos de la patente médica los tiene un clan con el que llevamos tres siglos sin hablarnos. Una disputa sobre una puja inoportuna provocada por un eructo involuntario durante una subasta de novias, al parecer. No nos gusta mucho hablar de ello.

–¿No... no hablará en serio?

–No me va a dejar pasar ni una, ¿verdad? No, en realidad es por un libro que no he devuelto a la biblioteca.

–Ahora sí que está de broma, ¿no?

–Y una vez más, me ha calado. Es casi como si no estuviera aquí.

–¿Así que en realidad no sabe por qué quieren que vuelva?

–Bueno, ¿qué razón podría haber?

–¡A mí no me pregunte!

–¡Eso es justo lo que estaba pensando!

–Eh, ¿y por qué no lo pregunta?

–Mejor aún, como parece ser a usted al que tanto le importa, ¿por qué no le pide usted al que de una forma tan encantadora llama «el Otro Chelgriano» que le diga por qué quieren que vuelva?

–No, me refería a preguntarle al Centro.

–Bueno, después de todo, él lo sabe todo. ¡Mire, allí está su avatar!

–¡Eh, es verdad! Vamos a... Oh. Ah. Hasta luego, entonces, ah... Ah, hola. Usted debe de ser el homomdano.

–Muy listo.

–¿Entonces qué hace esta mujer en realidad?

–Me escucha.

–¿Le escucha? ¿Y ya está?

–Sí. Yo hablo y ella escucha lo que digo.

–¿Y? ¿Algo más? Es decir, yo también le estoy escuchando ahora. ¿Qué hace esta mujer que sea tan especial?

–Bueno, escucha sin hacer la clase de preguntas que usted acaba de hacer, la verdad.

–¿Qué quiere decir? Solo preguntaba...

–Sí, ¿pero es que no lo ve? Ya está siendo agresivo, acaba de decidir que alguien que se limita a escuchar a otra persona es...

–¿Pero eso es todo lo que hace?

–Más o menos, sí. Pero es muy útil.

–¿No tiene usted amigos?

–Pues claro que tengo amigos.

–Bueno, ¿y no están para eso?

–No, no siempre, no para todo lo que quiero comentar.

–¿Y su casa?

–Antes hablaba con mi casa, pero entonces me di cuenta de que solo estaba hablando con una máquina que ni siquiera las demás máquinas fingen pensar que es inteligente.

–¿Y qué hay de su familia?

–Resulta que no quiero compartirlo todo con mi familia. Tienen un papel muy destacado en aquello de lo que necesito hablar.

–¿En serio? Eso es terrible. Pobrecito. El Centro, entonces. Sabe escuchar.

Other books

All the Paths of Shadow by Frank Tuttle
The Poisonous Seed by Linda Stratmann
Bad Storm by Jackie Sexton
New tricks by Sherwood, Kate
Sovereign by C. J. Sansom
Sir!' She Said by Alec Waugh, Diane Zimmerman Umble
Sea Dog by Dayle Gaetz